De veras atenta contra los derechos humanos?/GERARDO LAVEAGA, es director de Inacipe.
El Universal, Jueves 03 de mayo de 2007
Algunas de las experiencias más frustrantes que he tenido en mi vida profesional se dieron durante mi gestión como director general del Ministerio Público en lo Familiar y Civil de la Procuraduría capitalina.
En una ocasión una persona denunció el maltrato que sufría un grupo de niños a los que su vecino golpeaba de manera inmisericorde, mientras los mantenía atados con alambres.
Apoyándome en el artículo 16 de la Constitución, que señala la forma en que debe proceder una autoridad en casos urgentes, ordené a los policías a mi mando que entraran a la casa, liberaran a los menores y detuvieran al golpeador.
El operativo resultó exitoso. Acto seguido, puse a los menores y al sujeto a disposición del juez. Unos días después me enteré de que el maltratador seguía libre y que los niños continuaban a su merced. "Se está ensañando con ellos", me dijo el denunciante, indignado ante mi ineficiencia.
Cuando busqué al juez para preguntarle la causa por la que había liberado al sujeto, me comunicó, escuetamente, que yo no había probado la urgencia y que, por tanto, él no podía proceder. Quedé estupefacto.
Para paliar mi frustración, me puse en contacto con un magistrado amigo mío y le pregunté primero, cómo se probaba la urgencia; después, qué podía hacer. Era la primera vez que me ocurría aquello y no quería que volviera a suceder.
La respuesta del magistrado fue poco alentadora: "Las leyes están mal hechas", dijo, "y los abogados se aprovechan de los resquicios que dejan". Me sugirió que no insistiera. El maltratador podría acusarme ante la recién creada Comisión Nacional de Derechos Humanos, por haber procedido sin mandato judicial y, entonces, quien estaría en problemas sería yo.
Pero, ¿no decía la Constitución que en casos urgentes se podía proceder sin orden judicial? Una semana después, ante una denuncia vinculada con una menor de edad a la que su padrastro sometía a continuas violaciones, solicité una orden del juez para cerciorarme de los hechos.
Cuando, al cabo de dos meses, la obtuve, me comunicaron que la menor ya no vivía en la ciudad de México. Nadie supo darme razón de su destino.
Las referencias vienen al caso a propósito de las reacciones que han tenido algunos miembros de la comunidad académica respecto a la iniciativa de reformas constitucionales en materia penal, que el pasado 9 de marzo presentó el presidente Felipe Calderón ante el Senado de la República.
Algunos han actuado guiados por sus buenas intenciones, por su afán de que la realidad cuadre con ellas. Creen, honestamente, que los hombres son buenos y que cualquier figura jurídica que amenace a quienes infringen la ley daña al universo entero.
Otros, no obstante, han lanzado adjetivos sin ton ni son e insultos a granel por motivos menos nobles: fueron contratados por empresas extranjeras para defender proyectos distintos y ven peligrar sus honorarios.
Pero más allá de los móviles que tienen los detractores del proyecto, quien quiera que haya estado inmerso en el sistema de justicia, sabe que lo único que busca la reforma es permitir que la autoridad actúe con mayor rapidez en casos extremos, sin que ello implique que se deje al juez de lado.
En todos los casos se contempla la intervención judicial y en ninguno se descarta la posibilidad de que un acto abusivo por parte de la autoridad sea sujeto de una escrupulosa revisión y de la sanción correspondiente. En todos los casos es posible recurrir al amparo. Los académicos a los que me he referido se preguntan cómo es posible que un agente del Ministerio Público vaya a poder ordenar un arraigo o llevar al cabo un cateo en ciertas circunstancias, y que sea, hasta después, cuando un juez ratifique o rectifique su actuación.
Protestan ante la posibilidad de que un miembro de la delincuencia organizada pueda perder sus propiedades a favor del Estado. Pero, ¿no se habrán dado cuenta de que estos supuestos ya están previstos en nuestra Constitución? Lo que busca la propuesta de reformas es agilizar los trámites, por decirlo de algún modo; llenar los resquicios a los que aludía mi amigo el magistrado.
La reforma, naturalmente, entraña riesgos. Puede prestarse a abusos de la autoridad y provocar situaciones indeseables. Nada que el marco jurídico vigente no pueda propiciar también. La policía, los agentes del Ministerio Público y los jueces pueden incurrir en actos ilícitos dentro del más equilibrado de los sistemas penales.
Lo que tenemos que hacer, por ende, es esmerarnos en fortalecer los mecanismos de control, en capacitar mejor a nuestros servidores públicos y en elevar su calidad de vida para evitarles la tentación de corromperse. Lo que no parece razonable es exigir que se acabe con la delincuencia y se garantice la seguridad mientras, al mismo tiempo, nos oponemos al menor intento que se hace para conseguirlo.
* Director del Inacipe
Una iniciativa peligrosa y regresiva/MIGUEL CARBONELL, Coordinador del área de Derecho Constitucional, IIJ-UNAM
El Universal, Jueves 03 de mayo de 2007
El pasado 9 de marzo el presidente Felipe Calderón hizo llegar al Senado de la República cuatro iniciativas que suponen su programa de reforma en materia penal. Nadie puede dudar de la necesidad de realizar una profunda reforma a nuestro sistema penal, pero la ruta elegida por Calderón es sumamente peligrosa y además es regresiva.
El Presidente propone reformar la Constitución para llevar hasta el texto de la Carta Magna una especie de cheque en blanco a favor del Ministerio Público para que pueda dictar medidas cautelares dentro del "procedimiento penal". Esto significa que el MP, cuya historia reciente está plagada de errores y corruptelas tanto a nivel federal como local, podrá detener a una persona, incautar precautoriamente sus bienes, obligarla a no abandonar una demarcación territorial, etcétera. Es decir, Calderón propone que a uno de los principales autores de los mayores abusos dentro del sistema penal se le amplíen los poderes que tiene actualmente, en detrimento de la seguridad jurídica de los ciudadanos.
La iniciativa de Calderón no ayuda a corregir el problema de la falta de definición de los delitos graves. En vez de arreglar este problema de raíz, Calderón solamente intenta una tímida redefinición, al proponer que por delito grave se entiendan aquellos que "afecten seriamente la tranquilidad y la paz públicas". ¿Qué añade eso a lo que hay actualmente? Casi nada o nada: los legisladores seguirán teniendo un gran margen de discrecionalidad para establecer los delitos que deben ser considerados como graves, de modo que la prisión preventiva seguirá siendo la regla y la libertad caucional la excepción, lo cual es contrario a diversos tratados internacionales de derechos humanos.
Calderón propone constitucionalizar el arraigo, figura que había sido considerada inconstitucional por la Suprema Corte hace un par de años.
Calderón le pide al Senado que continúe por la peligrosa senda de crear un subsistema penal aplicable solamente a los casos de delincuencia organizada. Se trata de medidas que tienden a constitucionalizar el "derecho penal del enemigo" y que comportan una guantanamización del ordenamiento jurídico mexicano (debo esta expresión a la inteligencia y lucidez de Miguel Sarre). Lo peligroso es que la Constitución no define hoy en día, ni lo hará si se aprueba la reforma de Calderón, qué debemos entender por delincuencia organizada. La ley respectiva ha dado lugar a un alud de críticas por parte de los más reconocidos expertos en México, como don Sergio García Ramírez. ¿Por qué entonces deberíamos profundizar una ruta que ya se ha probado ineficaz y contraria a los derechos humanos? Las alternativas viables son o establecer los mismos derechos y obligaciones para todas las personas que enfrentan un proceso penal, o bien definir con precisión qué delitos deben ser considerados como de delincuencia organizada.
El Presidente propone una muy tímida ruptura del monopolio de la acción penal, pues remite a la ley para que se señalen los casos "excepcionales" en los que los particulares podrán solicitar directamente la apertura de un proceso penal ante el juez competente. Es necesario abrir con mayor contundencia ese monopolio, y hacerlo clara y contundentemente desde el texto constitucional.
En su propuesta de reforma al Código Penal, Calderón propone la instauración de la prisión vitalicia, olvidando de lleno que el fin de la prisión en México es la readaptación social de las personas sentenciadas. ¿Cómo se readaptará una persona que va a salir de la prisión el día en que muera? La prisión perpetua es inhumana y su instauración en México es una regresión jurídica, política y moral. A estas alturas sabemos perfectamente que el problema no es la "cantidad" de penas con que se sanciona un delito, sino que ninguno de nuestros más de mil cuerpos policiacos es capaz de dar con los responsables y ponerlos ante un juez.
Por todo lo anterior es que las iniciativas de Calderón deben ser rechazadas o enmendadas a profundidad por los senadores. Da mucha tranquilidad saber que algunas de ellas pasarán por las manos competentes, serenas y responsables de legisladores como Pedro Joaquín Coldwell o César Camacho, que seguramente no se sumarán a este tipo de expresiones regresivas y peligrosas.
El mayor acierto que tiene la propuesta de Calderón es la de unificar la legislación penal, de modo que en vez de tener 33 códigos penales tengamos uno solo para toda la República.
Algunos de los detractores de esta propuesta sostienen, equivocadamente, que es contraria al significado de nuestro sistema federal. No es así. El federalismo es una forma de organización territorial de las funciones públicas que, en última instancia, debe estar al servicio de los ciudadanos y de sus intereses. ¿Qué sirve más a todos los habitantes de México, tener un solo Código Penal o tener 33 ordenamientos punitivos?
La propuesta de un Código Penal único puede y debe ser aprobada. Casi todo lo demás que propuso Calderón debe ser rápida y claramente desechado.
El Universal, Jueves 03 de mayo de 2007
Algunas de las experiencias más frustrantes que he tenido en mi vida profesional se dieron durante mi gestión como director general del Ministerio Público en lo Familiar y Civil de la Procuraduría capitalina.
En una ocasión una persona denunció el maltrato que sufría un grupo de niños a los que su vecino golpeaba de manera inmisericorde, mientras los mantenía atados con alambres.
Apoyándome en el artículo 16 de la Constitución, que señala la forma en que debe proceder una autoridad en casos urgentes, ordené a los policías a mi mando que entraran a la casa, liberaran a los menores y detuvieran al golpeador.
El operativo resultó exitoso. Acto seguido, puse a los menores y al sujeto a disposición del juez. Unos días después me enteré de que el maltratador seguía libre y que los niños continuaban a su merced. "Se está ensañando con ellos", me dijo el denunciante, indignado ante mi ineficiencia.
Cuando busqué al juez para preguntarle la causa por la que había liberado al sujeto, me comunicó, escuetamente, que yo no había probado la urgencia y que, por tanto, él no podía proceder. Quedé estupefacto.
Para paliar mi frustración, me puse en contacto con un magistrado amigo mío y le pregunté primero, cómo se probaba la urgencia; después, qué podía hacer. Era la primera vez que me ocurría aquello y no quería que volviera a suceder.
La respuesta del magistrado fue poco alentadora: "Las leyes están mal hechas", dijo, "y los abogados se aprovechan de los resquicios que dejan". Me sugirió que no insistiera. El maltratador podría acusarme ante la recién creada Comisión Nacional de Derechos Humanos, por haber procedido sin mandato judicial y, entonces, quien estaría en problemas sería yo.
Pero, ¿no decía la Constitución que en casos urgentes se podía proceder sin orden judicial? Una semana después, ante una denuncia vinculada con una menor de edad a la que su padrastro sometía a continuas violaciones, solicité una orden del juez para cerciorarme de los hechos.
Cuando, al cabo de dos meses, la obtuve, me comunicaron que la menor ya no vivía en la ciudad de México. Nadie supo darme razón de su destino.
Las referencias vienen al caso a propósito de las reacciones que han tenido algunos miembros de la comunidad académica respecto a la iniciativa de reformas constitucionales en materia penal, que el pasado 9 de marzo presentó el presidente Felipe Calderón ante el Senado de la República.
Algunos han actuado guiados por sus buenas intenciones, por su afán de que la realidad cuadre con ellas. Creen, honestamente, que los hombres son buenos y que cualquier figura jurídica que amenace a quienes infringen la ley daña al universo entero.
Otros, no obstante, han lanzado adjetivos sin ton ni son e insultos a granel por motivos menos nobles: fueron contratados por empresas extranjeras para defender proyectos distintos y ven peligrar sus honorarios.
Pero más allá de los móviles que tienen los detractores del proyecto, quien quiera que haya estado inmerso en el sistema de justicia, sabe que lo único que busca la reforma es permitir que la autoridad actúe con mayor rapidez en casos extremos, sin que ello implique que se deje al juez de lado.
En todos los casos se contempla la intervención judicial y en ninguno se descarta la posibilidad de que un acto abusivo por parte de la autoridad sea sujeto de una escrupulosa revisión y de la sanción correspondiente. En todos los casos es posible recurrir al amparo. Los académicos a los que me he referido se preguntan cómo es posible que un agente del Ministerio Público vaya a poder ordenar un arraigo o llevar al cabo un cateo en ciertas circunstancias, y que sea, hasta después, cuando un juez ratifique o rectifique su actuación.
Protestan ante la posibilidad de que un miembro de la delincuencia organizada pueda perder sus propiedades a favor del Estado. Pero, ¿no se habrán dado cuenta de que estos supuestos ya están previstos en nuestra Constitución? Lo que busca la propuesta de reformas es agilizar los trámites, por decirlo de algún modo; llenar los resquicios a los que aludía mi amigo el magistrado.
La reforma, naturalmente, entraña riesgos. Puede prestarse a abusos de la autoridad y provocar situaciones indeseables. Nada que el marco jurídico vigente no pueda propiciar también. La policía, los agentes del Ministerio Público y los jueces pueden incurrir en actos ilícitos dentro del más equilibrado de los sistemas penales.
Lo que tenemos que hacer, por ende, es esmerarnos en fortalecer los mecanismos de control, en capacitar mejor a nuestros servidores públicos y en elevar su calidad de vida para evitarles la tentación de corromperse. Lo que no parece razonable es exigir que se acabe con la delincuencia y se garantice la seguridad mientras, al mismo tiempo, nos oponemos al menor intento que se hace para conseguirlo.
* Director del Inacipe
Una iniciativa peligrosa y regresiva/MIGUEL CARBONELL, Coordinador del área de Derecho Constitucional, IIJ-UNAM
El Universal, Jueves 03 de mayo de 2007
El pasado 9 de marzo el presidente Felipe Calderón hizo llegar al Senado de la República cuatro iniciativas que suponen su programa de reforma en materia penal. Nadie puede dudar de la necesidad de realizar una profunda reforma a nuestro sistema penal, pero la ruta elegida por Calderón es sumamente peligrosa y además es regresiva.
El Presidente propone reformar la Constitución para llevar hasta el texto de la Carta Magna una especie de cheque en blanco a favor del Ministerio Público para que pueda dictar medidas cautelares dentro del "procedimiento penal". Esto significa que el MP, cuya historia reciente está plagada de errores y corruptelas tanto a nivel federal como local, podrá detener a una persona, incautar precautoriamente sus bienes, obligarla a no abandonar una demarcación territorial, etcétera. Es decir, Calderón propone que a uno de los principales autores de los mayores abusos dentro del sistema penal se le amplíen los poderes que tiene actualmente, en detrimento de la seguridad jurídica de los ciudadanos.
La iniciativa de Calderón no ayuda a corregir el problema de la falta de definición de los delitos graves. En vez de arreglar este problema de raíz, Calderón solamente intenta una tímida redefinición, al proponer que por delito grave se entiendan aquellos que "afecten seriamente la tranquilidad y la paz públicas". ¿Qué añade eso a lo que hay actualmente? Casi nada o nada: los legisladores seguirán teniendo un gran margen de discrecionalidad para establecer los delitos que deben ser considerados como graves, de modo que la prisión preventiva seguirá siendo la regla y la libertad caucional la excepción, lo cual es contrario a diversos tratados internacionales de derechos humanos.
Calderón propone constitucionalizar el arraigo, figura que había sido considerada inconstitucional por la Suprema Corte hace un par de años.
Calderón le pide al Senado que continúe por la peligrosa senda de crear un subsistema penal aplicable solamente a los casos de delincuencia organizada. Se trata de medidas que tienden a constitucionalizar el "derecho penal del enemigo" y que comportan una guantanamización del ordenamiento jurídico mexicano (debo esta expresión a la inteligencia y lucidez de Miguel Sarre). Lo peligroso es que la Constitución no define hoy en día, ni lo hará si se aprueba la reforma de Calderón, qué debemos entender por delincuencia organizada. La ley respectiva ha dado lugar a un alud de críticas por parte de los más reconocidos expertos en México, como don Sergio García Ramírez. ¿Por qué entonces deberíamos profundizar una ruta que ya se ha probado ineficaz y contraria a los derechos humanos? Las alternativas viables son o establecer los mismos derechos y obligaciones para todas las personas que enfrentan un proceso penal, o bien definir con precisión qué delitos deben ser considerados como de delincuencia organizada.
El Presidente propone una muy tímida ruptura del monopolio de la acción penal, pues remite a la ley para que se señalen los casos "excepcionales" en los que los particulares podrán solicitar directamente la apertura de un proceso penal ante el juez competente. Es necesario abrir con mayor contundencia ese monopolio, y hacerlo clara y contundentemente desde el texto constitucional.
En su propuesta de reforma al Código Penal, Calderón propone la instauración de la prisión vitalicia, olvidando de lleno que el fin de la prisión en México es la readaptación social de las personas sentenciadas. ¿Cómo se readaptará una persona que va a salir de la prisión el día en que muera? La prisión perpetua es inhumana y su instauración en México es una regresión jurídica, política y moral. A estas alturas sabemos perfectamente que el problema no es la "cantidad" de penas con que se sanciona un delito, sino que ninguno de nuestros más de mil cuerpos policiacos es capaz de dar con los responsables y ponerlos ante un juez.
Por todo lo anterior es que las iniciativas de Calderón deben ser rechazadas o enmendadas a profundidad por los senadores. Da mucha tranquilidad saber que algunas de ellas pasarán por las manos competentes, serenas y responsables de legisladores como Pedro Joaquín Coldwell o César Camacho, que seguramente no se sumarán a este tipo de expresiones regresivas y peligrosas.
El mayor acierto que tiene la propuesta de Calderón es la de unificar la legislación penal, de modo que en vez de tener 33 códigos penales tengamos uno solo para toda la República.
Algunos de los detractores de esta propuesta sostienen, equivocadamente, que es contraria al significado de nuestro sistema federal. No es así. El federalismo es una forma de organización territorial de las funciones públicas que, en última instancia, debe estar al servicio de los ciudadanos y de sus intereses. ¿Qué sirve más a todos los habitantes de México, tener un solo Código Penal o tener 33 ordenamientos punitivos?
La propuesta de un Código Penal único puede y debe ser aprobada. Casi todo lo demás que propuso Calderón debe ser rápida y claramente desechado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario