El año en que las FARC perdieron la guerra
CARLOS A. MONTANER
CARLOS A. MONTANER
Publicado en español en El Nuevo Herald (Miami Herald), 28 de febrero de 2009;
Hace un año, el presidente Rafael Correa, tras acusar amargamente al gobierno de Alvaro Uribe de violar la soberanía nacional, decidió romper relaciones con Colombia. Era su airada respuesta tras el ataque militar de ese país contra la base clandestina de Angostura operadas por las narcoguerrillas comunistas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), dentro de territorio ecuatoriano, situada a unos escasos 1,800 metros de la frontera que separa a ambos países.
Uribe probablemente previó que Correa protestaría con gran energía, pero el objetivo de liquidar a Raúl Reyes, el segundo hombre de las FARC (o el primero, porque ya se sabía que Tirofijo estaba muy enfermo), era mucho más importante que la reacción del incómodo vecino, tan poco solidario con los esfuerzos bélicos de su gobierno.
Al fin y al cabo, desde el 2004 los colombianos habían elevado inútilmente dieciséis informes a la Comisión Binacional Para Asuntos Fronterizos, más otros seis a la cancillería ecuatoriana, denunciando la presencia de narcoguerrilleros comunistas de las FARC que actuaban desde Ecuador, sin poder frenar los continuos ataques de que eran víctimas.
Resultaba, pues, más sensato pedir perdón que pedir permiso, especialmente tras la experiencia de la incursión de las FARC contra la base militar colombiana de Teteyé, en el verano del 2005, saldada con decenas de soldados muertos y heridos, agresión efectuada por narcoguerrilleros provenientes de Ecuador bajo las órdenes de Raúl Reyes, extremo que el gobierno del entonces presidente ecuatoriano Alfredo Palacios negó enfáticamente contra toda evidencia.
Como escribiera recientemente D. Blasco Peñaherrera, ex vicepresidente de Ecuador, periodista y diplomático con gran prestigio internacional, a quien nadie podría acusar de ser antiecuatoriano: "Así las cosas [la multiplicidad de informaciones e indicios y la variedad de las fuentes que mostraban los vínculos entre miembros del gobierno de Correa y las narcoguerrillas], parece realmente imposible que se deje de relacionar a los funcionarios del gobierno nacional con las FARC. E inclusive, no faltará quien piense que el señor Presidente Uribe Vélez hizo bien en autorizar el bombardeo sin previo aviso y asumir el riego del estallido de soberanía que incendió Carondelet''.
En realidad, ese es el verdadero origen de las malas relaciones de Colombia con sus vecinos Ecuador y Venezuela: los vínculos ideológicos, políticos y los oscuros intereses económicos de esos gobiernos (o de muchos de sus funcionarios y militares) con las narcoguerrillas, como demostraron las computadoras de Reyes y hoy vuelve a comprobarse con las revelaciones de José Ignacio Chauvin, ex subsecretario del Interior del gobierno de Correa.
Mucho antes de que las fuerzas armadas colombianas atacaran el campamento de las FARC, los presidentes Correa y Hugo Chávez, incluso, habían lanzado la idea de concederles a las FARC la condición de "fuerza beligerante'', lo que hubiera legitimado la existencia y las acciones de estas bandas de asesinos, secuestradores y traficantes de drogas, colocándolas al mismo nivel legal del Estado colombiano.
Afortunadamente, la prudencia del gobierno brasilero hizo abortar esta peligrosa maniobra diplomática. Los gobiernos de Ecuador y Venezuela no sólo no están dispuestos a ayudar a Colombia en la lucha contra las narcoguerrillas (objetivo que supuestamente deberían respaldar a tenor de los tratados y acuerdos diplomáticos firmados por todos los países de la región), sino, en el mejor de los casos, les resulta absolutamente indiferente la suerte de los colombianos, y, en el peor, quisieran ver derrotado al gobierno de Uribe por las tropas de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), y les irrita sobremanera que Estados Unidos le dé ayuda militar a Bogotá mediante el Plan Colombia, o la utilización del herbicida glifosato para tratar de erradicar los cultivos de coca, principal fuente de ingreso de estos verdaderos ejércitos subversivos.
Una y otra vez, Correa repite que el problema de la cocaína no es ecuatoriano, sino colombiano, y que el viejo drama de la violencia, los secuestros y los asesinatos de las FARC o del ELN no le atañen a su país y forman parte de la exclusiva responsabilidad del gobierno de Bogotá.
Algo tan disparatado como si Francia se convirtiera en santuario de los terroristas de la ETA vasca, y Sarkozy declarara que las actividades de esa banda armada no constituyen un asunto que les incumbe a los franceses.
Es verdad que los etarras se esconden en territorio galo, pero también que existe una leal colaboración entre los gobiernos de España y Francia para perseguirlos, capturarlos y llevarlos a juicio, porque los franceses entienden, con total sentido común, que lo que le interesa al país por su propia seguridad y para sostener sus libertades y forma de gobierno, es la existencia de una España en paz, próspera y democrática, con la cual tener las mejores relaciones posibles en todos los órdenes, para beneficio de ambas naciones.
¿De dónde ha sacado Correa que los problemas de Colombia no afectan a Ecuador? Tras la reciente matanza de indígenas awá a manos de las FARC (una tribu situada en ambos lados de la frontera entre Ecuador y Colombia), ¿no es obvio que el enemigo no es el gobierno de Colombia, sino estas bandas asesinas de narcotraficantes?
¿No es capaz de percibir Correa que el cultivo y tráfico ilegal de cocaína es un gravísimo flagelo internacional que atañe a todos los gobiernos responsables del mundo y puede estremecer y hasta destruir a los estados más contaminados, como hoy están descubriendo los mexicanos y ya sabían los colombianos?
¿Qué cree sucederá en Ecuador, un país institucionalmente débil, con muchos militares y funcionarios profundamente corrompidos o ideológicamente proclives al radicalismo antidemocrático, si las mafias de narcotraficantes se asientan firmemente en suelo ecuatoriano? ¿No le importa a Correa que Ecuador se transforme en un narcoestado?
Las FARC y el ELN no son movimientos subversivos limitados al perímetro de Colombia, sino fichas de un circuito político e ideológico mucho más amplio que se revitalizó dentro del llamado Foro de Sao Paulo tras el derribo del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, y hoy se insertan en organismos como la Coordinadora Continental Bolivariana (reunida, por cierto, en Quito una semana antes del ataque al campamento de Raúl Reyes).
Por delirante que parezca, esos movimientos radicales aspiran a destruir los fundamentos republicanos sobre los que se asentaron nuestras naciones, para sustituirlos por un mundo dominado por el colectivismo en el terreno económico y por el caudillismo populista en el político, regímenes en los que los gobernantes no tienen límites y los individuos carecen de derechos.
Tal vez es útil que Colombia entienda que está sola en su batalla por defender las instituciones democráticas, apenas auxiliada por Estados Unidos, pero sin ninguna garantía de que esa colaboración pueda sostenerse por mucho más tiempo.
Las democracias latinoamericanas no tienen la menor tradición de practicar la solidaridad internacional con las naciones sojuzgadas o en peligro, como se demostrara con las largas tiranías de Paraguay, Nicaragua, República Dominicana y Cuba, donde el mismo gobierno dictatorial lleva medio siglo de ejercicio interrumpido, y hoy, en su crepúsculo, los países de nuestra estirpe parecen más interesados en ayudar a los Castro a sobrevivir que en socorrer a sus víctimas.
Tampoco es algo que debe asombrar a los colombianos. Ellos tampoco practicaron la solidaridad democrática internacional cuando pudieron y debieron hacerlo.
América Latina es así: veinte naciones que viven de espalda al dolor ajeno, y que ni siquiera son capaces de definir sus propios intereses e ideales comunes.
Por eso, entre otras razones, constituimos el rincón más pobre y triste de Occidente.
Uribe probablemente previó que Correa protestaría con gran energía, pero el objetivo de liquidar a Raúl Reyes, el segundo hombre de las FARC (o el primero, porque ya se sabía que Tirofijo estaba muy enfermo), era mucho más importante que la reacción del incómodo vecino, tan poco solidario con los esfuerzos bélicos de su gobierno.
Al fin y al cabo, desde el 2004 los colombianos habían elevado inútilmente dieciséis informes a la Comisión Binacional Para Asuntos Fronterizos, más otros seis a la cancillería ecuatoriana, denunciando la presencia de narcoguerrilleros comunistas de las FARC que actuaban desde Ecuador, sin poder frenar los continuos ataques de que eran víctimas.
Resultaba, pues, más sensato pedir perdón que pedir permiso, especialmente tras la experiencia de la incursión de las FARC contra la base militar colombiana de Teteyé, en el verano del 2005, saldada con decenas de soldados muertos y heridos, agresión efectuada por narcoguerrilleros provenientes de Ecuador bajo las órdenes de Raúl Reyes, extremo que el gobierno del entonces presidente ecuatoriano Alfredo Palacios negó enfáticamente contra toda evidencia.
Como escribiera recientemente D. Blasco Peñaherrera, ex vicepresidente de Ecuador, periodista y diplomático con gran prestigio internacional, a quien nadie podría acusar de ser antiecuatoriano: "Así las cosas [la multiplicidad de informaciones e indicios y la variedad de las fuentes que mostraban los vínculos entre miembros del gobierno de Correa y las narcoguerrillas], parece realmente imposible que se deje de relacionar a los funcionarios del gobierno nacional con las FARC. E inclusive, no faltará quien piense que el señor Presidente Uribe Vélez hizo bien en autorizar el bombardeo sin previo aviso y asumir el riego del estallido de soberanía que incendió Carondelet''.
En realidad, ese es el verdadero origen de las malas relaciones de Colombia con sus vecinos Ecuador y Venezuela: los vínculos ideológicos, políticos y los oscuros intereses económicos de esos gobiernos (o de muchos de sus funcionarios y militares) con las narcoguerrillas, como demostraron las computadoras de Reyes y hoy vuelve a comprobarse con las revelaciones de José Ignacio Chauvin, ex subsecretario del Interior del gobierno de Correa.
Mucho antes de que las fuerzas armadas colombianas atacaran el campamento de las FARC, los presidentes Correa y Hugo Chávez, incluso, habían lanzado la idea de concederles a las FARC la condición de "fuerza beligerante'', lo que hubiera legitimado la existencia y las acciones de estas bandas de asesinos, secuestradores y traficantes de drogas, colocándolas al mismo nivel legal del Estado colombiano.
Afortunadamente, la prudencia del gobierno brasilero hizo abortar esta peligrosa maniobra diplomática. Los gobiernos de Ecuador y Venezuela no sólo no están dispuestos a ayudar a Colombia en la lucha contra las narcoguerrillas (objetivo que supuestamente deberían respaldar a tenor de los tratados y acuerdos diplomáticos firmados por todos los países de la región), sino, en el mejor de los casos, les resulta absolutamente indiferente la suerte de los colombianos, y, en el peor, quisieran ver derrotado al gobierno de Uribe por las tropas de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), y les irrita sobremanera que Estados Unidos le dé ayuda militar a Bogotá mediante el Plan Colombia, o la utilización del herbicida glifosato para tratar de erradicar los cultivos de coca, principal fuente de ingreso de estos verdaderos ejércitos subversivos.
Una y otra vez, Correa repite que el problema de la cocaína no es ecuatoriano, sino colombiano, y que el viejo drama de la violencia, los secuestros y los asesinatos de las FARC o del ELN no le atañen a su país y forman parte de la exclusiva responsabilidad del gobierno de Bogotá.
Algo tan disparatado como si Francia se convirtiera en santuario de los terroristas de la ETA vasca, y Sarkozy declarara que las actividades de esa banda armada no constituyen un asunto que les incumbe a los franceses.
Es verdad que los etarras se esconden en territorio galo, pero también que existe una leal colaboración entre los gobiernos de España y Francia para perseguirlos, capturarlos y llevarlos a juicio, porque los franceses entienden, con total sentido común, que lo que le interesa al país por su propia seguridad y para sostener sus libertades y forma de gobierno, es la existencia de una España en paz, próspera y democrática, con la cual tener las mejores relaciones posibles en todos los órdenes, para beneficio de ambas naciones.
¿De dónde ha sacado Correa que los problemas de Colombia no afectan a Ecuador? Tras la reciente matanza de indígenas awá a manos de las FARC (una tribu situada en ambos lados de la frontera entre Ecuador y Colombia), ¿no es obvio que el enemigo no es el gobierno de Colombia, sino estas bandas asesinas de narcotraficantes?
¿No es capaz de percibir Correa que el cultivo y tráfico ilegal de cocaína es un gravísimo flagelo internacional que atañe a todos los gobiernos responsables del mundo y puede estremecer y hasta destruir a los estados más contaminados, como hoy están descubriendo los mexicanos y ya sabían los colombianos?
¿Qué cree sucederá en Ecuador, un país institucionalmente débil, con muchos militares y funcionarios profundamente corrompidos o ideológicamente proclives al radicalismo antidemocrático, si las mafias de narcotraficantes se asientan firmemente en suelo ecuatoriano? ¿No le importa a Correa que Ecuador se transforme en un narcoestado?
Las FARC y el ELN no son movimientos subversivos limitados al perímetro de Colombia, sino fichas de un circuito político e ideológico mucho más amplio que se revitalizó dentro del llamado Foro de Sao Paulo tras el derribo del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, y hoy se insertan en organismos como la Coordinadora Continental Bolivariana (reunida, por cierto, en Quito una semana antes del ataque al campamento de Raúl Reyes).
Por delirante que parezca, esos movimientos radicales aspiran a destruir los fundamentos republicanos sobre los que se asentaron nuestras naciones, para sustituirlos por un mundo dominado por el colectivismo en el terreno económico y por el caudillismo populista en el político, regímenes en los que los gobernantes no tienen límites y los individuos carecen de derechos.
Tal vez es útil que Colombia entienda que está sola en su batalla por defender las instituciones democráticas, apenas auxiliada por Estados Unidos, pero sin ninguna garantía de que esa colaboración pueda sostenerse por mucho más tiempo.
Las democracias latinoamericanas no tienen la menor tradición de practicar la solidaridad internacional con las naciones sojuzgadas o en peligro, como se demostrara con las largas tiranías de Paraguay, Nicaragua, República Dominicana y Cuba, donde el mismo gobierno dictatorial lleva medio siglo de ejercicio interrumpido, y hoy, en su crepúsculo, los países de nuestra estirpe parecen más interesados en ayudar a los Castro a sobrevivir que en socorrer a sus víctimas.
Tampoco es algo que debe asombrar a los colombianos. Ellos tampoco practicaron la solidaridad democrática internacional cuando pudieron y debieron hacerlo.
América Latina es así: veinte naciones que viven de espalda al dolor ajeno, y que ni siquiera son capaces de definir sus propios intereses e ideales comunes.
Por eso, entre otras razones, constituimos el rincón más pobre y triste de Occidente.
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