Columna Retrovisor/Ivonne Melgar
Así era Miguel Monterrubio
Corríamos a contracorriente del lodazal de la inundada Villahermosa. En medio del caos de la gira presidencial con carácter de emergencia, abordamos los aviones de la Marina para el primer vuelo de reconocimiento de un desbordado río Grijalva que no cedía.
Una decena de elementos del Estado Mayor Presidencial se acomodó a sus anchas, mientras los reporteros buscábamos algún hueco para aguantar la hora que duraría el trayecto.
Fue entonces que, rompiendo la regla no escrita de que la seguridad del mandatario justifica las acciones de los militares que lo cuidan, el coordinador de Información de Los Pinos planteó la disyuntiva: “Si la prensa no puede hacer bien su trabajo, nosotros tampoco”. Algunos escoltas rectificaron y dejaron libres los lugares que estaban originalmente dispuestos para los reporteros. Pero como aún hacía falta espacio, el funcionario de Comunicación Social de la Presidencia optó por bajarse. “Ustedes son los que necesitan ver”, justificó aliviado, una vez que todos nos sentamos.
Así era Miguel Monterrubio, entregado a su labor, comprometido con sus interlocutores, consciente de la importancia que para el periodista tiene el momento y la circunstancia.
Egresado de Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana, era un auténtico diplomático. Había vivido en Roma, Londres y Washington, como agregado de prensa, en su calidad de integrante del Servicio Civil de Carrera de la Cancillería. Pero arrastraba el lápiz y se mojaba los zapatos con la misma pasión que consumía literatura y todo aquello que le cultivara el gusto por entender al mundo.
A diferencia de los presumiblemente modernos “operadores de medios de comunicación”, no le molestaba ni le parecía cosa menor tratar con los reporteros del día a día. Por el contrario, disfrutaba de la construcción de ese “clic” ahora cada vez más escaso entre informadores y sus fuentes.
Y lo hacía sin faltar a ese sello de hombre institucional que este jueves destacó el presidente Calderón en el homenaje en Campo Marte.
Cumplía a cabalidad con la discreción de su cargo y con las instrucciones de guardar silencio que han caracterizado a la administración calderonista. Pero siempre con una amabilidad que nunca terminé de agradecerle.
Miguel Monterrubio siempre buscaba aportar información, romper el terreno árido del “no hay nada”. Había tratado con los colegas estadunidenses, italianos e ingleses y conocía el valor de no dejar huecos.
Pero, sobre todo, como el buen político que era, ejercía el diálogo y el trato personal con una maestría propia de quien tiene asimilado el hecho de que vivimos en democracia, en una sociedad plural y crítica.
Por lo tanto se daba a la tarea cotidiana —aunque lo hacía porque era un gran lector— de conocer al reportero a través de sus textos.
Y platicaba al respecto. Detestaba los desmentidos. Prefería la conversación, el intercambio, la precisión. Nunca un amago. Podía comentar entonces: “Me gustó el detalle que señalaste de la gira”. O plantear directamente: “No estoy de acuerdo”.
Monterrubio jamás ponía en buzón su celular. Lo contestaba incluso si estaba en junta y devolvía las llamadas. Porque era un ejecutor sin par de la cortesía, sí, pero particularmente porque supo de la importancia de ese diálogo eternamente difícil, tenso, de estire y afloje entre la prensa y el poder; porque probó que se trata de un diálogo inevitable y de un intercambio posible de confianza, que no complicidad ni sujeción.
Por todo eso, ante esta dolorosa pérdida, quienes disfrutamos de su exquisita interlocución en la fuente de Los Pinos, decimos ahora que nos ha tocado llorarlo por segunda vez. La primera ocurrió en enero, con su designación como vocero de Juan Camilo Mouriño, en Gobernación.
Era lógico. En Presidencia resolvieron que su talento y capacidad serían activos a favor del nuevo secretario. Aunque Miguel no participó en la campaña electoral, Maximiliano Cortázar lo invitó a conducir el área de prensa internacional de Los Pinos en el arranque del sexenio. Había registrado su eficiencia en la Cumbre de Monterrey en la gestión foxista, periodo en el que se desempeñó como asesor de la Subsecretaría de América del Norte en la cancillería.
Muy pronto, Monterrubio no sólo logró ser parte del primer círculo de los hombres del vocero presidencial, sino que incluso recibió la encomienda de coordinar varias de sus áreas.
En su momento, como agregado de prensa, igualmente se ganó la confianza de los embajadores Santiago Oñate, Juan José Bremer y Carlos de Icaza.
Y si bien la coyuntura que le tocó sortear en la Segob fue ingrata en su calidad de responsable de la comunicación social, porque su titular había sido severamente golpeado por el expediente del presunto conflicto de intereses y la fallida defensa que Mouriño hizo en un inicio, Monterrubio se mantuvo con la emoción y el entusiasmo de quien se realiza en el servicio: iba a la sala de prensa de escritorio en escritorio, actualizándose con los reporteros.
Cuentan los colegas que se ruborizó hace un par de semanas, cuando en la dependencia le cambiaron el auto por uno de alto funcionario federal. Y ellos gritaron a coro algo sobre la novedad. Me lo imagino perfecto porque era enemigo de la presunción.
Y ahora que vamos a extrañarlo siempre, voy a quedarme con el Miguel que adoraba a su familia, que resplandecía al hablar de Maru y sus hijos. Voy a quedarme con el amigo que en Nueva Delhi fue capaz de cambiar el itinerario oficial para cumplir con la petición de “la fuente” de ir al mausoleo de Gandhi y recorrer la ruta hecha por el presidente Calderón.
Descalzos, fuimos hasta el muro con los siete pecados sociales acuñados por el libertador indio. Monterrubio los tradujo con la alegría de quien le encuentra sentido y gozo a las palabras.
Voy a recordarlo con su mirada de asombro en la contrastante Bombay, desde la ventana del camión, pasando de la indigencia a la riqueza desmedida.
Y con la sonrisa plena, días después, en septiembre de ese 2007, mientras escuchábamos al Presidente en el ya famoso discurso a Los 300 Líderes.
Calderón citó los pecados planteados por Gandhi: política sin principios, economía sin moral, bienestar sin trabajo, educación sin carácter, ciencia sin humanidad, goce sin conciencia y culto sin sacrificio, para hacer aquel llamado de que no sólo había que parecer, sino también ser líder.
Miguel susurró: “Ese es el Presidente con el que me gusta trabajar”. Eufórico, celebrando el deber cumplido, recordó aquella jornada en la India. Así era Monterrubio: aguja en un pajar.
Corríamos a contracorriente del lodazal de la inundada Villahermosa. En medio del caos de la gira presidencial con carácter de emergencia, abordamos los aviones de la Marina para el primer vuelo de reconocimiento de un desbordado río Grijalva que no cedía.
Una decena de elementos del Estado Mayor Presidencial se acomodó a sus anchas, mientras los reporteros buscábamos algún hueco para aguantar la hora que duraría el trayecto.
Fue entonces que, rompiendo la regla no escrita de que la seguridad del mandatario justifica las acciones de los militares que lo cuidan, el coordinador de Información de Los Pinos planteó la disyuntiva: “Si la prensa no puede hacer bien su trabajo, nosotros tampoco”. Algunos escoltas rectificaron y dejaron libres los lugares que estaban originalmente dispuestos para los reporteros. Pero como aún hacía falta espacio, el funcionario de Comunicación Social de la Presidencia optó por bajarse. “Ustedes son los que necesitan ver”, justificó aliviado, una vez que todos nos sentamos.
Así era Miguel Monterrubio, entregado a su labor, comprometido con sus interlocutores, consciente de la importancia que para el periodista tiene el momento y la circunstancia.
Egresado de Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana, era un auténtico diplomático. Había vivido en Roma, Londres y Washington, como agregado de prensa, en su calidad de integrante del Servicio Civil de Carrera de la Cancillería. Pero arrastraba el lápiz y se mojaba los zapatos con la misma pasión que consumía literatura y todo aquello que le cultivara el gusto por entender al mundo.
A diferencia de los presumiblemente modernos “operadores de medios de comunicación”, no le molestaba ni le parecía cosa menor tratar con los reporteros del día a día. Por el contrario, disfrutaba de la construcción de ese “clic” ahora cada vez más escaso entre informadores y sus fuentes.
Y lo hacía sin faltar a ese sello de hombre institucional que este jueves destacó el presidente Calderón en el homenaje en Campo Marte.
Cumplía a cabalidad con la discreción de su cargo y con las instrucciones de guardar silencio que han caracterizado a la administración calderonista. Pero siempre con una amabilidad que nunca terminé de agradecerle.
Miguel Monterrubio siempre buscaba aportar información, romper el terreno árido del “no hay nada”. Había tratado con los colegas estadunidenses, italianos e ingleses y conocía el valor de no dejar huecos.
Pero, sobre todo, como el buen político que era, ejercía el diálogo y el trato personal con una maestría propia de quien tiene asimilado el hecho de que vivimos en democracia, en una sociedad plural y crítica.
Por lo tanto se daba a la tarea cotidiana —aunque lo hacía porque era un gran lector— de conocer al reportero a través de sus textos.
Y platicaba al respecto. Detestaba los desmentidos. Prefería la conversación, el intercambio, la precisión. Nunca un amago. Podía comentar entonces: “Me gustó el detalle que señalaste de la gira”. O plantear directamente: “No estoy de acuerdo”.
Monterrubio jamás ponía en buzón su celular. Lo contestaba incluso si estaba en junta y devolvía las llamadas. Porque era un ejecutor sin par de la cortesía, sí, pero particularmente porque supo de la importancia de ese diálogo eternamente difícil, tenso, de estire y afloje entre la prensa y el poder; porque probó que se trata de un diálogo inevitable y de un intercambio posible de confianza, que no complicidad ni sujeción.
Por todo eso, ante esta dolorosa pérdida, quienes disfrutamos de su exquisita interlocución en la fuente de Los Pinos, decimos ahora que nos ha tocado llorarlo por segunda vez. La primera ocurrió en enero, con su designación como vocero de Juan Camilo Mouriño, en Gobernación.
Era lógico. En Presidencia resolvieron que su talento y capacidad serían activos a favor del nuevo secretario. Aunque Miguel no participó en la campaña electoral, Maximiliano Cortázar lo invitó a conducir el área de prensa internacional de Los Pinos en el arranque del sexenio. Había registrado su eficiencia en la Cumbre de Monterrey en la gestión foxista, periodo en el que se desempeñó como asesor de la Subsecretaría de América del Norte en la cancillería.
Muy pronto, Monterrubio no sólo logró ser parte del primer círculo de los hombres del vocero presidencial, sino que incluso recibió la encomienda de coordinar varias de sus áreas.
En su momento, como agregado de prensa, igualmente se ganó la confianza de los embajadores Santiago Oñate, Juan José Bremer y Carlos de Icaza.
Y si bien la coyuntura que le tocó sortear en la Segob fue ingrata en su calidad de responsable de la comunicación social, porque su titular había sido severamente golpeado por el expediente del presunto conflicto de intereses y la fallida defensa que Mouriño hizo en un inicio, Monterrubio se mantuvo con la emoción y el entusiasmo de quien se realiza en el servicio: iba a la sala de prensa de escritorio en escritorio, actualizándose con los reporteros.
Cuentan los colegas que se ruborizó hace un par de semanas, cuando en la dependencia le cambiaron el auto por uno de alto funcionario federal. Y ellos gritaron a coro algo sobre la novedad. Me lo imagino perfecto porque era enemigo de la presunción.
Y ahora que vamos a extrañarlo siempre, voy a quedarme con el Miguel que adoraba a su familia, que resplandecía al hablar de Maru y sus hijos. Voy a quedarme con el amigo que en Nueva Delhi fue capaz de cambiar el itinerario oficial para cumplir con la petición de “la fuente” de ir al mausoleo de Gandhi y recorrer la ruta hecha por el presidente Calderón.
Descalzos, fuimos hasta el muro con los siete pecados sociales acuñados por el libertador indio. Monterrubio los tradujo con la alegría de quien le encuentra sentido y gozo a las palabras.
Voy a recordarlo con su mirada de asombro en la contrastante Bombay, desde la ventana del camión, pasando de la indigencia a la riqueza desmedida.
Y con la sonrisa plena, días después, en septiembre de ese 2007, mientras escuchábamos al Presidente en el ya famoso discurso a Los 300 Líderes.
Calderón citó los pecados planteados por Gandhi: política sin principios, economía sin moral, bienestar sin trabajo, educación sin carácter, ciencia sin humanidad, goce sin conciencia y culto sin sacrificio, para hacer aquel llamado de que no sólo había que parecer, sino también ser líder.
Miguel susurró: “Ese es el Presidente con el que me gusta trabajar”. Eufórico, celebrando el deber cumplido, recordó aquella jornada en la India. Así era Monterrubio: aguja en un pajar.
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