Andrés Henestrosa; San Francisco, Ixhuatán, 30/11/1906/; DF, 01/10/2008
El embajador zapoteca/Enrique Krauze
Publicado en Reforma, 01/13/200
Ocurrió hace veinte años en San Pedro y San Pablo Ayutla, cabecera municipal de la orgullosa Nación Mixe, enclavada, como en un nido de águilas, en la Sierra de Juárez. Una comisión de jóvenes indígenas, vestidas de huipil blanco con cinturón púrpura e idénticos bordados amarillo y anaranjado en el pecho, nos había obsequiado un cesto de frutas y alfarería, y un arreglo floral.
A mí me habían impuesto un grueso jorongo de lana con rayas grises. Nos encaminamos al templete y el orador nos dio la bienvenida en nombre de su pueblo, "nunca vencido, nunca conquistado". Siguió el discurso del candidato presidencial. Flanqueado en cada brazo por mis risueñas anfitrionas, volteé a ver a Andrés Henestrosa: "Ahora viene lo bueno", me advirtió y de pronto, tras las interminables filas ocupadas exclusivamente por mujeres, se levantó un retablo horizontal de oros viejos, la Banda Filarmónica de los Mixes. Un maestro comenzó a dirigir los acordes de la más estrujante melodía que haya yo escuchado jamás: "Es el Himno de Oaxaca", musitó Andrés. Yo conocía el vals "Dios nunca muere" en la voz de Pedro Infante, pero la melancólica elegancia de esa pieza -interpretada por setecientos instrumentos de aliento- se transfiguraba y ascendía, como sus pasajes sucesivos, a un plano superior. Desde aquellas alturas escarpadas, cinceladas por los dioses, arriba de las nubes, a un paso del cielo, creí tocar un filamento del misticismo oaxaqueño. Volteé a ver a Henestrosa, que asintió con los ojos, paternalmente, comprendiendo mi emoción.
Al final de la ceremonia, me confirmó, con citas de Hernán Cortés, la condición invencible de los Mixes; me explicó el origen de las bandas musicales que ellos mismos patrocinan en sus pueblos y me dio los pormenores de la obra que Macedonio Alcalá había compuesto en un trance de muerte.
A mí me habían impuesto un grueso jorongo de lana con rayas grises. Nos encaminamos al templete y el orador nos dio la bienvenida en nombre de su pueblo, "nunca vencido, nunca conquistado". Siguió el discurso del candidato presidencial. Flanqueado en cada brazo por mis risueñas anfitrionas, volteé a ver a Andrés Henestrosa: "Ahora viene lo bueno", me advirtió y de pronto, tras las interminables filas ocupadas exclusivamente por mujeres, se levantó un retablo horizontal de oros viejos, la Banda Filarmónica de los Mixes. Un maestro comenzó a dirigir los acordes de la más estrujante melodía que haya yo escuchado jamás: "Es el Himno de Oaxaca", musitó Andrés. Yo conocía el vals "Dios nunca muere" en la voz de Pedro Infante, pero la melancólica elegancia de esa pieza -interpretada por setecientos instrumentos de aliento- se transfiguraba y ascendía, como sus pasajes sucesivos, a un plano superior. Desde aquellas alturas escarpadas, cinceladas por los dioses, arriba de las nubes, a un paso del cielo, creí tocar un filamento del misticismo oaxaqueño. Volteé a ver a Henestrosa, que asintió con los ojos, paternalmente, comprendiendo mi emoción.
Al final de la ceremonia, me confirmó, con citas de Hernán Cortés, la condición invencible de los Mixes; me explicó el origen de las bandas musicales que ellos mismos patrocinan en sus pueblos y me dio los pormenores de la obra que Macedonio Alcalá había compuesto en un trance de muerte.
No era la primera vez que Andrés Henestrosa me regalaba un gajo de la riquísima cultura oaxaqueña. Ahora que ha muerto, he hecho cuentas de lo mucho que le debo, de lo mucho que le debemos. Cuando lo conocí, ya tarde, a principio de los ochenta, me contó el entusiasmo de su encuentro -acabado de llegar de su natal Ixhuatán- con su paisano el ministro José Vasconcelos; recordó su amistad con la valerosa Antonieta Rivas Mercado; recreó la campaña de 1929 y su resolución de seguir al líder hasta Guaymas, donde esperó inútilmente a que Vasconcelos se levantara en armas; evocó sus caminatas con el caudillo cultural, exilado en Nueva York. Tiempo después, y gracias al consejo de Henestrosa, viajé hasta su mera tierra, al Istmo de Tehuantepec, a explorar el misterio de Juana Catarina Romero, "Juana Cata", la portentosa tehuana que con toda probabilidad fue un gran amor de Porfirio Díaz. "El zapoteco -me instruyó- tiene muchos significados para la palabra poder". Con él aprendí que tras el habla de Díaz aparecía siempre la raíz mixteca. En otra ocasión discurrió sobre el estilo literario de Juárez: sus lecturas latinas, su gusto por las sentencias (le encantaba Salustio), su consciente afán de ser claro. En Los caminos de Juárez, Henestrosa notó que en la lengua zapoteca "palabra y verdad son la misma palabra" y llamó a Juárez "pastor de las palabras": no dejaba que "ninguna se saliera del carril y de las reglas". Estaba hablando de sí mismo, de su sabia contención. Según Henestrosa, la frase atribuida a Melchor Ocampo "Me quiebro pero no me doblo" era de Juárez: "Antes quebrar que doblar".
Henestrosa era el embajador de la cultura zapoteca en el México moderno. Lo fue, ante todo, en la vida cotidiana: "a poco que se le invite una comida -escribe Novo- se suelta cantando una letra rara... se ha casado en ceremonia juchiteca con una muchacha que se llama Alfa. Y vive una vida un poco ritualmente juchiteca, muy pintoresca, muy simpática". Cada año organizaba la fiesta típica de "las Velas". Según José Luis Martínez, era "buen bebedor de mezcal, bailador y cantador, ingenioso y dicharachero, permanentemente rodeado o seguido de rústicos paisanos". Pero más que social, la representación de su cultura natal fue literaria.
Su primer libro, Los hombres que dispersó la danza (1929), recreaba las leyendas zapotecas. En el "Retrato de mi madre", publicado en el primer número de Taller (diciembre de 1938), el idioma zapoteca se insinuaba quizá mediante la sutil traslación del verbo al final de la frase, como por ejemplo: "Algunas tardes, en romería, íbamos al mar que a un kilómetro de la casa corre". Octavio Paz -director de la revista- admiró siempre la modulación y dignidad de aquel relato: "Un lenguaje nítido, nunca excesivo, a un tiempo reservado y tierno, sobrio y luminoso. Una prosa de andadura ligera, que nunca se precipita y nunca se retrasa: una prosa que llega a tiempo siempre. La historia, simple y contada con palabras transparentes, provoca en el lector una emoción en la que se alía lo más antiguo a lo más fresco, como oír un cuento de otra edad del mundo. Pocas veces la prosa moderna de nuestra lengua ha logrado tal fluidez de agua corriente" (Octavio Paz: Sombras de obras).
El ideal vasconceliano de propagar la cultura marcó la vida de Henestrosa, como prueban las revistas que redactó y dirigió: El libro y el pueblo y Las letras patrias. Su bibliofilia tuvo la misma inspiración. Por fortuna, la excelente biblioteca donde tantos aprendices de escritores lo importunamos en su casa de Las Águilas no emigró del país sino que regresó a su país de origen: a Oaxaca.Quizá el mejor retrato de Henestrosa lo escribió, precisamente, José Luis Martínez, en una carta dirigida a su amigo con ocasión de sus 25 años como escritor: "Tú, Andrés Henestrosa, eres uno de nuestros monumentos nacionales con más estilo mexicano y por ello de los más queridos. Unos nos dan los relieves modernos (...) tú, juntando algo de los dones de cada uno de los compañeros del panteón mexicano, y añadiendo tu propio sabor, has compuesto -con qué perfecta colaboración de Alfa-, para esta vida y la otra, una hermosa estatua, bronce indio, y has cumplido ya un cuarto de siglo en tu pelea por mantenerte irreductiblemente tú mismo, fiel a tu propio estilo, indio de Juchitán, hombre del pueblo, hombre de letras, hombre de México. Tan sabio de lo nuestro y de lo ajeno, y tan desorganizado; escritor de tan brioso y tenso estilo en tan pocas páginas, que las mejores las has dejado conversadas; aristócrata de lo popular, diputado permanente por tu pueblo, demagogo universal de Juchitán, barril sin fondo de chistes, de dichos y de tragos, agonizante cantador de Lloronas, patronas y Sandungas; en las encrucijadas, tú nos has recordado una sencilla lección, la fidelidad a lo mexicano. Cuando tu mito, Andrés Henestrosa, corra su propia vida, nuestros nietos nos envidiarán haber disfrutado de tu amistad" (José Luis Martínez: El trato con escritores).
Lo encontré por casualidad hace un par de años, ante un elevador del Hotel "El Diplomático". Tenía 99 años. Era ya casi inaudible su voz rasposa y la tez se le había vuelto más rosada, pero se veía sonriente y jovial. El bastón (más de mando que de apoyo) apuntalaba esa postura erecta, típica en él. "Andrés, déme su receta para la longevidad", le dije. "Muy fácil, al despertar hago planes muy puntuales y ordenados de todo lo que debo hacer en el día. Luego hago todo lo contrario". Fue una persona entrañable.
Foto de El Universal
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