Revista
Proceso No. 1997, 7 de febrero de 2015
Los
“otros” de Iguala/
HOMERO
CAMPA
Cuando
el pasado 26 de septiembre la policía municipal de Iguala, Guerrero, detuvo a
los 43 normalistas de Ayotzinapa y los entregó a la organización delictiva
Guerreros Unidos, las denuncias sobre desapariciones en este municipio, aunque
pocas, no eran nuevas.
Hasta
principios de diciembre pasado las autoridades habían registrado la
desaparición de 207 personas sólo en el área de Iguala, según comenta al
reportero Ileana García, subprocuradora de Derechos Humanos de la PGR. En
algunos de esos casos habrían participado –de manera directa o indirecta–
agencias del Estado, por lo que son considerados como “desapariciones
forzadas”.
Es
la condición de seis personas que fueron secuestradas en el centro nocturno
Cherry’s Disco, de Iguala, el 1 de marzo de 2010, cuatro años y medio antes de
que ocurriera el secuestro y desaparición de los estudiantes de la Normal Rural
Raúl Isidro Burgos.
Eran
alrededor de las 10:30 de la noche cuando tres vehículos se estacionaron frente
al centro nocturno. Sus ocupantes descendieron y entraron al inmueble. Al poco
rato salieron con Francis Alejandro García Orozco, de 32 años, el propietario
del lugar, y sus empleados Lenin Vladimir Pita Barrera, de 18; Sergio Menes
Landa, de 22; Olimpo Hernández Villa, de 34; Andrés Antonio Orduña Vázquez, de
21, y Zósimo Chacón Jiménez, de 22 años de edad.
Dos
cámaras de seguridad ubicadas frente al club grabaron la escena. El video –al
que tuvo acceso este reportero– muestra imágenes borrosas del operativo,
incluso cuando las tres unidades se marcharon. Al otro lado de la calle se
observa cuando una camioneta Pick up hace una señal con las luces y el convoy
se aleja del lugar.
Laura
García Orozco, hermana de Francis, afirma que eran una camioneta Lobo negra,
una Nitro color vino y un auto compacto; ninguno llevaba placas ni insignias.
La Pick up, dice, pertenecía al Ejército y se encontraba junto a otras tres
camionetas militares para apoyar la operación.
Ese
día Laura se había citado en el club con su hermano y llegó justo cuando los
vehículos del Ejército se alejaban. Alcanzó a identificarlas por los colores y
porque en la parte de atrás iban soldados de pie, uniformados y armados.
Los
familiares de las víctimas acudieron horas después a las bases militares
ubicadas en Iguala y Chilpancingo, así como a los ministerios públicos estatal
y federal y a las sedes de las policías municipales y a la federal.
En
todos les dijeron que Francis Alejandro y sus empleados no estaban ahí. En la
entrada de la 27 zona militar de Iguala un soldado les dijo: “ya no tenemos a
los de la disco”. Les llamó la atención porque ninguno había comentado que las
personas que buscaban trabajaban en un centro nocturno.
Dos
días después –el 3 de marzo de 2010–, el Juzgado Quinto de Distrito del estado
de Guerrero otorgó a los familiares un amparo por detención arbitraria en
condiciones de incomunicación y pidió al Ejército investigar las denuncias y,
en caso de ser ciertas, entregar a los civiles en un plazo de 24 horas. No hubo
respuesta.
Los
familiares también presentaron denuncias ante el Ministerio Público de Iguala y
ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos. Una semana después colocaron carteles
en distintos lugares de Iguala con fotografías de las víctimas y el siguiente
mensaje: “Ejército, regrésanos a nuestros hijos”. El 22 de marzo de ese año
organizaron una marcha contra la inseguridad y para exigir la aparición de sus
familiares.
Y
empezaron las llamadas telefónicas: “Se están metiendo en cosas peligrosas”;
“bájenle de güevos, están haciendo mucho polvo”. Por esas fechas, una Pick up
blanca sin placas golpeó varias veces por la parte trasera al auto de uno de
los familiares de las víctimas cuando circulaba por la carretera hacia Iguala.
Las
amenazas y agresiones intimidaron a varios de los familiares. Algunos incluso
desistieron en sus denuncias; otros persistieron en la búsqueda, como los
familiares de Francis Alejandro.
Apoyo
efímero
Desde
el 9 de marzo habían logrado que la CNDH tomara el caso en sus manos y ordenara
medidas cautelares a favor de las víctimas. Los dos días posteriores, el 10 y
11, investigadores de ese organismo incluso visitaron las instalaciones
militares de Iguala y Chilpancingo, pero no encontraron a los jóvenes
desaparecidos.
A
pedido de la CNDH, el 12 y el 29 de marzo siguientes la Secretaría de la
Defensa Nacional (Sedena) envío los documentos DH-V-2521 y DH-VI-2946,
respectivamente, en los que admite que a las 10:30 de la noche del 1 de marzo
de ese año envió a soldados del Tercer Batallón de Fuerzas Especiales a la zona
del club nocturno de Iguala debido a que una “denuncia anónima” había advertido
de la presencia de “varios sujetos encapuchados y con armas de fuego”, pero que
una vez allí los soldados no observaron ninguna actividad ilícita.
El
7 de mayo de 2010 los familiares recibieron un revés: la CNDH dio por concluida
su investigación y les aconsejó presentar pruebas a la Procuraduría de Justicia
del Estado de Guerrero, pues ya había iniciado una investigación por el delito
de “privación de la libertad” apenas unos días antes, el 22 de abril.
El
12 de julio, los familiares presentaron una nueva denuncia contra el Ejército a
través de la Red Federal de Servicio a la Ciudadanía, dependiente de la Oficina
de la Presidencia de la República. Como respuesta recibieron dos cartas
firmadas por el brigadier general Julio Álvarez Arellano, jefe de la Oficina de
Atención Ciudadana de la Oficialía Mayor de la Sedena.
En
la primera, fechada el 17 de agosto, les pidió dirigir sus denuncias a la CNDH,
que dos meses antes había dado por concluidas sus investigaciones del caso. En
la segunda, fechada el día 28 de ese mismo mes, les informó que la Sedena había
iniciado una investigación propia, pero les advirtió: hasta el momento “se
carece de pruebas para determinar que hubo participación de militares en los hechos”.
Laura
García Orozco cuenta que el 24 de octubre de 2012 se realizó un encuentro
público en Acapulco en el cual participaron representantes de la sociedad civil
y oficiales de la Sedena. Ella cuestionó a los militares por la ausencia de
avances en la investigación sobre su hermano Francis Alejandro y sus cinco
empleados.
En
esa ocasión el general Juan Manuel Rico Gámez, comandante de la 35 Zona
Militar, admitió que los soldados habían “revisado” a los muchachos de Cherry’s
Disco, pero negó que los hubieran detenido. “Fue una confesión pública: por
primera vez un alto mando del Ejército reconoció que esa noche los soldados
tuvieron contacto con los muchachos”, señala Laura.
–¿Qué
ha pasado desde entonces?
–Nada.
Ni por el lado de la justicia militar ni por el lado de la justicia civil. No
hay un solo detenido y ni siquiera una persona, civil o militar, que pueda ser
señalada como presunta responsable.
Se
le pregunta si cree que su hermano pudiera estar entre los restos encontrados
en alguna de las 28 fosas clandestinas que las autoridades federales
descubrieron en Iguala a partir de que se inició la búsqueda de los 43
normalistas desaparecidos.
“No
lo sé –responde–. Y si fuera así, no lo van a reconocer ni nos lo van a
entregar”.
–¿Por
qué?
–Porque
desde el principio hemos señalado que fue el Ejército el que se llevó a Francis
Alejandro y a los otros muchachos. Y eso no lo van a aceptar jamás.
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