Por Julián Rios, escritor
El País, 26 de agosto de 2006
El escritor alemán Arno Schmidt (1914-1979) publicó en 1953 una novela, Momentos de la vida de un fauno, que describe precisamente, a fuerza de detalles reveladores, la vida cotidiana de Alemania durante la inmediata preguerra y la Segunda Guerra Mundial.
El narrador, modesto funcionario que trata de sobrevivir en medio de la locura colectiva, es un testigo lúcido e impotente de la abyección nazi de cada día y de la creciente marea parda que va cubriéndolo todo y llega hasta su propio hogar. Su hijo adolescente no escapa al contagio de la propaganda virulenta y, con el ardor propio de su edad, se exalta ante los desfiles, las banderas desplegadas y la perspectiva de convertirse en héroe a los 17 años, apoyado por su madre, que se extasía ante sus galones y vibra también con los redobles del melodrama épico del Tercer Reich que acabará en drama a secas. En efecto, el joven soldado morirá en combate en el frente ruso. Y el narrador aceptará resignado que su mujer recurra de nuevo al lugar común y ponga en la esquela: “Caído por la Gran Alemania”.
Por la misma época, Günter Grass, según sabemos por su reciente confesión, era otro de esos jovencísimos soldados a los que les habían calentado los cascos con las soflamas bélicas. Grass tuvo más suerte que el soldadito de la novela de Schmidt y vivió para contarlo.
Unos quince años después de llevar la doble runa de las SS, que ahora algunos querrían grabársela como estigma indeleble, Grass irrumpió escandalosamente en la escena literaria con su primera novela, El tambor de hojalata (1959), que contribuyó a la renovación de la lengua alemana, prostituida y postrada tras los años de dictadura, y además a la del género, a medida que se multiplicaban sus traducciones.
En El tambor de hojalata, Oskar, su protagonista, de 30 años, que no quiso crecer y prefiere creer en sus historias, recuerdos fabulosos y fantasías, aporrea su juguete y lanza sus gritos rompecristales para que no siga haciendo oídos sordos una sórdida sociedad.
Aupado en la plataforma de la notoriedad, por el merecido éxito mundial de su novela, Grass siguió el ejemplo de su criatura novelesca y se puso a armar ruido y a elevar la voz para hacerse oír en el nuevo diálogo de sordos de la posguerra, dispuesto siempre a entrar en polémicas, a predicar con el ejemplo del compromiso y a defender sus ideas e ideales, la mayor parte de las veces, justos y razonables. Y, así, Günter Grass se convirtió en una figura pública, a la que el Premio Nobel le llegó al fin, en 1999, con toda justicia.
La gran obra literaria suele escaparse de las jaulas clasificatorias, de las trampas de las buenas o malas intenciones, de las redes ideológicas e incluso de las ideas preconcebidas de sus autores.
Y los grandes autores convertidos en autoridades, a los que casi siempre se les pide su opinión sobre casi todo, suelen ser, a veces sin sospecharlo, trasuntos del doctor Jekyll y míster Hyde. Lo que dicen doctoralmente no siempre aparece tan claro, negro sobre blanco, en sus obras literarias.
Si Günter Grass se hubiese ocupado sólo de su vasta obra literaria, o de sus cebollas, como dicen los franceses, y nos revelara ahora su participación juvenil en una unidad de élite nazi, de infame memoria, no habría armado tal revuelo. Pero para el gran público, la fama de Grass está en buena parte cimentada en su compromiso de intelectual de izquierdas, en su fustigación de los horrores del pasado y de los errores presentes, en los constantes combates políticos por la justicia en Alemania y fuera de ella, por los que su figura alcanzó una estatura de estatua ejemplar o, como repiten los periódicos estos días, de “referencia moral”.
Se ha dicho que la confesión de Grass llega demasiado tarde, cuando el autor tiene ya 78 años. Nunca es tarde si lo dicho o confesado es bueno y sincero. Pero esta confesión llega sobre todo a destiempo, en el momento en que saca un libro de memorias: Pelando la cebolla. Se piense o no mal, los hechos están ahí: su editor adelantó la publicación del libro apelando al cebo del escándalo, y en veinticuatro horas, recogen los periódicos, se agotó la primera edición de 150.000 ejemplares y ya se prepara una segunda de 100.000. Cuando Hamlet se paseaba anunciando lo que leía: “Palabras, palabras, palabras”, se refería probablemente a alguna protonovela de ésas que le secaron el cerebro a Don Quijote. Pero el género ha progresado mucho desde entonces y sin duda Hamlet repetiría hoy simplemente: “Publicidad, publicidad, publicidad”.
La mujer del César quizás hoy día, en el mundo virtual de la apariencia, ya no tiene que ser honesta, pero sí ha de parecerlo. Es lástima que Günter Grass haya escogido tan mal momento para parecer deshonesto. Oscar Wilde, autor de profundas confesiones, dijo: “Es la confesión, no el cura, lo que nos da la absolución”.
Este lector le desea a Günter Grass que se sienta absuelto totalmente, con un peso menos encima y, por tanto, más libre para campar por sus respetos y escribir todavía algunas páginas dignas de El tambor de hojalata. Quizá ya no tenga necesidad de tomar el tambor de Oskar y remedar sus redobles. En realidad los tambores, independientemente de su materia, acaban siendo una lata.
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