3 ene 2012

Focos rojos en la política mexicana

Focos rojos en la política mexicana/Roberto Blancarte
Publicado en Milenio 2012-01-03
Iniciamos este año con varios focos rojos prendidos en la política mexicana. Las amenazas son de diverso tipo, pero la más importante, que no se encierra en un solo partido, sino que es compartida por el conjunto del sistema político mexicano, es la del autoritarismo, producto de la concentración del poder y la escasez de contrapesos. Está por todos lados. Podría decirse incluso que algunos sectores de la población la están demandando; añoran, de manera explicable aunque no justificable, los gobiernos omnipotentes, el centralismo, los liderazgos absolutistas y casi mesiánicos (es decir pretendidamente salvadores), las soluciones rápidas y
sin cuestionamientos, las leyes aprobadas por una mayoría incuestionada en ambas cámaras y otras medidas, poco democráticas. No nos cuesta, como pueblo, aceptar un mundo así. Estamos acostumbrados al poder omnímodo e incuestionado; desde la época de los tlatoanis hasta el presidencialismo constituido en uno de los pilares del sistema político, pasando por los virreyes que representaban a un monarca que nunca estuvo en nuestras tierras, por los caudillos de nuestra primera etapa independiente y por el presidencialismo republicano, luego revolucionario, que muchas veces gobernó con poderes especiales. De nada de eso nos hemos despojado completamente. Es normal entonces que los debates en el Congreso sean vistos como una pérdida de tiempo o incluso como un obstáculo para la elaboración expedita de las leyes; la falta de consensos no es entendida como parte de un ejercicio democrático, indispensable si se quieren evitar abusos e imposiciones; las discusiones parlamentarias no son apreciadas como algo necesario en la defensa de los múltiples intereses en una sociedad plural. Ante el caos o su cercanía preferimos las soluciones tajantes y aparentemente fáciles: sacar a los militares a las calles, establecer acuerdos cupulares por encima de los intereses ciudadanos, emitir decretos en lugar de leyes, eliminar las contiendas intrapartidistas y, de ser posible, hasta la interpartidista. La democracia es costosa, requiere mucho empeño además de gran compromiso, y buena parte de los mexicanos es presa del temor y el agotamiento.
Los focos rojos en la política mexicana están prendidos en todos los partidos y más allá de ellos. El enorme riesgo es la eliminación de los contrapesos. Veamos, por ejemplo, a la izquierda, dominada por un personaje que quisiera hacer y deshacer sin que nadie le dijera nada. La advertencia de Jesús Zambrano a Andrés Manuel López Obrador en ese sentido no sólo es clara y razonable, sino esencialmente democrática: el candidato de la izquierda no puede prescindir del PRD en su campaña (y por lo tanto en su eventual gestión) si quiere ganar. Pero la gestión de su precampaña lo único que anuncia es que, en caso de resultar ganador, tampoco aceptaría los contrapesos necesarios para una gestión democrática. Por eso la claudicación de Marcelo Ebrard, anunciada desde las elecciones locales en el Estado de México, aunque fue presentada como un gesto democrático, en el fondo no anunció nada bueno para la izquierda. Y ésta no sólo no ganará, sino que podría obtener resultados catastróficos si el candidato no entiende que no puede tener el poder absoluto: eso es, de hecho, el principal temor que genera entre la ciudadanía su eventual elección.

El caso del PRI es igualmente preocupante. Si alguna frescura le aportaba al dicho partido la existencia de un pre-candidato como Manlio Fabio Beltrones, era precisamente la de aportar un contrapeso a quien estaba por encima en las encuestas, en medio de una cultura política acostumbrada a la cargada, a los liderazgos absolutos y a la ciega obediencia a lo que viene de arriba. Por eso la cultura católica tradicional se entiende tan bien con la priista. Lo que se ha visto después de la declinación de Beltrones no es únicamente las consecuencias negativas por exponer tempranamente a un virtual único candidato, sino el enorme peligro de instalar en el poder a alguien acostumbrado a prescindir de la opinión ya no digamos de la ciudadanía, sino de los miembros y dirigentes de su propio partido. El caso de la aprobación exprés y sin transparencia de las reformas al artículo 24 de la Constitución, sobre el que hemos insistido recientemente, es la mejor prueba de ello.
Finalmente, el PAN no escapa a esta tradición autoritaria y dictatorial. No sólo por el hecho de que la elección de su candidato o candidata se decidirá por un grupo restringido de personas, sino porque el Presidente de la República a todas luces ha querido imponer, como pretendió hacerlo su antecesor, al contendiente de su partido. La gran tragedia del PAN es precisamente que no se ha podido desprender de la tradición autoritaria del sistema político mexicano y ha reproducido, con sus propias características, una cultura absolutista.
Seguimos, pues, sin entender que la democracia está hecha de balances y contrapesos, de transparencia y escrutinio, de diversidad y pluralidad. El verdadero peligro en las próximas elecciones no es quién triunfe, que tal o cual partido se imponga, sino que el que gane no haya entendido lo anterior.

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