La
pareja que bailaba entre cadáveres
El
alcalde de Iguala y su esposa, buscados en México por la desaparición de 43
estudiantes, sembraron el terror bajo la sombra del narco
El Páis, 12 de octubre de 2014
JAN
MARTÍNEZ AHRENS, reportero.
Nicolás
Mendoza Villa lo recordaría meses después por escrito en una notaría de la
Ciudad de México. A las seis de la tarde del 31 de mayo de 2013, el ingeniero
Arturo Hernández Cardona y él vieron cómo dos sicarios empezaban a cavar la que
iba a ser su fosa. Ambos estaban presos en un paraje desconocido de Guerrero.
Un día antes, les habían secuestrado, pistola en mano, en la carretera hacia
Tuxpan junto a otros compañeros de la Unidad Popular, un movimiento de defensa
de los derechos de los campesinos. Durante horas les habían torturado con un
látigo de alambre. El peor parado había sido su líder, Hernández Cardona. Ya de
noche llegaron al lugar dos hombres bien conocidos. Andaban tranquilos y con
una cerveza Barrilito en la mano. Eran el alcalde Iguala, José Luis Abarca
Velázquez, y su jefe de policía, Felipe Flórez Vázquez. El regidor, con quien
Hernández Cardona había mantenido agrias disputas, la última, dos días antes en
su despacho municipal, se adelantó unos pasos y ordenó que torturaran otra vez
a su adversario político.
—¡Ya
que tanto estás chingando, me voy a dar el gusto de matarte!, gritó el alcalde
—"¡Me
voy a dar el gusto de matarte!", gritó el alcalde
Acto
seguido, su jefe de policía levantó al ingeniero del suelo y, siempre según
esta versión ante notario, lo arrastró unos diez metros hasta la recién
terminada fosa. Ahí, el alcalde de Iguala le disparó primero a la cara, luego
al pecho. El cadáver quedó al descubierto, mientras el cielo oscuro de Guerrero
se rompía y empezaba a llover. Otros dos dirigentes de Unidad Popular fueron
asesinados.
El
hombre que asegura haber visto todo esto y pudo escapar para contarlo fue
Nicolás Mendoza Villa, chófer del ingeniero asesinado. Mendoza prestó
testimonio ante notario, la esposa del ingeniero presentó denuncia, la prensa
aireó el caso y algunos conocidos políticos mexicanos exigieron
responsabilidades. La Procuraduría respondió acumulando ocho tomos de
diligencias. Pero, como tantas veces sucede en México, nada ocurrió. El alcalde
de Iguala siguió gobernando como antes, inaugurando centros comerciales y
posando alegre con sus camisas ceñidas y desabotonadas hasta la mitad del
pecho. Unas fotos almibaradas donde siempre aparece su esposa, María de los
Ángeles Pineda Villa. “Desde entonces reina el miedo en Iguala”, afirma Sofía
Mendoza Martínez, concejal del PRD y viuda de Hernández Cardona; una de las
pocas personas capaces de romper el círculo del terror y acusar al alcalde
mucho antes de que se convirtiese en el hombre más buscado de México por la matanza
de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de magisterio en un oscuro
enfrentamiento con la policía y el narco el 26 de septiembre.
El
paradero de Abarca es un misterio. Los investigadores dan por hecho que ha
abandonado Iguala y dejado atrás los frutos de una fulgurante escalada social
que, desde su puesto familiar de vendedor de sombreros de paja y huaraches
(sandalias), le abrió las puertas a un emporio de propiedades y negocios. Desde
esta plataforma saltó a la política en 2012 con apoyo de un exsenador del PRD,
y pese a su inexperiencia ganó las elecciones de Iguala. La culminación de un
sueño. O de una pesadilla. El municipio, de 130.000 habitantes, es la tercera
ciudad de Guerrero, histórica cuna de la bandera mexicana y un enclave estratégico
para los movimientos del narco.
En
su ascenso le acompañó su esposa, una mujer de carácter duro, cuya cercanía
dibuja una sombra tenebrosa. Dos de sus hermanos sirvieron a las órdenes del
histórico capo Arturo Beltrán Leyva. Pero tuvieron una carrera corta. Ambos
fueron ejecutados en 2009 cuando se quisieron separar del llamado Jefe de
Jefes. Un tercer hermano, aún vivo y recientemente detenido, penó por
narcotráfico y ahora se presume que es uno de los cabecillas de los Guerreros
Unidos, el sanguinario cartel surgido de las cenizas del imperio de Beltrán
Leyva y que controla Iguala. Para culminar la trama familiar, la madre ha sido
señalada por los servicios de inteligencia como testaferro del narco.
En
una tierra con una tasa de homicidios tres veces mayor que la mexicana y 20
veces la española, las palabras de una mujer con estas credenciales eran
escuchadas con mucha atención. A medida que pasaban los meses, su participación
en los asuntos políticos, según admiten dirigentes del PRD, fue cada vez mayor,
hasta el punto de que ya pensaba postularse como candidata a la alcaldía en
2015. Para ello había logrado ser elegida consejera estatal del PRD y dirigía
un organismo municipal, el denominado Desarrollo Integral de la Familia (DIF).
Nada parecía capaz de frenarla. Eso era lo que se pensaba hasta la noche del 26
de septiembre. Ese viernes tenía que ser un día grande para ella. Presentaba el
informe de actividades del DIF en la plaza de las Tres Garantías, en el zócalo
de Iguala, un espacio reservado para las grandes ocasiones. El pistoletazo de
salida de su carrera electoral.
El
acto empezaba a las seis de la tarde, justo a la hora en que dos autobuses
procedentes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, un semillero de la
izquierda radical mexicana, entraban en el municipio. El grupo, formado por
estudiantes de magisterio de 18 a 23 años, acudía a la ciudad a recaudar fondos
para sus actividades. La policía municipal estaba esperándoles. Sus
enfrentamientos con el alcalde y su esposa eran notorios. Ya después del
asesinato del ingeniero Hernández Cardona habían atacado el ayuntamiento y
señalado al regidor como culpable. Esa tarde, tras dar vueltas por la ciudad,
se dirigieron hacia el zócalo.
Un
informe del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) avanzado por
El Universal señala que la esposa del alcalde pidió al director de la policía
municipal, Felipe Flórez Velázquez, que impidiera la llegada de los jóvenes. La
orden, cómo no, fue obedecida. No tardó en darse el primer encontronazo entre
los agentes y los normalistas. Hubo gritos y algún enfrentamiento físico. Lo
habitual. Los estudiantes se retiraron hacia la estación de autobuses. Allí se
apoderaron de tres vehículos para volver a su escuela. Pero a la salida les
esperaban los agentes. Esta vez hubo tiros. Los normalistas se defendieron a
pedradas y lograron romper el cerco. El alcalde, informado de la algarada,
pidió entonces, según el citado informe, un escarmiento. Fue entonces cuando
alguien llamó a la muerte. En sucesivos ataques, la policía, con apoyo de
sicarios de Guerreros Unidos, inició una salvaje persecución de los jóvenes. A
tiros mataron a dos, a otro lo desollaron vivo y le vaciaron las cuencas de los
ojos. Tres personas más, entre ellos un chico de 15 años, murieron a balazos al
confundir sicarios y agentes un autobús que transportaba a futbolistas de
Tercera División con normalistas. Y otros 43 estudiantes fueron secuestrados
por los policías y supuestamente entregados a una fracción ultraviolenta de
Guerreros Unidos llamada Los Peques. El pánico se apoderó de Iguala. Bares y comercios
cerraron sus puertas. Pero de todo ello, el alcalde y su esposa, según su
propio testimonio, nada supieron. Ellos acudieron a una fiesta y bailaron
juntos rancheras mientras fuera, en una noche sin apenas luna, la barbarie
rugía.
Nadie
les creyó. Pero tampoco nadie les detuvo. A los dos días de la matanza, tras
pedir licencia del cargo y asegurarse mediante un juez federal de que como
aforado no podía ser arrestado hasta nueva orden, Abarca y su esposa se
esfumaron. Lo mismo hizo el jefe de la Policía Municipal. México, desde
entonces, se ha visto cara a cara con la negrura de 43 desaparecidos y unas
fosas repletas de cadáveres. Ellos aún siguen libres. Y el asesinato del
ingeniero Hernández Cardona, sin culpable.
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