- Contra la cultura/ Rafael Segovia.
Tomado de Reforma, 22/12/2006
La base del poder es siempre la cultura, que puede ser tradicional o creada, nueva. En México la Revolución creó una cultura nueva, manifestada por la reorganización de la sociedad y de la política, sobre todo de una idea nueva de la educación capaz -o al menos eso se quiso lograr- de transformar las relaciones sociales. En eso se fracasó, pero la cultura, la nueva cultura apareció y creó una nueva serie de instituciones determinantes del México actual. Una de ellas, decisiva, fue la Universidad Nacional Autónoma. Real y mitificada a la par, es el epítome de la cultura mexicana, para desesperación de la derecha nacional, que jamás ha podido ni apoderarse de ella ni destruirla. Ahora se pretende sitiarla, vencerla por agotamiento y acoso de un enjambre de enanos que el poder pretende igualar con ayuda de una Cámara de representantes populares, o supuestos tales, muchos de ellos producto de esas instituciones comerciales que se pretenden universidades. Baste ver quiénes controlan las palancas de la educación oficial, donde en principio -sólo en principio- estudiaron y cómo comparten con el presidente de la República el rencor contra la Universidad Nacional. La ignorancia de los orígenes de la llamada, con un título seguramente desmesurado, la máxima casa de estudios, su aparición rodeada por los apelativos de real y pontificia, su vida azarosa, supervivencia pese a la antipatía de las clases pretendidamente superiores, todo ha hecho de ella la clave del pensamiento de México y eso es lo que no se perdona. La educación ha sido siempre el problema insuperable de México: nuestra burguesía, a diferencia de las europeas, no la han considerado la médula de la nación ni el componente indispensable de sus vidas.
Incluso en el mundo latinoamericano nuestra situación no es muy reluciente. Fuera de la UNAM, que produce el 70 por ciento de toda la investigación que se hace en el país, el resto semeja un páramo. No es culpa de los otros centros de estudios, sino de unas autoridades que las mantienen en una pobreza inadmisible, donde los sueldos son indignantes y por consiguiente llevan de la mano los mejores hombres de ciencia mexicanos al exilio para satisfacción del concanaco Padilla. Que un diputado mexicano se lance a decir las estupideces que este hombre ha dicho es sencillamente intolerable. Afirmar que la nota mínima para aprobar es cinco se debe a que quienes lo educaron no le enseñaron a contar, o que sólo conoce la aritmética indispensable para cobrar un sueldo que, desde luego, no merece.
Podría hablarle de mis estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, de la calidad de quienes cubrían las cátedras, de su devoción por la enseñanza, de su inverosímil cultura, incluso de su sentido del humor y, por encima de todo, de su generosidad. Como en toda universidad, había profesores mediocres, aunque no en la proporción que se da en la Cámara de Diputados actual, sobre todo en el partido al que pertenece el señor Padilla. Sus idioteces puede guardárselas para discutir en los cónclaves de su formación política o en la comercial, que no se queda atrás.
Ni la Cámara de Diputados ni el Senado han propuesto una ley de educación superior. A sus componentes no les conviene poner coto al desbarajuste de pseudouniversidades que pululan en el país: se abre una universidad como si fuera una miscelánea. Y muchas son eso, misceláneas donde se da a precios extraordinarios un barniz de cultura a Padillas y gente de su calidad para hacer de ellos empleados de comercio o bancarios obedientes, dispuestos a lo que sea con tal de agradar al jefe. Los países avanzados, capitalistas o socialistas, tienen Estados que vigilan con cuidado extremo la validez de los títulos expedidos por sus universidades y la calidad de sus egresados. Los colegios profesionales se encargan del resto. El comerciante Padilla haría bien en darse una vuelta por el mundo para enterarse de lo que es una universidad. También debería entrar en algún museo para ver si con ayuda de algún empleado, aunque no sea más, aprende a distinguir un Rubens de un Picasso, para presumir en sus reuniones profesionales -políticas y comerciales-. Incluso podría presumir en los pasillos de la Cámara.
El PAN llega al gobierno por segunda vez. Es sabido que su cabeza no es la directiva del partido sino que es un grupo desconocido donde no se pueden distinguir nombres y menos aun una corriente de pensamiento clara y definida, a menos de considerar a Manuel Espino el hombre de pensamiento y a los miembros del Yunque los encargados de tomar las decisiones en el terreno de la ideología y, más allá, de la cultura. Los reclutados personalmente por Felipe Calderón, como se ha podido ver después de haber asumido el poder, no cuentan. Se ha dado una sorpresa de la cual nadie ha encontrado una raíz o una explicación. Para hacerlo, hay que remontarse en la historia de las monarquías europeas, fundamentalmente la de los Habsburgos: el Presidente ha nombrado lo que en el siglo XVII se llamó un valido, un hombre que bajo títulos y cargos sin importancia, actuaba por encima de todos los cargos de gobierno, de políticos y militares, de gobernadores y virreyes, de consejos y órdenes militares. Por encima de un favorito, título popular, de hecho despectivo, era el valido, el encargado de las decisiones fundamentales, de las que en principio correspondían al rey. Vigilaba, conducía y sobre todo informaba de la actividad de los miembros del gobierno. De hecho, era todopoderoso, con lo que arriesgaba constantemente la cabeza. El actual se llama Mouriño -no confundir con el entrenador del club de fútbol inglés Chelsea.
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