Las pulgas freeway/Nicolás Alvarado
El Universal, 18 de febrero de 2011
Entre lo poco afortunado que me aconteció la semana pasada se cuenta el hecho de no haber tenido que entregar este texto. No hubiera podido. Ironía de la vida y de la muerte, de la escritura y de la amistad, de la psicología y de la literatura: coloreaste (de negro) casi todos mis pensamientos durante jornadas pero, enfrentado a la idea de escribir sobre ti –sobre lo que significaste en mi vida durante años, sobre lo que significas hoy, sobre lo que significarás siempre–, me sentía de plano incapaz.
Entre lo poco afortunado que me aconteció la semana pasada se cuenta el hecho de no haber tenido que entregar este texto. No hubiera podido. Ironía de la vida y de la muerte, de la escritura y de la amistad, de la psicología y de la literatura: coloreaste (de negro) casi todos mis pensamientos durante jornadas pero, enfrentado a la idea de escribir sobre ti –sobre lo que significaste en mi vida durante años, sobre lo que significas hoy, sobre lo que significarás siempre–, me sentía de plano incapaz.
Se trata, por lo visto (que qué bueno que no vi, que tanto me duele que hayan visto quienes vieron, y que tanto más les duele a ellos), de una sensación compartida por todos los que te quisimos. No la incapacidad para escribir: peor, la incapacidad a secas. No supimos (o no pudimos; creo, eso sí, que todos quisimos) ayudarte. No te dimos motivo suficiente para seguir tocando, o cuando menos para tratar de tocar, que quizás sea lo más a que pueda aspirar uno (y eso los que tienen la música en el alma y en las manos, como tú).
Moriste mal (y sigo enojado contigo por ello) pero he de reconocer que fuiste, en efecto, un bien nacido. Siempre me maravilló que alguien tan responsable –porque lo fuiste desde niño y hasta el penúltimo día– pudiera prodigar tanto placer a tantos y, en el camino, a sí mismo. Y aquí se apilan los recuerdos de las muchas veces que te vi brillar. Hermano siempre mayor de tus hermanos, ya jóvenes (en un festival de música arcano) o, maduros ya –y mejores que nunca–, en una Sala Neza apoteósica, que los canonizaba con su aplauso paroxístico como esos todos los santos del jazz mexicano que fueron (restent encore deux saints, mais désormais ils ne seront plus jamais tous). Encarnado en pez dorado que navega ligero y refulgente por las teclas del piano, solo. Y acompañado cuando la noche era suave y parecíamos dos mosqueteros pero éramos tres (D’Artagnan, desde cabina, era nuestro líder a la sombra) y todos –de Alberto Cruzprieto a Bronco, de Angélica María a Plastilina Mosh– peregrinaban hasta nuestro foro para hacer música –de toda, porque la música fue toda tuya y tuya toda– contigo.
Ahora ya no hay música. Tu Concierto para piano improvisado y orquesta –una genialidad: jamás igual a sí mismo pero siempre idéntico a ti mismo– podrá reproducir su premisa pero ya no más tu espíritu. No más estudios bop ni miniaturas de Paul Klee. Y, lo peor, no más mi amigo a no ser en su legado.
No es poco lo que me dejas. Y no hablo sólo de los 136 tracks en mi iPod o de la pieza que me dedicaste –entrañable ironía: la nombraste “Celebración”– sino a lo que de veras importa: recuerdos preciados; una admonición a valorar lo que tengo; el lance a acercarme más a otros –mi mujer, la tuya, nuestro amigo– para tratar en vano de llenar el vacío que dejas; el ejercicio de una paternidad generosa y cariciosa pero trunca que ahora quisiera yo –en la medida de lo posible, que es poco pero, te lo juro, comprometido– tratar de ejercer por ti.
Los cursis dicen que echaste a andar por el camino blanco. Pero no hay aquí sacbé sino apenas Las Pulgas Freeway. Áureo pez que fuiste, te percataste de que esto no es el mar y te arrojaste de la autopista para caer al agua. Y nos dejaste a los demás, pobres y grises pulgas, avanzando rapidísimo hacia ninguna parte, corriendo hasta toparnos con el despeñadero que hay al fin del camino, hasta unirnos –no sé si decir “otra vez” o “ahora sí”– a ti.
Moriste mal (y sigo enojado contigo por ello) pero he de reconocer que fuiste, en efecto, un bien nacido. Siempre me maravilló que alguien tan responsable –porque lo fuiste desde niño y hasta el penúltimo día– pudiera prodigar tanto placer a tantos y, en el camino, a sí mismo. Y aquí se apilan los recuerdos de las muchas veces que te vi brillar. Hermano siempre mayor de tus hermanos, ya jóvenes (en un festival de música arcano) o, maduros ya –y mejores que nunca–, en una Sala Neza apoteósica, que los canonizaba con su aplauso paroxístico como esos todos los santos del jazz mexicano que fueron (restent encore deux saints, mais désormais ils ne seront plus jamais tous). Encarnado en pez dorado que navega ligero y refulgente por las teclas del piano, solo. Y acompañado cuando la noche era suave y parecíamos dos mosqueteros pero éramos tres (D’Artagnan, desde cabina, era nuestro líder a la sombra) y todos –de Alberto Cruzprieto a Bronco, de Angélica María a Plastilina Mosh– peregrinaban hasta nuestro foro para hacer música –de toda, porque la música fue toda tuya y tuya toda– contigo.
Ahora ya no hay música. Tu Concierto para piano improvisado y orquesta –una genialidad: jamás igual a sí mismo pero siempre idéntico a ti mismo– podrá reproducir su premisa pero ya no más tu espíritu. No más estudios bop ni miniaturas de Paul Klee. Y, lo peor, no más mi amigo a no ser en su legado.
No es poco lo que me dejas. Y no hablo sólo de los 136 tracks en mi iPod o de la pieza que me dedicaste –entrañable ironía: la nombraste “Celebración”– sino a lo que de veras importa: recuerdos preciados; una admonición a valorar lo que tengo; el lance a acercarme más a otros –mi mujer, la tuya, nuestro amigo– para tratar en vano de llenar el vacío que dejas; el ejercicio de una paternidad generosa y cariciosa pero trunca que ahora quisiera yo –en la medida de lo posible, que es poco pero, te lo juro, comprometido– tratar de ejercer por ti.
Los cursis dicen que echaste a andar por el camino blanco. Pero no hay aquí sacbé sino apenas Las Pulgas Freeway. Áureo pez que fuiste, te percataste de que esto no es el mar y te arrojaste de la autopista para caer al agua. Y nos dejaste a los demás, pobres y grises pulgas, avanzando rapidísimo hacia ninguna parte, corriendo hasta toparnos con el despeñadero que hay al fin del camino, hasta unirnos –no sé si decir “otra vez” o “ahora sí”– a ti.
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