Los colores de Obama/Cristovam Buarque, senador de la República de Brasil.
Publicado en El País, 22/01/2009;
Traducción de Carlos Gumpert
Barack Obama ya ha entrado en la historia como el primer presidente negro de Estados Unidos. Sin embargo, ni Estados Unidos ni el propio Obama han tenido aún la oportunidad de demostrar al mundo que nos hallamos ante el primer presidente norteamericano del siglo XXI.
Para ello, para ser el primer presidente del siglo XXI, Obama tendría que realizar una serie de profundos cambios en la política y en el comportamiento de Estados Unidos.
El primer punto de inflexión consistiría en situar la preocupación por el medio ambiente en el centro del debate y de las decisiones en lo que atañe a la economía, la sociedad, la ocupación de la Tierra por los norteamericanos y demás ciudadanos del mundo. Sería preciso empezar por firmar el Protocolo de Kioto, rechazado hasta hoy por Estados Unidos. Pero sin quedarse ahí. Debe asimismo proponer, inspirar, formular y aprobar dentro de Estados Unidos y en los foros internacionales medidas que contribuyan a acabar con la clara tendencia suicida de nuestro proyecto de civilización. La economía ha de ser reorientada hacia un compromiso con el equilibrio ecológico. Para ser considerado el primer presidente norteamericano del siglo XXI, es de esperar que Obama, además de un presidente negro, sea también un presidente verde.
La preocupación social por la pobreza es un segundo punto de inflexión imprescindible para hacer de Obama un presidente del siglo XXI. La actual marcha de la economía, carente de compromiso social alguno, ha de ser reorientada hacia una economía comprometida con la reducción de la pobreza. El presidente del siglo XXI, además de negro y verde, deberá ser rojo también. No en el sentido de subvertir el orden económico y romper las bases de la economía, sino en el de crear los mecanismos necesarios para afrontar el cuadro de desigualdades en los distintos países y en el mundo en general.
El abandono de la postura de arrogancia imperialista que ha caracterizado a Estados Unidos desde finales del siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX también habrá de ser activado. Especialmente a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos pasó a verse como el portador del destino de la humanidad e intentó apropiarse al máximo de los mercados y recursos de los demás países, influyendo para hacer de cada uno de ellos una parte de la economía norteamericana. Además de provocar antagonismos, injusticias y falta de respeto hacia las soberanías de muchos pueblos, Estados Unidos terminó por crear y apoyar sistemas autoritarios. Incluso en países democráticos generó desigualdades aún más formidables que las que había anteriormente.Sobre todo, se impidió a estos países, en especial en Latinoamérica, la búsqueda autónoma de sus propios rumbos, conforme a sus recursos y a su voluntad política. En tal sentido, el presidente del siglo XXI además de negro debe tener también el color blanco de la paz. Como muestra, tendría que acabar con medio siglo de bloqueo y sabotaje en relación a ciertos países, de los que Cuba es ejemplo y símbolo.
El final de la arrogancia ha de conducir a una postura de tolerancia con la diversidad cultural. El Estados Unidos del siglo XX intentó imponer la concepción y el estilo del american way of life a todo el mundo. Y gran parte del mundo lo aceptó, por ver en este patrón un estadio superior de desarrollo. Hoy, aparte del choque entre este patrón y los límites ecológicos, se da una resistencia cultural que Estados Unidos ha de entender y tolerar.
El nuevo presidente norteamericano ha de respetar plenamente la diversidad religiosa, cultural y sobre todo de experiencias, como la de los nuevos modelos económicos, siempre que se sitúen dentro de los valores humanistas definidos por instancias internacionales como Naciones Unidas. Por esta razón, el primer presidente del siglo XXI tendrá que abrirse al diálogo con todos los que deseen participar en el concierto humano, siempre que todos ellos renuncien a la violencia y al terrorismo, que muchas veces nace como resultado del antagonismo ante las imposiciones norteamericanas. El presidente negro de EE UU, para ser el primero del siglo XXI, deberá aceptar los variados colores que se dan en la sociedad planetaria de los seres humanos.
Debe someterse, asimismo, a los valores morales internacionales. La democracia limitada a cada país, que elige a sus presidentes cada cuatro años, no va a permitir resolver los problemas globales y planetarios, de solución a largo plazo, que afectan a la humanidad. Valores como los límites ecológicos del crecimiento y como los límites éticos en el uso de la ciencia y de la tecnología, así como los patrones de un comportamiento humanista de respeto a los derechos humanos, deberían ser cada vez más cuestiones globales, internacionales, de toda la humanidad. El primer presidente del siglo XXI tendrá que aceptar para su Gobierno y para sus ciudadanos el acatamiento a las cortes internacionales de justicia.
Por último, el primer presidente del siglo XXI ha de ser un inductor de la distribución por todo el mundo de la educación, del conocimiento científico y tecnológico, de la cultura. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos jugó un papel fundamental en la distribución del capital económico entre los países del mundo. El siglo XXI va a exigir la distribución de su nuevo capital: el conocimiento. Este capital de conocimiento será capaz de truncar la desigualdad que acarreó el desarrollo económico basado en el capital financiero y las máquinas, de liberar las energías reprimidas en millones de cerebros humanos a causa de la carencia de educación. El presidente del siglo XXI deberá ser el defensor de una visión del capital del conocimiento como base del futuro de cada nación y del mundo global y el promotor de una revolución intelectual en el mundo entero a través de la educación.
Otro punto de inflexión ha de ser el abandono de la economía de consumo material para unos pocos en beneficio de una sociedad del desarrollo del conocimiento para todos. Un desarrollo que respete la diversidad de modelos y estilos de vida; que defina límites sociales inferiores a los que nadie se vea condenado y límites ecológicos superiores que nadie tenga derecho a superar; que acepte, sin constricciones éticas, las desigualdades de renta, pero que ofrezca a todos la oportunidad de participar en ese desarrollo conforme el talento y esfuerzo de cada cual. En mitad de estos límites, una desigualdad legítima y ética derivada del talento, en un mundo en el que todos tengan los mismos derechos y oportunidades, como los que han permitido a un joven de color transformarse en el primer presidente negro de Estados Unidos, originando expectativas de que pueda llegar a ser el primer presidente del siglo XXI.
Para ello, para ser el primer presidente del siglo XXI, Obama tendría que realizar una serie de profundos cambios en la política y en el comportamiento de Estados Unidos.
El primer punto de inflexión consistiría en situar la preocupación por el medio ambiente en el centro del debate y de las decisiones en lo que atañe a la economía, la sociedad, la ocupación de la Tierra por los norteamericanos y demás ciudadanos del mundo. Sería preciso empezar por firmar el Protocolo de Kioto, rechazado hasta hoy por Estados Unidos. Pero sin quedarse ahí. Debe asimismo proponer, inspirar, formular y aprobar dentro de Estados Unidos y en los foros internacionales medidas que contribuyan a acabar con la clara tendencia suicida de nuestro proyecto de civilización. La economía ha de ser reorientada hacia un compromiso con el equilibrio ecológico. Para ser considerado el primer presidente norteamericano del siglo XXI, es de esperar que Obama, además de un presidente negro, sea también un presidente verde.
La preocupación social por la pobreza es un segundo punto de inflexión imprescindible para hacer de Obama un presidente del siglo XXI. La actual marcha de la economía, carente de compromiso social alguno, ha de ser reorientada hacia una economía comprometida con la reducción de la pobreza. El presidente del siglo XXI, además de negro y verde, deberá ser rojo también. No en el sentido de subvertir el orden económico y romper las bases de la economía, sino en el de crear los mecanismos necesarios para afrontar el cuadro de desigualdades en los distintos países y en el mundo en general.
El abandono de la postura de arrogancia imperialista que ha caracterizado a Estados Unidos desde finales del siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX también habrá de ser activado. Especialmente a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos pasó a verse como el portador del destino de la humanidad e intentó apropiarse al máximo de los mercados y recursos de los demás países, influyendo para hacer de cada uno de ellos una parte de la economía norteamericana. Además de provocar antagonismos, injusticias y falta de respeto hacia las soberanías de muchos pueblos, Estados Unidos terminó por crear y apoyar sistemas autoritarios. Incluso en países democráticos generó desigualdades aún más formidables que las que había anteriormente.Sobre todo, se impidió a estos países, en especial en Latinoamérica, la búsqueda autónoma de sus propios rumbos, conforme a sus recursos y a su voluntad política. En tal sentido, el presidente del siglo XXI además de negro debe tener también el color blanco de la paz. Como muestra, tendría que acabar con medio siglo de bloqueo y sabotaje en relación a ciertos países, de los que Cuba es ejemplo y símbolo.
El final de la arrogancia ha de conducir a una postura de tolerancia con la diversidad cultural. El Estados Unidos del siglo XX intentó imponer la concepción y el estilo del american way of life a todo el mundo. Y gran parte del mundo lo aceptó, por ver en este patrón un estadio superior de desarrollo. Hoy, aparte del choque entre este patrón y los límites ecológicos, se da una resistencia cultural que Estados Unidos ha de entender y tolerar.
El nuevo presidente norteamericano ha de respetar plenamente la diversidad religiosa, cultural y sobre todo de experiencias, como la de los nuevos modelos económicos, siempre que se sitúen dentro de los valores humanistas definidos por instancias internacionales como Naciones Unidas. Por esta razón, el primer presidente del siglo XXI tendrá que abrirse al diálogo con todos los que deseen participar en el concierto humano, siempre que todos ellos renuncien a la violencia y al terrorismo, que muchas veces nace como resultado del antagonismo ante las imposiciones norteamericanas. El presidente negro de EE UU, para ser el primero del siglo XXI, deberá aceptar los variados colores que se dan en la sociedad planetaria de los seres humanos.
Debe someterse, asimismo, a los valores morales internacionales. La democracia limitada a cada país, que elige a sus presidentes cada cuatro años, no va a permitir resolver los problemas globales y planetarios, de solución a largo plazo, que afectan a la humanidad. Valores como los límites ecológicos del crecimiento y como los límites éticos en el uso de la ciencia y de la tecnología, así como los patrones de un comportamiento humanista de respeto a los derechos humanos, deberían ser cada vez más cuestiones globales, internacionales, de toda la humanidad. El primer presidente del siglo XXI tendrá que aceptar para su Gobierno y para sus ciudadanos el acatamiento a las cortes internacionales de justicia.
Por último, el primer presidente del siglo XXI ha de ser un inductor de la distribución por todo el mundo de la educación, del conocimiento científico y tecnológico, de la cultura. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos jugó un papel fundamental en la distribución del capital económico entre los países del mundo. El siglo XXI va a exigir la distribución de su nuevo capital: el conocimiento. Este capital de conocimiento será capaz de truncar la desigualdad que acarreó el desarrollo económico basado en el capital financiero y las máquinas, de liberar las energías reprimidas en millones de cerebros humanos a causa de la carencia de educación. El presidente del siglo XXI deberá ser el defensor de una visión del capital del conocimiento como base del futuro de cada nación y del mundo global y el promotor de una revolución intelectual en el mundo entero a través de la educación.
Otro punto de inflexión ha de ser el abandono de la economía de consumo material para unos pocos en beneficio de una sociedad del desarrollo del conocimiento para todos. Un desarrollo que respete la diversidad de modelos y estilos de vida; que defina límites sociales inferiores a los que nadie se vea condenado y límites ecológicos superiores que nadie tenga derecho a superar; que acepte, sin constricciones éticas, las desigualdades de renta, pero que ofrezca a todos la oportunidad de participar en ese desarrollo conforme el talento y esfuerzo de cada cual. En mitad de estos límites, una desigualdad legítima y ética derivada del talento, en un mundo en el que todos tengan los mismos derechos y oportunidades, como los que han permitido a un joven de color transformarse en el primer presidente negro de Estados Unidos, originando expectativas de que pueda llegar a ser el primer presidente del siglo XXI.
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