16 oct 2006

Más sobre Anna


La muerte de la periodista Anna Politkóskaya realmente me impacto. Cuando Jorge Fernández me pidió un comentario sobre su muerte lo acepte de inmediato; lo mismo hice un día después con Ricardo Alemán.
He tratado de compilar alguno de artículos después de su muerte para compartirlos en esta bitacora; pongo hoy el del escritor chileno Jorge Edwards.
Por cierto, tomo prestado también, el primer capítulo de su libro La Rusia de Putin.(Ed. Debate), publicado en el semanario Proceso; la revista Emeequis publica un extracto del libro La deshonra rusa, (editorial RBA Libros, 2004)

La peligrosa actualidad/Jorge Edwards

Tomado de EL PAÍS, 16/10/2006
En la vieja Europa, aunque sea en el rincón ibérico y a diferencia de lo que sentimos en el Finisterre chileno, uno tiene la impresión de que las noticias son un bombardeo constante. Cada día tiene su afán y su sorpresa, y a menudo la sorpresa es mala, terrible. Hace alrededor de tres años participé en Berlín en un jurado internacional de periodismo de reportaje. Me había invitado la revista Lettre International, en la que había colaborado un par de veces. Pues bien, leí manuscritos traducidos del chino y de otros idiomas y obras escritas en inglés, en francés, en español. El texto ganador, por el que voté sin la más mínima duda, fue un reportaje de una periodista rusa, Anna Politkovskaya, sobre la guerra de Chechenia. Era una guerra siniestra vista desde adentro, contada con una valentía a toda prueba, en el estilo descarnado, directo, que es propio del género, pero que en la tradición literaria rusa casi no existe. Recuerdo los enfrentamientos verbales de la reportera con oficiales culpables de atrocidades. Al leerlos, tenía la impresión de que esos militares iban a sacar una pistola y a eliminar a esa interlocutora molesta de un par de tiros. Las noticias norteamericanas dicen que la Politkovskaya era a veces algo atolondrada, que actuaba con poca experiencia. Pero tenemos que preguntarnos qué posibilidades había tenido de adquirir una gran experiencia de reportera, en un país donde la libertad de prensa no se conocía ni de vista y donde el género del reportaje libre sólo había empezado a existir en los años de la juventud de ella.^

Creo que alguna vez hablé de una novela de León Tolstói, Hadji Murat, y de su condición de relato anunciador y precursor. Cuando Tolstói hizo su servicio militar en la región de Sebastopol, a mediados del siglo XIX, fue testigo cercano y hasta participante en una guerra separatista de los chechenos muy parecida a la de hoy. En la novela usó una metáfora que todavía recuerdo muy bien: el narrador compara a Chechenia con una especie de cardo llamado “cardo tártaro”. Uno trata de arrancarlo de la tierra, explica, y se hace profundas heridas en las manos, se complica, suda como un condenado, y el cardo resiste. Era un punto de vista ruso, desde luego, pero también era el resultado de una experiencia dolorosa y única. Es probable que la visión de Tolstói quedara marcada para el resto de su vida por aquellos lugares, por personajes de una resistencia nacional tan duros, tan complejos, tan enigmáticos como Hadji Murat, un guerrillero que se había convertido en leyenda.
Ahora ya conocemos el dramático desenlace de la historia de Anna Politkovskaya. Ella regresó a territorio checheno muchas veces, no bajó nunca la guardia en su denuncia de los horrores de aquella guerra, y acaba de ser asesinada en Moscú, a sus 48 años, en la entrada del ascensor de su casa, por un pistolero profesional. Había sido amenazada muchas veces y ya sabemos hacia dónde apuntan todos los indicios. Los asesinatos no explicados, a manos de asesinos a sueldo, forman una serie larga en la Rusia de años recientes. Las víctimas son periodistas, profesionales, hombres de negocios que han entrado en enfrentamientos de diversa naturaleza con la política oficial. En los días que siguieron a este nuevo crimen, Vladímir Putin ni siquiera se dignó referirse al suceso. Ahora, después de una larga conversación con Angela Merkel, ha dicho que el asesinato de Anna Politkovskaya le hace mucho más daño al Gobierno ruso que sus denuncias de la guerra. Ha insistido, además, en un criterio muy característico de la Rusia pos-soviética: la influencia del periodismo, por combativo que sea, en la acción real del gobierno es escasa, perfectamente marginal. En otras palabras, Putin nos quiere hacer creer que el asesinato es la probable obra de sus enemigos políticos y no de sus esbirros secretos. Pero ocurre que la Rusia dominada por mafias, dotada de un Estado de derecho incipiente, tiende a recurrir a métodos que son comparables a los de Lavrenti Beria y de otros jefes de las policías secretas del estalinismo. Y al pensar así, no podemos olvidar que Putin hizo su carrera en los servicios de seguridad.

Si observamos el panorama actual sin prejuicios, sin hacernos ilusiones, las conclusiones son inquietantes. ¿Llegaremos alguna vez a saber algo sobre el asesinato de Politkovskaya, aparte de conocer esas imágenes siniestras de su asesino pocos minutos antes del crimen? Nosotros, en Chile, y creo que es un mérito nuestro, a pesar de todas las críticas, y en especial de las críticas europeas, sabemos mucho y estamos en vías de saber todavía más de los crímenes de Orlando Letelier, del general Prats, de Carmelo Soria, de tantos otros de nuestros torturados y desaparecidos. A menudo, sentimos la tentación de pedir un punto final, pero la realidad contemporánea nos indica que es mejor el conocimiento, el exorcismo de los fantasmas y los demonios practicado por la memoria colectiva, que el silencio y la ignorancia elevados a la condición de sistema. Después del asesinato de Orlando Letelier, para citar un caso concreto, los portavoces de la dictadura sostenían en todos los tonos que el crimen perjudicaba al régimen de Pinochet y sólo beneficiaba a sus enemigos. Es decir, los regímenes autoritarios actúan con los mismos reflejos condicionados en todos los lugares y en diferentes épocas. Además, mienten sobre sus objetivos esenciales: con cada crimen, las dictaduras no sólo persiguen destruir a un enemigo particular, más o menos peligroso, sino además amedrentar, producir un efecto general de miedo colectivo.

El comunismo al estilo del siglo XX se acabó en el mundo, con algunas excepciones marginales, pero no hemos examinado todavía los temas de fondo del poscomunismo. En la Rusia de hoy existen síntomas de un apego incipiente, menor, en alguna medida patético, a las libertades occidentales. Si uno piensa en figuras como Isaac Babel, Osip Mandelstam, Mijaíl Bulgákov, Alexandr Solzhenitsin, en un hombre de ciencias desencantado de su papel y convertido en disidente, como era el caso de Andréi Sájarov, llega a la conclusión perturbadora de que la situación actual es probablemente peor. Los grandes disidentes, sobre todo en los años que siguieron a la muerte de Stalin, tuvieron la posibilidad de formarse como intelectuales críticos y a la vez de utilizar las reglas jurídicas del sistema para defenderse. Boris Pasternak, por ejemplo, no pudo viajar a Estocolmo a recibir su Premio Nobel, pero pudo sobrevivir adentro de su país y ejercer una influencia interna, como poeta, como hombre de ideas, como traductor, sin duda extraordinaria. He visitado alguna vez su dacha de Peredelkino y he tenido esa impresión: la de una fuerza vigilada, encadenada, pero que se dejaba sentir a todo lo largo y lo ancho del territorio. Se podría llegar a una conclusión paradójica: Stalin no había conseguido y hasta cierto punto no había querido destruir la tradición de cultura de su país. Es probable que el enorme esfuerzo de la guerra, además, lo haya empujado a rescatar valores que tenían algún tipo de relación con algo que podríamos llamar el espíritu ruso. Cuando escucho alguna sinfonía de Dmitri Shostakóvich, alguna cantata de Prokófiev, cuando leo algún poema de Pasternak o de Anna Ajmátova, siento que ese estado de ánimo, esa actitud profundamente creadora, podían existir a pesar de Stalin. Y Stalin, dictador intuitivo, astuto, conocedor de su país, se manejaba frente a esas fuerzas con evidente prudencia. La historia del periodo está llena de curiosos episodios de encuentros del Padre de los Pueblos con los grandes personajes del cine, del teatro, de la música, de la poesía. Podía ocurrir que felicitara al cineasta Eisenstein después del estreno de Iván el Terrible y que acto seguido prohibiera la exhibición de la película. La última lectura recomendable para conocer estas situaciones por dentro es el Koba del escritor inglés Martin Amis.

Da la impresión de que en la Rusia de ahora, la de Vladímir Putin, no existe el menor desliz, la menor complejidad, el más mínimo respeto por estas realidades intangibles. La herencia del impresionante pasado cultural ruso, amenazada, sofocada, subsistía incluso en los años más duros del estalinismo. Ahora, en cambio, en una caricatura de democracia, tenemos la impresión de que Rusia se ha convertido en un desierto. Y es necesario agregar algo todavía peor: que todo esto ocurre con una relativa, hipócrita complicidad de Europa y de Occidente.
El ejército de mi país y sus madres/Anna Politkóvskaya*
Tomado de la Revista Proceso No. 1563, 15/10/2006
En Rusia, el ejército es un sistema cerrado escasamente distinto de una cárcel. Nadie ingresa en el ejército ni en la cárcel sin el beneplácito de las autoridades. Y una vez dentro, la vida es la de un esclavo.Todos los ejércitos del mundo intentan mantener en silencio lo que hacen, y quizá sea esa la razón de que hablemos de los generales como si fueran una tribu internacional cuyo perfil de personalidad es el mismo en todo el planeta, independientemente del Estado o presidente al que sirvan.
Sin embargo, en Rusia el ejército –o mejor dicho, la relación de éste con los estamentos civiles– tiene sus particularidades específicas. Las autoridades civiles no tienen ningún control sobre lo que el ejército puede llegar a hacer. Un soldado raso pertenece a la casta más baja dentro de la jerarquía. No es nadie. No es nada. Tras los muros de cemento de los cuarteles, un oficial puede hacer lo que le plazca con un soldado. Igualmente, un oficial superior puede realizar lo que se le antoje con otro de inferior rango.
Seguramente estarán pensando que la situación no puede ser tan mala.
Bueno, no siempre lo es. A veces es mejor, pero sólo porque un individuo especialmente humano ha llamado al orden a sus subordinados. Ese es el único momento en que se atisba algún rayo de esperanza.“Pero, ¿qué hay de los líderes del país?”, se preguntarán. “El presidente es, en función de su cargo, el comandante en jefe y, por lo tanto, personalmente responsable de lo que suceda, ¿no?”
Desgraciadamente, cuando se instalan en el Kremlin, nuestros líderes no hacen el menor intento por refrenar la anarquía del ejército; en lugar de ello suelen conceder aún más poder a los mandos superiores. Si un líder favorece al estamento militar, éste lo apoya, si no, lo socava. Los únicos intentos por humanizar las fuerzas armadas se hicieron bajo el mandato de Yeltsin como parte de un programa destinado a promover las libertades democráticas. No duraron mucho. En Rusia, aferrarse al poder es más importante que salvar vidas de soldados; de modo que, ante las oleadas de indignación provocadas por los estados mayores, Yeltsin acabó ondeando bandera blanca y rindiéndose ante sus generales.
Putin ni siquiera lo ha intentado. Él mismo es oficial de alta graduación. Y ahí se acaba el asunto. Cuando apareció por primera vez en las pantallas de los radares políticos de Rusia como posible jefe del Estado, en lugar de como un impopular director del detestado Servicio Federal de Seguridad (FSB), empezó a hacer declaraciones en el sentido de que el ejército, que había conocido cierto declive con Yeltsin, iba a renacer, y que lo único que necesitaba para ello era una segunda guerra en Chechenia. Todo lo que ha sucedido desde entonces en el norte del Cáucaso encuentra su origen en dicha premisa. Cuando comenzó la segunda guerra de Chechenia, el ejército recibió carta blanca, y así, en las elecciones del año 2000, votó como un solo hombre a favor de Putin. Para el ejército, el conflicto ha resultado enormemente provechoso, una fuente de acelerados ascensos, de más y más condecoraciones y el despegue de numerosas carreras. Los generales en activo sientan las bases de sus futuras trayectorias políticas y son catapultados a la élite política. Para Putin, el renacimiento del ejército es un hecho tras las humillaciones sufridas con Yeltsin y la derrota en la primera guerra chechena.
Hasta qué punto ha ayudado Putin al ejército, es algo que veremos en la serie de relatos que siguen. Cada uno podrá decidir por sí mismo si le gustaría vivir en un país donde sus impuestos sirven para sostener semejante institución. ¿Qué sentiría usted si sus hijos fueran reclutados al cumplir los 18 años como “recursos humanos”? ¿Cuán satisfecho se sentiría usted de un ejército del que los soldados desertan en tropel todas las semanas, a veces pelotones o compañías enteras? ¿Qué pensaría usted de un ejército donde, en un solo año, el 2002, murieron más de 500 hombres –todo un batallón–, no combatiendo, sino a causa de las palizas recibidas; donde los oficiales roban desde los vales de 10 rublos que los soldados envían a sus casas hasta columnas enteras de carros de combate; donde los oficiales se encuentran unidos ante el odio de los padres de los soldados porque con frecuencia, cuando las circunstancias resultan demasiado desgraciadas, las enfurecidas madres protestan por el asesinato de sus hijos y exigen el correspondiente castigo? ?
*De la autora reproducimos aquí, con la autorización de editorial Debate, el primer capítulo de su libro La Rusia de Putin.
Extracto del libro La deshonra rusa, escrito por Anna Politkovskaya y publicado por la editorial española RBA Libros, en 2004

I La zona de residencia
–¿Por qué lo mataste?
–No lo sé.
–¿Por qué le cortaste las orejas?
–No lo sé.
–¿Por qué le arrancaste el cuero cabelludo?
–¡Pero si es un checheno!
–Entendido(Extracto del interrogatorio de un soldado de diecinueve años, miembro de la 22 brigada del Ministerio del Interior ruso, estacionada en Chechenia durante el verano de 2001, practicado por un oficial de instrucción de la fiscalía de Grozni.¿Sus nombres? ¡Que caigan en el olvido!)
Al margen de lo que afirman los médicos, neurólogos y siquiatras sobre nuestras posibilidades infinitas, cada hombre dispone de una resistencia moral limitada, más allá de la cual se abre un abismo personal. Esto no significa necesariamente la muerte. Puede haber situaciones peores, como la pérdida total de la propia humanidad en respuesta a las innumerables atrocidades de la vida. Nadie puede saber de qué será capaz si se ve envuelto en una guerra.
El Grozni de hoy ofrece al ser humano razones para caer en este abismo. Lo que se ha construido aquí es un mundo de irracionalidad militar total, y aunque la guerra terminase mañana, quién sabe lo que ocurriría. La situación podría prolongarse mucho tiempo merced a su propia inercia (...)¿En qué consiste la irracionalidad chechena?Un hombre sensato, habituado desde su infancia a llevar una vida normal, es incapaz de comprender el origen de los acontecimientos que están desgarrando Chechenia. Poco importa que este hombre sea checheno o ruso. Que sea un soldado o un combatiente o un ciudadano ordinario que intenta mantenerse al margen para salvar el pellejo… Al cabo de algún tiempo, ante la imposibilidad de encontrar respuestas razonables, la conciencia de este hombre comienza a pudrirse como un champiñón, su espíritu se encuentra en un callejón sin salida.
Pero esto no es la locura; se trata de un fenómeno diferente. Es como si los pilares que han sostenido tu vida hasta ese momento se desmoronasen: empiezas a tener la impresión de que tú también puedes permitirte un poco más de lo que te has permitido hasta entonces, piensas que la moral es una estupidez inventada por ignorantes, mientras que tú eres portador en lo sucesivo de un conocimiento particular…(...)
A veces paseo entre las ruinas de la capital chechena, hablo con sus habitantes, los miro a los ojos, reflexiono de nuevo sobre sus historias y caigo en la cuenta: mi espíritu se niega a creer, refuta, rechaza lo que dicen. Simplemente para protegerse. Creo y no creo, porque quiero mantenerme intacta. Estoy allí para bien y, al mismo tiempo, es como una película…
(...)
•Por una mísera cerveza
Sultan Jadjiev, un joven médico cojo, jefe del servicio de cirugía del Hospital 9 de Grozni, el único que funciona desde que comenzó la guerra, se apoya pesadamente en un bastón para mover su cuerpo herido y retirar la colcha de una paciente acostada junto a la ventana (...).
Sobre la cama yace un cuerpo de mujer, esa criatura divina ensalzada por los pintores y los poetas de todas las épocas y todos los países. Pero el cuerpo parece estar vacío, como pollo al que se le han extraído todas las vísceras, y vuelto a coser.
La visión es insoportable. Los médicos abrieron a esta mujer desde el cuello hasta el pubis. Las líneas trazadas por el bisturí no son rectas: se ramifican como un árbol genealógico de la realeza. En algunas zonas, los puntos de sutura se han soltado y muestran llagas purulentas.
Junto a la mujer hay una enfermera. Acostumbrada a los enfermos de los hospitales militares, no toma precaución alguna: con ayuda de unas pinzas largas, hunde trozos de gasa en las llagas laceradas, como si se tratase de cavidades insensibles, como si actuase sobre un trozo de madera en lugar de un cuerpo. La enfermera farfulla: “Es necesario. Es gasa con un desinfectante. Te sentará bien”.
La mujer martirizada se llama Aichat. No llora ni siquiera cuando la enfermera le clava las pinzas en el cuerpo. Su estado hace brotar lágrimas en los ojos de quienes la ven. Los ojos de Aichat solamente transmiten indiferencia, hacia sí misma y hacia el mundo.“No siento nada”. Mueve los labios grises en un intento de hablar y detener al mismo tiempo las perlas de sudor que le caen al rostro desde el pelo rojo oscuro. Pero le cuesta mucho. Los movimientos de los labios no se corresponden con las palabras que quisiera pronunciar. Tengo la impresión de estar viendo una película muy rara, doblada por una actriz que no respeta el ritmo del discurso.
–Me dispararon –intenta explicar Aichat con un último esfuerzo, luego de un breve desmayo–.
A quemarropa.
–¡Dios misericordioso!
¿Por qué?
–¡Por una cerveza!

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