Gaza, una lección ética colateral/ Pedro Larrea
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 15/02/09):
Y tras la suspensión de la batalla, el macabro recuento de vidas aniquiladas, la mayoría civiles. Daños colaterales, decimos en el mundo civilizado. Centenares de niños muertos y malheridos, niños colaterales… directa y expresamente masacrados. Pero también es la hora para otra clase de balances. A pocos kilómetros del escenario de la implacable operación ‘Plomo fundido’, en el monte Sinaí, el Dios de los judíos ordenaba solemnemente: ‘No matarás’. Quizás fue un lapsus del mensajero o un vulgar malentendido, ya que los dioses ni mienten ni bromean. Y es que el propio Yahvé, que venía de exterminar a todos los primogénitos de Egipto, siguió colaborando activamente en las innumerables matanzas que llevaron al pueblo elegido a la conquista de la tierra prometida. Así es que el precepto divino apenas merece algún crédito a la actual población judío-israelí, que bascula entre la laicidad y la fe en el Dios de los ejércitos.
Tres milenios más tarde, en el llamado Siglo de las Luces, pensadores como Hume y Kant trataron de buscar para una regla individual y socialmente tan primordial como el ‘no matar’ una sustentación más fiable que la ofrecida por las religiones. El filósofo escocés creyó encontrar tal fundamento en la emoción, el sentimiento, la empatía; en la compasión que cada persona, consciente de la común fragilidad humana, experimenta ante la desgracia del otro o la alegría que siente ante su felicidad. Pero, como David Grossman y otros judíos lamentan, a sus compatriotas, víctimas de un miedo atroz, no les queda ya ni una pizca de compasión.
Frente a la ética ‘compasiva’ de Hume, el profesor de Königsberg elaboró una ética basada en la razón autónoma de los humanos. Se trataba de que los mandatos éticos fuesen proposiciones lógicas formalmente irrebatibles, verdades a priori de la razón práctica, empezando por su conocido imperativo categórico: «Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda servir como principio de una ley general». Que también podríamos enunciar, en vista de que el ser humano es un fin en sí, el fin de todo lo creado: «Obra de tal manera que trates a la Humanidad, a ti mismo y a los demás nunca y sólo como medio, sino siempre y al mismo tiempo como fin». O adaptándonos al lenguaje belicista de nuestros días: «Obra de modo que no asesines colateralmente». En fin, un enunciado ético estúpido para la guerra, porque, como sesudamente apuntaba el mando israelí: «Enviamos a nuestros soldados a matar y no a un simposio sobre daños colaterales». Una teoría moral tan abstracta y prusiana como la de Kant -pudo añadir- no ha de tomarse en su estricta y fría literalidad, sino que todo imperativo requiere ser modulado, condicionado; en una guerra es lícito y útil matar, y sería una necedad militar, política, incluso moral, dejar de matar.
Pocos asuntos le son más incómodos al pensamiento político moderno nacido con la Ilustración que éste de la guerra; y no sólo porque el currículum belicista de Occidente es abominable, sino porque en el plano teórico lo ‘extranjero’ en cuanto categoría ha sido siempre una de las piezas mal encajadas en la promesa felicitaria ofrecida al ciudadano libre, igual y fraterno, esto es, al ‘nacional’. De ahí que la teoría de la guerra justa, o éticamente no reprobable, apenas ha hecho otra cosa que repetir ideas ya recogidas en el discurso de Aquino y Vitoria. La misma tesis kantiana de que la activi dad política ha de estar sometida a la ley moral, en contra de la autonomía pretendida por Maquiavelo, es una vieja concepción escolástica.
Qué acción injusta merece una represión violenta, qué fin correcto ha de perseguirse y qué medios adecuados emplearse (en otros términos, la justeza de la causa, la rectitud del fin y la proporcionalidad de los medios), son los tres puntos de examen que, estrechamente interrelacionados entre sí, constituyen el esqueleto lógico de la prueba de eticidad que ha de soportar toda operación militar. La intervención israelí en Gaza proporciona un ejemplo de ‘causa justa’ de manual. Admitiendo que la legítima defensa es el único supuesto que justifica una guerra, el lanzamiento de cohetes desde Gaza sobre territorio israelí es una agresión intolerable que merece ser respondida. Y de poco vale, moral y jurídicamente, apelar a una contextualización ‘palestina’ de los hechos, desde la expulsión de los nativos de aldeas o ciudades y su reubicación forzada en otros lugares como Gaza; la ocupación en 1967 de territorios aún no devueltos, hasta la permanente vejación de un pueblo bloqueado en la Franja en condiciones miserables.En consecuencia, la intervención militar habría de tener como objetivo inmediato detener el ataque e impedir su repetición, destruyendo los arsenales de armas, cortando su suministro y eliminando la infraestructura militar enemiga. Pero la impunidad genera desmesura, y no sólo la desmesura de los medios, hoy mayoritariamente denunciada, sino la más mortífera de los fines. De las palabras de políticos y militares israelíes se desprende que el verdadero fin de ‘Plomo fundido’ ha sido, por un lado, la eliminación física de los dirigentes y milicianos islamistas, no su neutralización militar; y, por otro, conseguir la desafección del pueblo hacia Hamás a través de una pedagogía de sangre, devastación y humillación. Todo al servicio de un Estado sin amenazas exteriores, pero al que los palestinos expulsados no tienen posibilidad de retornar.
Y en cuanto a la proporcionalidad de los medios, Israel no cumple ninguno de los principios comúnmente establecidos, como el de distinción (o evitación de daños civiles), finalidad (o empleo de medios necesarios respecto al fin), humanidad (o limitación de daños a las personas), fidelidad (o respeto a las normas jurídicas internacionales), graduación (o empleo gradual de recursos crecientemente graves). Sólo unos pocos fanáticos de la causa sionista niegan la evidencia con argumentos pintorescos. Unos rechazan los hechos diciendo que los civiles fallecidos apenas representan un 10%. Otros lo fían todo a la fatalidad tecnológica: es ridículo pedir a un ejército que no use armas mortíferas tecnológicamente punteras. Todos coinciden en señalar a Hamás como único responsable de la muerte de estos civiles por usarlos como escudos humanos e impedir su reacción a las puntuales advertencias israelíes sobre la inminencia de los ataques. Y algún descarado como Glucksmann se inclina por la pirueta dialéctica, arguyendo una proporcionalidad imposible («todos los conflictos son desproporcionados»), en una confusión grosera de la proporción medios a fines con el concepto de equilibrio militar entre contendientes.
Cuanto más repugnante es un crimen, mayores son las coartadas ideológicas que requiere su asimilación. El pensamiento correcto israelí se ayuda frecuentemente de dos eficaces digestivos. Uno es recomendable para el ‘mal de fines’: el Ejército de Israel es por definición un ejército moral, porque su único objetivo es la defensa de un pueblo brutalmente atacado a lo largo de la Historia. El segundo es un fármaco universal contra el ‘mal de medios’: los daños colaterales son inevitables.
Atrás queda enterrada la utopía ‘filosófica’ kantiana, porque si el fin real de una guerra es la muerte de los soldados y de sus allegados, son vanas e insulsas las lamentaciones contra las fatalidades y leyes de la Historia. En una guerra mueren también la verdad, la decencia, la inteligencia, los ideales, los sentimientos… Y muere siempre la ética. Para matar al ‘carnicero’ Nizar Rayan en su propia casa, hubo que fulminar al mismo tiempo a sus esposas e hijos. Ya se sabe, el primero un enemigo y los demás meros estorbos colaterales.
Tres milenios más tarde, en el llamado Siglo de las Luces, pensadores como Hume y Kant trataron de buscar para una regla individual y socialmente tan primordial como el ‘no matar’ una sustentación más fiable que la ofrecida por las religiones. El filósofo escocés creyó encontrar tal fundamento en la emoción, el sentimiento, la empatía; en la compasión que cada persona, consciente de la común fragilidad humana, experimenta ante la desgracia del otro o la alegría que siente ante su felicidad. Pero, como David Grossman y otros judíos lamentan, a sus compatriotas, víctimas de un miedo atroz, no les queda ya ni una pizca de compasión.
Frente a la ética ‘compasiva’ de Hume, el profesor de Königsberg elaboró una ética basada en la razón autónoma de los humanos. Se trataba de que los mandatos éticos fuesen proposiciones lógicas formalmente irrebatibles, verdades a priori de la razón práctica, empezando por su conocido imperativo categórico: «Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda servir como principio de una ley general». Que también podríamos enunciar, en vista de que el ser humano es un fin en sí, el fin de todo lo creado: «Obra de tal manera que trates a la Humanidad, a ti mismo y a los demás nunca y sólo como medio, sino siempre y al mismo tiempo como fin». O adaptándonos al lenguaje belicista de nuestros días: «Obra de modo que no asesines colateralmente». En fin, un enunciado ético estúpido para la guerra, porque, como sesudamente apuntaba el mando israelí: «Enviamos a nuestros soldados a matar y no a un simposio sobre daños colaterales». Una teoría moral tan abstracta y prusiana como la de Kant -pudo añadir- no ha de tomarse en su estricta y fría literalidad, sino que todo imperativo requiere ser modulado, condicionado; en una guerra es lícito y útil matar, y sería una necedad militar, política, incluso moral, dejar de matar.
Pocos asuntos le son más incómodos al pensamiento político moderno nacido con la Ilustración que éste de la guerra; y no sólo porque el currículum belicista de Occidente es abominable, sino porque en el plano teórico lo ‘extranjero’ en cuanto categoría ha sido siempre una de las piezas mal encajadas en la promesa felicitaria ofrecida al ciudadano libre, igual y fraterno, esto es, al ‘nacional’. De ahí que la teoría de la guerra justa, o éticamente no reprobable, apenas ha hecho otra cosa que repetir ideas ya recogidas en el discurso de Aquino y Vitoria. La misma tesis kantiana de que la activi dad política ha de estar sometida a la ley moral, en contra de la autonomía pretendida por Maquiavelo, es una vieja concepción escolástica.
Qué acción injusta merece una represión violenta, qué fin correcto ha de perseguirse y qué medios adecuados emplearse (en otros términos, la justeza de la causa, la rectitud del fin y la proporcionalidad de los medios), son los tres puntos de examen que, estrechamente interrelacionados entre sí, constituyen el esqueleto lógico de la prueba de eticidad que ha de soportar toda operación militar. La intervención israelí en Gaza proporciona un ejemplo de ‘causa justa’ de manual. Admitiendo que la legítima defensa es el único supuesto que justifica una guerra, el lanzamiento de cohetes desde Gaza sobre territorio israelí es una agresión intolerable que merece ser respondida. Y de poco vale, moral y jurídicamente, apelar a una contextualización ‘palestina’ de los hechos, desde la expulsión de los nativos de aldeas o ciudades y su reubicación forzada en otros lugares como Gaza; la ocupación en 1967 de territorios aún no devueltos, hasta la permanente vejación de un pueblo bloqueado en la Franja en condiciones miserables.En consecuencia, la intervención militar habría de tener como objetivo inmediato detener el ataque e impedir su repetición, destruyendo los arsenales de armas, cortando su suministro y eliminando la infraestructura militar enemiga. Pero la impunidad genera desmesura, y no sólo la desmesura de los medios, hoy mayoritariamente denunciada, sino la más mortífera de los fines. De las palabras de políticos y militares israelíes se desprende que el verdadero fin de ‘Plomo fundido’ ha sido, por un lado, la eliminación física de los dirigentes y milicianos islamistas, no su neutralización militar; y, por otro, conseguir la desafección del pueblo hacia Hamás a través de una pedagogía de sangre, devastación y humillación. Todo al servicio de un Estado sin amenazas exteriores, pero al que los palestinos expulsados no tienen posibilidad de retornar.
Y en cuanto a la proporcionalidad de los medios, Israel no cumple ninguno de los principios comúnmente establecidos, como el de distinción (o evitación de daños civiles), finalidad (o empleo de medios necesarios respecto al fin), humanidad (o limitación de daños a las personas), fidelidad (o respeto a las normas jurídicas internacionales), graduación (o empleo gradual de recursos crecientemente graves). Sólo unos pocos fanáticos de la causa sionista niegan la evidencia con argumentos pintorescos. Unos rechazan los hechos diciendo que los civiles fallecidos apenas representan un 10%. Otros lo fían todo a la fatalidad tecnológica: es ridículo pedir a un ejército que no use armas mortíferas tecnológicamente punteras. Todos coinciden en señalar a Hamás como único responsable de la muerte de estos civiles por usarlos como escudos humanos e impedir su reacción a las puntuales advertencias israelíes sobre la inminencia de los ataques. Y algún descarado como Glucksmann se inclina por la pirueta dialéctica, arguyendo una proporcionalidad imposible («todos los conflictos son desproporcionados»), en una confusión grosera de la proporción medios a fines con el concepto de equilibrio militar entre contendientes.
Cuanto más repugnante es un crimen, mayores son las coartadas ideológicas que requiere su asimilación. El pensamiento correcto israelí se ayuda frecuentemente de dos eficaces digestivos. Uno es recomendable para el ‘mal de fines’: el Ejército de Israel es por definición un ejército moral, porque su único objetivo es la defensa de un pueblo brutalmente atacado a lo largo de la Historia. El segundo es un fármaco universal contra el ‘mal de medios’: los daños colaterales son inevitables.
Atrás queda enterrada la utopía ‘filosófica’ kantiana, porque si el fin real de una guerra es la muerte de los soldados y de sus allegados, son vanas e insulsas las lamentaciones contra las fatalidades y leyes de la Historia. En una guerra mueren también la verdad, la decencia, la inteligencia, los ideales, los sentimientos… Y muere siempre la ética. Para matar al ‘carnicero’ Nizar Rayan en su propia casa, hubo que fulminar al mismo tiempo a sus esposas e hijos. Ya se sabe, el primero un enemigo y los demás meros estorbos colaterales.
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