La
mafia del fútbol/Ian Buruma is Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College. He is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and, most recently, Year Zero: A History of 1945.
Traducido del inglés por Carlos Manzano
La
única sorpresa sobre la detención de siete funcionarios de la FIFA en un hotel
suizo la mañana del 27 de mayo es simplemente la de que ocurriera. La mayoría
de la gente daba por sentado que esos hombres consentidos y vestidos con trajes
caros que gobiernan la Federación Mundial de Fútbol estaban fuera del alcance
de la ley. Fueran cuales fuesen los rumores que corrieran o las informaciones
que se diesen sobre sobornos, votaciones amañadas y otros chanchullos, el
Presidente de la FIFA, Joseph “Sepp” Blatter, y sus colegas y asociados siempre
parecían salir incólumes.
Hasta
ahora, se ha imputado a 14 hombres, incluidos nueve ejecutivos actuales o
antiguos de la FIFA (pero no Blatter), de diversos delitos de fraude y
corrupción en los Estados Unidos, donde los fiscales los acusan, entre otras
cosas, de embolsarse 150 millones de dólares con sobornos, y los fiscales
suizos están examinando acuerdos turbios a los que se debieron las decisiones
de conceder las competiciones de la Copa Mundial en 2018 y 2022 a Rusia y a
Qatar, respectivamente.
Naturalmente,
en los deportes profesionales hay una larga tradición de negocios mafiosos. Los
gángsteres americanos han tenido un gran interés en el boxeo, por ejemplo.
Incluso el juego del críquet, en tiempos caballeroso, ha quedado manchado por
la infiltración de redes de garitos y otros asuntos sucios. La FIFA es
simplemente la vaca lechera mundial más rica y poderosa de todas.
Algunos
han equiparado a la FIFA con la Mafia y a Blatter, nacido en un pueblecito
suizo, se lo ha llamado “Don Blatterone”. No es del todo justo. Por lo que
sabemos, ningún contrato para asesinar ha salido jamás de la oficina del jefe
de la FIFA en Zúrich, pero el secretismo de la organización, su intimidación a
los rivales de quienes la dirigen y su recurso a favores, sobornos y
reclamación de deudas sí que presentan paralelismos preocupantes con el mundo
de la delincuencia organizada.
Desde
luego, podríamos optar por considerar a la FIFA una organización disfuncional,
en lugar de una empresa delictiva, pero incluso en ese hipotético caso más
caritativo, gran parte de las infracciones son consecuencia directa de la total
falta de transparencia de la federación. Todas sus operaciones están dirigidas
por un grupo muy unido de hombres (las mujeres no desempeñan papel alguno en
esos obscuros asuntos), todos los cuales están en deuda con el jefe.
Todo
eso no comenzó con Blatter. Fue su predecesor, el siniestro brasileño João
Havelange, quien convirtió la FIFA en un imperio rico e inmensamente corrupto
al incorporar a cada vez más países en desarrollo, cuyos votos a los jefes
fueron comprados con toda clase de comercio lucrativo y tratos con medios de
comunicación.
Cantidades
enormes de dinero empresarial de Coca-Cola y Adidas han inundado el sistema y
han llegado hasta los anchos bolsillos de potentados del Tercer Mundo y,
supuestamente, del propio Havelange. La Coca-Cola fue la patrocinadora
principal de la Copa Mundial de 1978 en la Argentina, en aquella época
gobernada por una junta militar brutal.
Blatter
no es tan cutre como Havelange. A diferencia del brasileño, no se relaciona a
las claras con gángsteres, pero su poder depende también de los votos de países
de fuera de la Europa occidental y la lealtad de éstos está garantizada por la
promesa de los derechos televisivos y las franquicias comerciales. En el caso
de Qatar, eso significaba el derecho a celebrar la Copa Mundial con un clima
totalmente inapropiado, en estadios apresuradamente construidos en condiciones
terribles por trabajadores extranjeros mal pagados y con pocos derechos.
A
las quejas de europeos ligeramente más quisquillosos se contesta a menudo
acusándolos de actitudes neocolonialistas o incluso de racismo. De hecho, eso
es lo que hace de Blatter un hombre típico de nuestro tiempo. Es un funcionario
despiadado que se presenta como el adalid del mundo en desarrollo, que protege
los intereses de africanos, asiáticos, árabes y sudamericanos frente el
arrogante Occidente.
La
situación ha cambiado desde la época en que hombres venales de países pobres
cobraban para hacer avanzar los intereses políticos o comerciales occidentales.
Naturalmente, eso es algo que sigue ocurriendo, pero ahora el verdadero
dineral, en la mayoría de los casos, se obtiene fuera de Occidente: en China,
en el golfo Pérsico e incluso en Rusia.
Ahora
hombres de negocios, arquitectos, artistas, presidentes de universidades y
directores de museos occidentales –o cualquiera que necesite grandes cantidades
de dinero para financiar sus proyectos onerosos– tienen que tratar con autócratas
no occidentales, como también políticos elegidos democráticamente, desde luego,
y algunos –pensemos en Tony Blair– lo convierten en una carrera tras su salida
del gobierno.
La
de complacer a regímenes autoritarios e intereses comerciales opacos no es una
empresa sana. La alianza contemporánea de intereses occidentales –en las artes
y la enseñanza superior no menos que en los deportes– con poderes ricos y no
democráticos entraña compromisos que podrían dañar fácilmente a reputaciones
consolidadas.
Una
forma de desviar la atención es la de recurrir a la vieja retórica
antiimperialista de la izquierda. El trato con déspotas y magnates turbios ya
no es venal, sino noble. Vender la franquicia de una universidad o un museo a
un Estado del Golfo, construir otro estadio monstruoso en China o hacer una
fortuna con favores futbolísticos a Rusia o Qatar es progresista y antirracista
y constituye un triunfo de la fraternidad mundial y los valores universales.
Ése
es el aspecto más irritante de la FIFA de Blatter. La corrupción, la compra de
votos, la absurda sed de prestigio internacional por parte de los jefes del
fútbol, los pechos hinchados y engalanados con medallas y condecoraciones son,
todos ellos, normales. Lo que escuece es la hipocresía.
Lamentar
la pérdida de poder e influencia mundiales por parte del corazón de Europa y
los Estados Unidos es inútil y no podemos predecir exactamente las
consecuencias políticas de ese cambio, pero, si la triste historia de la FIFA
es mínimamente indicativa, podemos estar seguros de que, sean cuales fueren las
formas que adopte el gobierno, el dinero seguirá imperando.
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