El filme Coco - me lo recomendó Ehitán y Lunita- difunde magistralmente la tradición del día de muertos; en especial la ofrenda que se coloca en las casas de los mexicanos, que es el lugar mágico de la tradición; ¡ese lugar se convierte en un espacio sagrado!
Y es que es ahí donde llegarán ese día las ánimas de los muertos a morar por breve tiempo y disfrutará de las viandas preparadas en su honor...: no debe faltar el pan de muerto.
¡Ah y la flor de Cempazuchitl!
Y los retratos de los familiares y amigos de los difuntos.
Para realizar la película, el director Lee Unkrich tardó seis años en recopilar información que le permitiera consolidar el argumento. Viajo por varios pueblos y ciudades de México..
Es un filme histórico, ampliamente recomendable; agradezco a Lunita (5 años) y a Ehithan (3) por recomendármela.
Gracias a Disney.
Recomiendo el texto de Ivonne Melgar..., sobre el tema. en Mujeres.mx
Coco y la pronunciación del dolor
Ajena a la crítica de cine y a las fobias hollywoodenses, quiero dejar constancia de mi felicidad como espectadora ante Coco, la película..
Porque su música retrata nuestras fiestas y esa compulsión al despilfarro como sinónimo de compartir.
Porque hace planetaria a Frida con sus excesos incluidos.
Porque es una interpretación contemporánea de un ritual muy mexicano, al margen de sus diversas apropiaciones y las dudas de su origen.
Porque reconforta el alma esa idea de que los muertos mueren sólo cuando se les olvida.
Porque recrea la celebración de los difuntos que regresan al mundo de los vivos para regodearse en sus vicios y antojos.
Porque se hace cargo del matriarcado persistente en la construcción de las biografías familiares.
Porque cuestiona con ternura los mandatos que abuelos, padres y tíos establecen a sus descendientes.
Porque abre puertas y ventanas al perdón siempre pendiente en las historias de amores interrumpidos.
Porque se toma en serio la reparación del daño como consecuencia del conocimiento de la verdad.
Porque nos recuerda que el ocultamiento del dolor únicamente agranda el dolor.
Porque obliga a reconocer que la nuestra es una cultura en la que, por generaciones, se ha pretendido que la negación de las pérdidas es el camino para superarlas.
Porque reconoce la fuerza de la herencia de las pasiones, de la genética emocional, del peso de los ancestros.
Porque otorga a las abuelas y a las bisabuelas el reconocimiento de su bondad, por supuesto, pero también señala el costo que conllevan sus rencores.
Porque nos permite admitir que esa consigna femenina sobre “los hombres malos que se fueron” tiene, necesariamente, otra cara de la moneda.
Porque retrata a las familias donde un retrato mutilado es síntoma de cariños resquebrajados que sangran y merecen ser pegados así sea con el diurex del entendimiento y la compasión.
Porque exalta el diálogo entre nuestros niños y nuestros mayores.
Y porque nos recuerda que la pesadilla del muro de Trump puede ser aplastada desde la pantalla con la historia de Coco.
Sí, porque al final de cuentas, si se trata de activar el lenguaje del rencor, estamos en posibilidad de decir que el imperialismo yanqui se ha rendido a las flores de cempasúchil.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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