Los peligros de
la narrativa/Juan Gómez-Jurado, escritor
Publicado en ABC |14 de junio de 2015
No hay nada más
aterrador ni peligroso que una buena historia. Poco importa cuánta verdad contenga,
cuántos niveles de grises quepan entre los espacios que dejan las palabras
impresas sobre el papel de este diario, cuántas sean las interpretaciones
posibles. La buena historia siempre vence; impregna hasta al lector más avezado
y devora sin remisión la mente de aquellos menos acostumbrados a cuestionar la
información que reciben.
En su libro de
2001 «Engañados por el azar», el experto en teoría de la decisión Nassim
Nicholas Taleb nos explica cuales son los ciénagas en las que cae cualquiera
que queda expuesto a una buena historia. La más importante de ellas es la
falacia de la narrativa, que señala nuestra limitada capacidad para observar
secuencias de hechos sin tejer instantáneamente una explicación o, de forma
equivalente, forzar una cadena lógica o una relación entre ellos. Las
explicaciones unen hechos de forma aprehensible. Desmenuzan procesos complejos
en hitos más fácilmente recordables, les revisten de sentido.
Esta
hilazón es tanto más peligrosa cuanto más aumenta nuestra impresión de
entendimiento. Imaginen a un pastor sumerio, en la temprana Edad del Bronce,
tumbado panza arriba en una noche de verano. El rebaño duerme, pero él no puede
conciliar el sueño, así que mira a las estrellas. A fuerza de rastrear en el
cielo una explicación existencial –o quizás por mero aburrimiento– el pastor
comienza a trazar figuras con el índice entre esos puntos fríos, luminosos y
brillantes, y les asigna nombres. A un grupo de ellas, especialmente luminoso,
lo denomina Las Andas, porque su forma le recuerda a unas parihuelas. Y al día
siguiente, cuando le cuenta a un pastor más joven lo que ha descubierto, el más
veterano añade una explicación a por qué se dibujan unas andas en el
firmamento. El segundo pastor pasará a su vez muchas noches mirando al cielo y
no viendo una masa uniforme de estrellas, sino esas andas, porque ya no puede
no verlas. Y la historia se extenderá, crecerá y mutará según pase de boca en
boca, hasta convertirse, muchos siglos después, en una Osa Mayor, una Calisto
transmutada en plantígrado por Artemisa como castigo por haberse dejado seducir
por Zeus.
Cuando una
historia es suficientemente buena, pervive, tanto más fuerte cuanto más falsa
sea, tanto más pegajosa cuando más sencilla: ese es el inmerso, perverso poder
de la falacia de la narrativa. Nuestro cerebro concurre en ella decenas de
veces al día, porque la mente tiene unos mecanismos inmutables. No podemos
pedirle que deje de creer en una buena historia, al igual que no podemos
pedirle al agua que asuma una forma cúbica en un vaso cilíndrico. No podemos
pedirle eso a nuestro cerebro, ni siquiera presentándole la verdad opuesta, por
más pruebas que la acompañen, si la historia original es más atractiva, más
morbosa, más sencilla. Y si hay algo que caracteriza a la verdad es que muy
pocas veces es atractiva, morbosa o sencilla.
La falacia de
la narrativa se hace aún más inevitable cuando se produce en nuestra percepción
un evento del tipo «cisne negro». Esta clase de sucesos, teorizados por Taleb
en un libro reciente, tienen su origen en un verso de Juvenal: «rara avis in
terris nigroque simillima cygno», en la que describe «una rara ave posada en
tierra, muy similar a un cisne negro». El poeta de Aquino pretendía con su
metáfora señalar un hecho imposible, pues la escribió diecisiete siglos antes
de que se conociese en Occidente la existencia de cisnes que no fueran blancos.
Aplicado a la
narrativa (aunque sirve para numerosos campos del pensamiento, desde el
periodismo a la macroeconomía), un evento de tipo cisne negro es aquel que pone
en jaque los anteriores sistemas de pensamiento existentes. Son eventos
completamente fuera de lo esperado, causan un impacto inapelable, parecen
obvios una vez ocurridos (aunque nadie los había anticipado prospectivamente),
e invitan a la explicación más sencilla y urgente para que el cerebro se calme
a si mismo de la desazón que le ha producido el suceso al alterar su esquema de
valores habitual.
Ejemplos de
estos cisnes negros son los atentados del 11 de marzo, el estallido de la
burbuja inmobiliaria española y la crisis mundial, o el descubrimiento de los
papeles de Bárcenas. En cada uno de los campos de juego de estos hitos
históricos, las reglas cambian y se reinterpreta todo lo que se creía conocer,
proyectando explicaciones con carácter retroactivo. Fragmentos de realidad que
convienen a la explicación se resaltan, mientras que otros que la refutan se
descartan con rapidez. Los telediarios muestran el titular anunciado por la
radio convertido en un cuento de hadas para adultos. El periódico, aunque
describe el evento mejor que ningún otro medio, lo colorea con su línea
editorial y le coloca columnistas a los lados, a suerte de anteojeras.
No importa, en
cualquier caso. Un evento de cisne negro se coloca en la mente del público en
minutos, se explica y se transmite, masticado y ensalivado por el poderío de la
narrativa, en el tiempo que dura una conversación de ascensor. La historia
tiene vida propia, imparable y peligrosa, una gigantesca bola de acero en una
pendiente de veinte grados. Las intenciones honestas, el bien que se perseguía
al realizar cualquier acción, los millones de matices que componen la realidad,
los flecos, las dudas. Todo es aplastado por esa buena historia que el mínimo
común de los mortales ya ha hecho suya, y de la que es imposible volver.
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