Yo
también soy Verstrynge/ Fernando Sánchez Dragó es escritor.
El
Mundo | 2 de abril de 2015
Detesto
esa estúpida costumbre -propia de una época rebañega- que lleva a todos los
paletos de la aldea global a asumir identidades que no son las suyas y que sólo
sirven para presumir de buenos. Yo no fui Marta, en su día, ni soy ahora
‘Charlie Hebdo’, Bardo o, pongamos, Germanwings. Yo sólo soy (y nunca seré otra
cosa, a no ser que me vuelva loco y diga que soy Napoleón) la persona cuyo
nombre figura en el encabezamiento de este artículo. Tampoco soy Jorge
Verstrynge, pero he recurrido a ese latiguillo para llamar la atención. Sigan
leyendo, por favor.
Ortega
decía que en España todo lo bueno, desde ‘El Quijote’ hasta la Segunda
República, había nacido en la cárcel. De lo último se arrepintió, pero de
sabios, y él lo era, es cambiar de opinión. Yo, sin ir más lejos, lo hago casi
a diario. Sea como fuere, cierto es que en ‘Asnalfabética’, donde la envidia de
los mediocres conduce a la ‘aristofobia’ y ésta a la ‘vendetta’, resulta
difícil destacar en algo sin acabar dando con los huesos molidos y en la trena.
Allí estuvieron el Arcipreste, Fray Luis, Cervantes, Teresa de Ávila, Juan de
la Cruz, Quevedo y hasta yo mismo (perdonen que me incluya). De los de la
Guerra Civil para qué hablar.
Mi
buen amigo, brillante ensayista, egregio profesor, excelente persona y
destacado politólogo -nadie es perfecto- Jorge Verstrynge, que es persona
propensa a meterse en líos (vuelvo a incluirme en tan incómodo y divertido
saco) y que también, al hilo de su revoltosa vida, ha cambiado a menudo de
opinión, acudió a las ocho de la tarde del pasado 19 de junio a una
concentración republicana en la Puerta del Sol, muy cerca del lugar en el que
unas horas antes se había proclamado nuevo Rey a quien, desde entonces, con
sobriedad y dignidad, lleva la corona. La asonada a la que me refiero no tenía
autorización, pues nadie la había solicitado, y debido a ello se montó un
cordón de seguridad con miras a impedir que el griterío se extendiera por las
calles adyacentes. Verstrynge, convencido -ingenuo él- de que tenía derecho a
hacerlo, trató de atravesar las filas del enemigo y, según el Auto de
Instrucción del Juzgado nº 35 de Madrid que ahora tengo bajo los ojos, avisó de
que pasaría “por sus cojones” (según el auto, y no seré yo quien dude de que
los del sujeto en cuestión sean de buen tamaño) y forcejeó con uno de los
agentes, a resultas de lo cual se vino al suelo aquel mocetón uniformado y
sufrió un esguince -quizá sería más propio llamarlo esguynge- que tardó en curar
nada menos que 30 días, manteniéndolo otros tantos de baja en el servicio.
¡Caramba!
No sabía yo que el flacucho Jorge, que si boxease sería más bien de peso pluma,
poseyera tan contundente pegada. ¿Habrán exagerado el agente y el médico que lo
atendió? Esas cosas, en Zangania, son probables, aunque líbreme Dios de
asegurar que también lo hayan sido en esta ocasión, pues yo, que ni soy
republicano, ni soy monárquico, ni soy de nadie, no estaba en el lugar de
autos, sino en Granada, asistiendo a una corrida de toros en cuyo cartel
figuraba José Tomás (otro Rey, pero en mucho más interesantes dominios).
Inquieta
un poco, eso sí, que un individuo encargado de defendernos a todos y entrenado,
se supone, para ello pueda besar la lona con tanta facilidad, pero en fin…
Cosas de ‘Protestonia’ y de ‘Manifestalia’. No soy, pues, testigo de cargo ni
de descargo, pero mi devoción por Kipling y mi amistad con Jorge me obligan a
meter baza en el conflicto y a aportar a él, con la mejor voluntad del mundo,
paños calientes empapados en sentido común. Parece ser que aquel día, a raíz
del encontronazo, acabó Verstrynge en una lechera, pasó de allí a la comisaría
y fue luego puesto en libertad. Pues bien… Hace unos días se notificó al
susodicho el auto al que más arriba he hecho referencia y en el que el
Ministerio Fiscal, enmendando la plana al juez que había calificado el hecho de
mero juicio de faltas, pide para el encausado la pena de tres años y seis meses
de cárcel, a todas luces desproporcionada, por no decir disparatada, además de
una multa de 3.000 eurillos de vellón.
Opine
el lector. Lejos de mí (que soy de aquéllos cuya gitana filosofía conduce a
maldecir a los enemigos con el deseo de que «pleitos tengas y los ganes») el
propósito de inmiscuirme en las tareas de la Justicia, pues doctores tiene ésta
de cuya preparación, que se supone, ecuanimidad, a veces, y clemencia, en
otras, no tengo por qué dudar. O sí. Ni quito ni pongo Rey, pero en este caso
ayudo a un amigo y pido al fiscal, con el debido respeto, que recalifique la
causa y la reduzca a lo que inicialmente la redujo el juez. De no hacerse así,
bien podría don Felipe, fiel al dictum de que la magnanimidad es propia de
reyes, solicitar el perdón del acusado. No sé si los códigos y el protocolo de
las instituciones permiten hacer eso, pero sí sé que a veces debe hacerse lo
que no puede hacerse (y viceversa). El corazón tiene razones que la razón…
Decía Kipling: “De entre mil hombres todos, menos uno, / te verán cual el mundo
te ha juzgado, / pero el uno entre los mil irá contigo / hasta el pie y más
allá de tu cadalso”. Por eso escribo este artículo.
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