El caso Cassez, puro bla, bla, bla
Columna Historias del más acá/Carlos Puig
Milenio Diario, 011-02-19;
No hay nada contra Florence más que dichos. Se puede deducir que si era novia de un plagiario, era su cómplice, pero también puede ser que no. En un proceso judicial, las víctimas deben ser protegidas, pero sus acusaciones deben ser verificadas. Sin embargo, este sistema de justicia no funciona para esclarecer hechos, sino para refundir a alguien en prisión. A veces a cualquier costo.
De todo el torbellino creado por el affaire Cassez, que ha permitido a los gobiernos de México y Francia envolverse en sus banderas para la satisfacción de sus respectivos ciudadanos, se me ha quedado en la cabeza un intercambio entre Isabel Miranda de Wallace y el abogado defensor de la francesa, Agustín Acosta.
La palabra de la víctima es sagrada, dice Isabel.La palabra de la víctima es profana y ante la justicia debe ser verificada como la de todos, responde Acosta.
En esa discusión, me parece, descansa la crisis de nuestro sistema de justicia y de seguridad.
Más allá de los desplantes retóricos inflamados de nacionalismo del presidente francés y su absurda decisión que llevó a la lógica cancelación del Año de México en Francia, la señora Cassez está sentenciada a sesenta años de prisión por el dicho de tres personas.
Olvidemos que el dicho de esas personas contradice otros dichos de esas mismas personas, que en algunos casos se acordaron que era una francesa la secuestradora meses después del secuestro… olvidémoslo. Tomemos como buena la declaración en que la señalan. No hay nada contra Cassez más que dichos. Uno podría deducir que si era novia de un secuestrador, era su cómplice, pero uno también podría pensar que no. Y portación de novio criminal no es delito. Ni unas fotos en el rancho que en otros años se utilizaría para guardar secuestrados prueban que ella los secuestrara.
Si sumamos a eso la “recreación” de la captura de los secuestradores, que a nadie le extrañe que el caso Cassez sea impresentable ante el mundo.
Antonio Zúñiga, el protagonista de Presunto culpable, el documental que se estrenó ayer, fue condenado dos veces a 20 años de prisión por el dicho de un testigo. Un testigo, enfatizo. Sin prueba física, ni arma ni nada más. La palabra de alguien y al bote veinte años.
En Oaxaca, en el caso de presunta violación de un menor en el Instituto San Felipe, hay una mujer en la cárcel por el dicho de una persona. De una víctima.
Y así, cientos más.
Quiere usted vengarse de alguien, vaya a un MP y denuncie, presione, diga y con un poco de suerte lo arraigan.
Coincido con Agustín Acosta. En un proceso judicial, los dichos de cualquiera deben ser sujetos a verificación. Las víctimas deben ser protegidas, el daño en su contra reparado, arropadas por el Estado, pero sus acusaciones deben ser valoradas con relación a las pruebas y la investigación.
El dicho, de quien sea, como prueba reina, es un arma peligrosísima.
En el fondo es la misma lógica de un fiscal cuando utiliza el dicho de un testigo para arrestar una veintena de alcaldes michoacanos, o un periodista para acusar a un alto funcionario público de complicidad con el narcotráfico, o un gobierno para calumniar a un periodista.
Si la resolución de los asuntos judiciales es un asunto entre la palabra de uno u otro, se convierte en líos de fe. De a quién le creo. Más aún, volviendo al caso Cassez, si la única prueba son dichos, cómo valoramos que la única persona que a lo largo de estos años nunca ha cambiado su versión de los hechos es la francesa. Todos los demás personajes han dicho cosas diferentes de una declaración a otra, de una entrevista a otra, incluidas las autoridades. No quiero insinuar que las víctimas mientan, podría haber explicaciones relacionadas al impacto de sus secuestro, el síndrome de Estocolmo, u otras. Pero si todo lo que hay son palabras, ¿cómo valoramos las de quién siempre ha contado la misma historia?
Lo único oral de nuestros actuales juicios es que lo que más vale es lo que la gente dice. Ante la ausencia de investigaciones reales, de evidencias recabadas, de profesionalismo en los policías y fiscales, presentar un expediente como el de Cassez ante instancias internacionales resulta casi de vergüenza.
Nuestro sistema de justicia no funciona con el fin de esclarecer los hechos, sino para refundir a alguien en prisión. A veces a cualquier costo.
En el mejor libro de periodismo que he leído, recuerdan sus autores Bill Kovach y Tom Rosenstiel, una lección que deberían tomar no sólo periodistas, sino también nuestros policías y fiscales.
Es de Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso: “Y en cuanto los hechos acaecidos en el curso de la guerra, he considerado que no era conveniente retratarlos a partir de la primera información que caía en mis manos, ni como a mi me parecía, sino escribiendo sobre aquellos que yo mismo he presenciado o que, cuando otros me han informado, he investigado caso por caso, con toda la exactitud posible. La investigación ha sido laboriosa, porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según las simpatías por unos o por otros o según la memoria de cada uno”.
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