PERFIL: EL RINCÓN
Francisco Brines, en barbecho productivo
¿Pero cómo saber, sin la mirada,la hermosura del bosque, la grandeza del mar?
FEDERICO SIMÓN
BABELIA, 26/02/2011
El poeta lee y relee en la localidad valenciana de Oliva mientras convalece de un infarto en su casa atestada de libros
Francisco Brines no escribe. Está en barbecho, dice. Ahora sólo lee. Y material no le falta. Cada rincón de su casa en Oliva, en el litoral valenciano, atesora, acumula, amontona cultura. Montañas de libros, papeles, periódicos, revistas, películas... Un desorden calculado en el que el poeta, que convalece de un infarto y una operación de corazón superados en otoño pasado, se mueve con cuidadosa soltura ayudado por un bastón. "Soy desordenado porque mi madre era ordenada", explica Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932), y relata entre risas el asombro que mostraron los agentes de la Guardia Civil
hace años cuando vieron el estado, en apariencia violentado, en que quedó su casa tras el paso de unos ladrones: "Creyeron que había venido una horda, y la horda era yo". Todo el desván de su villa se ha transformado en una moderna biblioteca, pero tanta estantería atiborrada no sirve para contener su desbordado caudal de papel. Eso sí, Brines encuentra con facilidad lo que busca. "Una biblioteca es como tener hijos, da igual la edad porque puedes seguir teniendo descendencia, por lo menos los hombres", se justifica también entre risas. Y es que el buen humor no abandona a este poeta de la generación del 50 que admira a sus coetáneos Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente -"mi generación ha dado muy buenos poetas"-. Miembro de la Real Academia Española y ganador del Premio Nacional de las Letras Españolas en 1999, el autor de Las brasas (1960), su primer libro, y Yo descanso en la luz (2010), su última antología, vive rodeado de naranjos en un paraje hermoso, una finca familiar rodeada de recuerdos en la que no falta una almazara, cómo no, transmutada en almacén de libros. Aunque ríe mucho, reconoce que se encuentra en la estación del tiempo rezagado, como narra uno de sus poemas. Y por ello su conversación recae a menudo en el paso de los años, en la muerte -"hay una petición, un poco dolorida, de que el tiempo se acabe... dicha y desdicha lo acepto, pero solo desdicha no"- y hasta en la futilidad del reconocimiento: "Al fin y al cabo, la tierra va a ser engullida por el sol. Y el sol va a desaparecer
... al final todo es una gran broma". Desde que recibió hace un año el XIX Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, apenas ha escrito, pero asegura que tiene un poemario casi acabado, a falta de dos o tres textos. Y cuando los escriba lo hará en un sillón junto a una ventana desde el que posa con elegancia -"vacío de pensamiento e incómodo"- para la fotografía. "Pero lo mejor es no escribir", se excusa con tono de niño travieso, para luego explicar que está en una de sus fases de "barbecho productivo", de "inspiración para leer, pero no para escribir".
Francisco Brines no escribe. Está en barbecho, dice. Ahora sólo lee. Y material no le falta. Cada rincón de su casa en Oliva, en el litoral valenciano, atesora, acumula, amontona cultura. Montañas de libros, papeles, periódicos, revistas, películas... Un desorden calculado en el que el poeta, que convalece de un infarto y una operación de corazón superados en otoño pasado, se mueve con cuidadosa soltura ayudado por un bastón. "Soy desordenado porque mi madre era ordenada", explica Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932), y relata entre risas el asombro que mostraron los agentes de la Guardia Civil
hace años cuando vieron el estado, en apariencia violentado, en que quedó su casa tras el paso de unos ladrones: "Creyeron que había venido una horda, y la horda era yo". Todo el desván de su villa se ha transformado en una moderna biblioteca, pero tanta estantería atiborrada no sirve para contener su desbordado caudal de papel. Eso sí, Brines encuentra con facilidad lo que busca. "Una biblioteca es como tener hijos, da igual la edad porque puedes seguir teniendo descendencia, por lo menos los hombres", se justifica también entre risas. Y es que el buen humor no abandona a este poeta de la generación del 50 que admira a sus coetáneos Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente -"mi generación ha dado muy buenos poetas"-. Miembro de la Real Academia Española y ganador del Premio Nacional de las Letras Españolas en 1999, el autor de Las brasas (1960), su primer libro, y Yo descanso en la luz (2010), su última antología, vive rodeado de naranjos en un paraje hermoso, una finca familiar rodeada de recuerdos en la que no falta una almazara, cómo no, transmutada en almacén de libros. Aunque ríe mucho, reconoce que se encuentra en la estación del tiempo rezagado, como narra uno de sus poemas. Y por ello su conversación recae a menudo en el paso de los años, en la muerte -"hay una petición, un poco dolorida, de que el tiempo se acabe... dicha y desdicha lo acepto, pero solo desdicha no"- y hasta en la futilidad del reconocimiento: "Al fin y al cabo, la tierra va a ser engullida por el sol. Y el sol va a desaparecer
... al final todo es una gran broma". Desde que recibió hace un año el XIX Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, apenas ha escrito, pero asegura que tiene un poemario casi acabado, a falta de dos o tres textos. Y cuando los escriba lo hará en un sillón junto a una ventana desde el que posa con elegancia -"vacío de pensamiento e incómodo"- para la fotografía. "Pero lo mejor es no escribir", se excusa con tono de niño travieso, para luego explicar que está en una de sus fases de "barbecho productivo", de "inspiración para leer, pero no para escribir".
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