Trump, ¿el futuro de las democracias?/ Guy Sorman
ABC, Lunes, 11/Nov/2024
El triunfo de Trump se inscribe en un contexto cultural nacional muy específico, que es el de Estados Unidos, y debemos tener en cuenta la personalidad excepcional de Donald Trump, tanto si lo odiamos como si lo amamos. Pero más allá de esta excepcionalidad, me parece que el trumpismo es también un fenómeno ideológico que va mucho más allá del temperamento de Trump. Como suele ocurrir, Estados Unidos se sitúa a la vanguardia de la evolución política y cultural de Occidente. Me parece que vuelve a ser así, como demuestran estas elecciones presidenciales. Recuerden el 'reaganismo' en 1980: se extendió por todo el mundo y llevó al poder a candidatos con un mensaje liberal. Una vez más, Estados Unidos lidera la carrera con un presidente que también tiene un mensaje, pero que no es realmente liberal, sino casi iliberal. Si tuviera que resumir este mensaje en un criterio significativo y exportable, la característica principal de lo que desde ahora deberemos llamar trumpismo es el concepto de identidad.
En el pasado, las elecciones se basaban en el modelo universal y clásico de oposición entre la derecha y la izquierda. Este modelo me parece arcaico y ya no funciona en ninguna parte, sobre todo porque la izquierda ya no tiene nada que decir. Sin duda, el programa socialista ha caído en el olvido, porque de hecho se aplica en casi todas partes y no hay gran cosa que añadir; todo lo que se puede hacer hoy es substraer. Ahora la izquierda no es más que una adición circunstancial, que cojea de unas elecciones a otras, mediante la asociación de intereses particulares, de minorías diversas. Así ocurre en todos los países de Europa, donde ya no existe una izquierda unificada en ninguna parte.
Ahora tenemos en un lado, en lugar de la izquierda, una barroca suma de reivindicaciones particulares, y enfrente, en lugar de lo que solía ser la derecha liberal, tenemos la reivindicación de la identidad. La identidad es el concepto central de la política contemporánea, de la que el trumpismo es el ejemplo más claro. Donald Trump ha desarrollado toda su campaña centrándose en el tema de la identidad estadounidense, una identidad eterna, más bien blanca, más bien patriarcal y poco favorable a las minorías, ya sean étnicas o sexuales.
La parte de la población que lo apoyó se identificó con esta noción de identidad eterna, que obviamente es en gran medida un sueño. Pero todo el mundo la protege celosamente, como una especie de tesoro heredado de los antepasados, una propiedad personal que se insta a los socialistas y al Estado a no tocar y a las minorías a no cuestionar. Lo que ha dicho Trump o lo que le ha servido de plataforma electoral ha sido mucho menos decisivo que lo que encarna. Él es por sí solo un símbolo de la identidad de este Estados Unidos blanco, patriarcal y eterno: el de los pioneros y emprendedores que fundaron su país.
En la izquierda se ha hablado mucho del carácter confuso de los discursos de Trump o del extremismo de sus propuestas. Pero el votante de base no escuchaba; se contentaba con observar e identificarse con este personaje, con este símbolo. También hay que tener en cuenta que este icono fue inicialmente un producto de la televisión: al político de hoy no se le juzga por su experiencia, sino por su apariencia. Tiene que ser reconocible de inmediato. Todo el mundo está de acuerdo en que Donald Trump debe su carrera política inicial a su papel como presentador de un popular programa de televisión llamado 'El aprendiz'. Imaginemos que los medios de comunicación, más que los partidos, serán a partir de ahora el campo de reclutamiento de los futuros candidatos para cualquier votación.
Si bien los programas ya no tienen la importancia de antes, es preciso que no contradigan los rasgos de identidad del candidato. Los comentarios misóginos y xenófobos de Trump contra las minorías y todos aquellos a los que les gustaría transformar Estados Unidos en una nación cosmopolita parecida a Kamala Harris han sido respaldados sin reparos por sus votantes. Aun así, nos quedamos un poco preocupados, ya que los discursos de campaña de Trump y su programa, que sin duda no se aplicará, eran un llamamiento oculto a un cierto tipo de violencia que va más allá de los procesos democráticos.
Europa no se ha vacunado contra la reivindicación de la identidad, ya que se encuentra en todas partes, en nombre de la nación o de las regiones. El Brexit y Cataluña son buena prueba de ello. ¿Hemos sido vacunados contra la violencia verbal, cuando no física, desplegada por Donald Trump y sus partidarios? Todavía no lo sabemos, pero es de temer que haya desatado y desinhibido cierta agresividad hasta ahora silenciada o contenida. ¿Serán suficientes nuestras instituciones democráticas y nuestras costumbres políticas en Europa para contener esta llamada implícita a la violencia y a ir más allá de la ley? Esperamos que sí, pero no podemos estar seguros.
Si la derecha, por decirlo simplemente, ha encontrado su base en la identidad, el hecho es que la mitad de la población, la mitad que solía votar a la izquierda, ha quedado abandonada; esto no es aceptable. Es de esperar que lo que fue la izquierda socialista se reinvente y nos ofrezca una visión de la nación que no sea solo la suma de reivindicaciones particulares. Si la izquierda sigue siendo tan barroca como hasta ahora, la alternancia en el poder, exigencia de toda democracia, se verá comprometida, con el riesgo de marginar a la mitad de la población, que se alejará de nuestras instituciones.
No me corresponde a mí dar consejos a la izquierda; es su problema. Pero los liberales también tienen su propio problema, ya que ellos mismos están siendo marginados por la reivindicación de la identidad. Por tanto, la agenda liberal debe ser revisada para incorporar una dimensión nacional colectiva a su visión altamente individualista de la sociedad. Desde el punto de vista filosófico, esto le es un tanto ajeno. Recuerdo que el ya fallecido Jean François Revel, filósofo liberal, no había ido a un partido de fútbol en su vida y no entendía por qué los espectadores aplaudían con tanto entusiasmo a su selección nacional. Revel era demasiado individualista y racionalista para comprender la parte tribal de nuestra personalidad. Evidentemente, esta reconciliación, que he llamado neotribal, no es imposible, como han demostrado las experiencias de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar. Tampoco podemos descartar que los que reivindican en exceso la identidad cometan un suicidio político. Si, por ejemplo, Donald Trump aplicara realmente su programa de expulsión de inmigrantes supuestamente ilegales mediante el Ejército o pretendiera vengarse de sus presuntos enemigos internos, el trumpismo no sería más que una forma degenerada de fascismo. Por lo tanto, debemos reconocer la universalidad del trumpismo; también debemos desearle éxito, aunque no nos guste.
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