3 may 2007

Elecciones en Francia

Ante el 'ballottage' de Sarkozy/ Enrique Gil Calvo, es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.
El País, 04/05/2007;
Las elecciones presidenciales francesas están resultando muy estimulantes, a juzgar por la incertidumbre que hay ante el inminente resultado del ballottage de Sarkozy. Y de entre las diversas lecciones que se desprenden de su desarrollo, sólo destacaré dos: la capacidad de rectificación del electorado francés y su posible realineamiento político superando la vieja distinción izquierda-derecha. Por lo que respecta al primer punto, la ciudadanía francesa ha demostrado con su muy elevada participación electoral que es capaz de aprender de la experiencia previa, pues lejos de recaer en el trágico error cometido en 2002, cuando la imprudente irresponsabilidad de los electores arrojó un resultado en la primera vuelta (que defenestraba al aspirante socialista Lionel Jospin) imposible de digerir en la segunda (al quedar el corrupto Chirac como única opción para detener al fascista Le Pen), en esta ocasión la elección ha sido modélica. Y si los franceses acudieron masivamente a las urnas el 22 de abril fue sin duda para evitar que la fragmentación de la izquierda, multiplicada por la perversa ingeniería del sistema electoral francés, volviese a deparar como era de temer una sesgada segunda vuelta entre Le Pen y Sarkozy. Pero afortunadamente no ha ocurrido así. Los franceses aprendieron la lección de 2002 y decidieron rectificarse a sí mismos, aupando a la inexperta Ségolène Royal hasta la segunda vuelta en lugar de defenestrarla como hicieron cinco años antes con Jospin. Semejante capacidad de aprendizaje de la propia experiencia demostrada por el electorado francés es digna de admiración pero también de envidia, dicho sea pensando en la escasa capacidad de aprendizaje del electorado español.
En cuanto al posible realineamiento de los franceses, que me parece el segundo punto a destacar, han sido muchos los observadores que han interpretado el inesperado resultado obtenido por el centrista François Bayrou como un indicio de que se estaría produciendo un desplazamiento de la alineación política desde el clásico eje derecha-izquierda, que opone a las clases propietarias frente a las asalariadas, a un nuevo eje arriba-abajo, que distancia a las élites políticas y económicas de los ciudadanos de a pie. Lo cual significaría otra nueva manifestación de un movimiento en profundidad que desde hace largo tiempo estaría redibujando el campo de la representación política, al hacer cada vez más borrosa y permeable la frontera izquierda-derecha por efecto del incremento de la volatilidad electoral, a la vez que se profundiza el divorcio entre la clase política y la sociedad civil.
¿Cómo se entiende este desplazamiento del antagonismo político del eje derecha-izquierda al eje arriba-abajo? La explicación convencional lo interpreta bajo el esquema de la crisis de representatividad que afectaría a nuestras democracias. Por una serie de razones relacionadas entre sí (fin de las ideologías, oligarquización de los partidos, profesionalización de la política, marketing electoral, escándalos de corrupción, descrédito de la democracia, etcétera), los ciudadanos ya no se reconocen en sus representantes políticos ni se identifican con ellos, pues consideran que sólo sirven a los intereses sectarios de la cúpula de sus partidos en vez de servir como debieran a los intereses legítimos de sus bases electorales. En consecuencia, los electores han aprendido a desconfiar de sus representantes convencionales, abriéndose un creciente divorcio entre la ciudadanía y la clase política. De ahí que Ségolène Royal esté proponiendo reformas enprofundidad de la democracia representativa para regenerarla mediante fórmulas de democracia participativa. Sin embargo, esta crisis de representatividad podría deberse no tanto al fallo de las instituciones políticas como a la transformación de las estructuras sociales.
Es la tesis de Bernard Manin: nuestra vigente democracia de partidos sólo era representativa en la época de la sociedad industrial, caracterizada por una estructura de clases sólidamente articulada de manera estable, cuando las izquierdas representaban a las clases asalariadas y las derechas a las clases medias. Pero aquella sociedad industrial ya no existe ahora. La llamada globalización ha impuesto "el advenimiento de la sociedad posindustrial" (Bell), y aquella vieja estructura de clases se ha fragmentado hasta disolverse en la atomizada individualización actual (Beck). Primero se desintegró la clase obrera, desapareciendo sus redes de solidaridad colectiva, su identidad de oficio y su conciencia de clase. Después se han desclasado las clases medias, tras la amortización de la meritocracia (Sennett) que ha convertido a los profesionales en mileuristas. Y ahora irrumpen por debajo de la pirámide social los nuevos estratos de inmigrantes socialmente excluidos, que como mano de obra sobreexplotada conforman el nuevo ejército laboral de reserva servil. En consecuencia, se ha incrementado exponencialmente la polarización de la desigualdad económica (Krugman), con la apertura de una creciente fractura entre una minoría cada vez más rica de beneficiarios de la globalización ("los de arriba") y una mayoría cada vez más empobrecida ("los de abajo"), ya sea en términos absolutos (la nueva pobreza urbana socialmente excluida) o relativos (jóvenes y mujeres incapaces de emanciparse por sí mismos).
Pero si la estructura social se ha transformado drásticamente, la estructura política no lo ha hecho, pues seguimos gobernados por unas obsoletas democracias de partidos que sólo estaban adaptadas a una sociedad industrial que hoy ya no existe. En consecuencia, ante semejante desajuste entre la estructura social y la superestructura política, reaparece la fractura civil. Una fractura que puede manifestarse de diversas formas, sea a la francesa (con miedo al futuro, odio a la globalización e incendios en las banlieues) o sea a la española (con burbuja inmobiliaria, derroche de nuevos ricos, bloqueo de la emancipación juvenil y explotación masiva de inmigrantes). Pero una fractura que, en todo caso, ha abierto un divorcio insalvable entre los de arriba (la clase política financiada por el mundo de los negocios) y los de abajo: la sociedad civil, hoy desarticulada y reducida a la privacidad.
¿Qué va a pasar en la segunda vuelta con el ballottage de Sarkozy? Las encuestas pronostican su victoria, pero existen indicios que apuntan la posibilidad de que salte la sorpresa, tal como sucedió en el plebiscito sobre la Constitución europea cuando la Francia de abajo se impuso a la Francia de arriba. Y también este domingo de mayo podría volver a ocurrir lo mismo, si los de abajo acudieran masivamente a las urnas en un plebiscito para parar los pies al presidencialismo bonapartista del nuevo pequeño corso. Al fin y al cabo, las clases medias son por naturaleza la base electoral de Nicolas Sarkozy. Y hoy las clases medias francesas se están desclasando y empobreciendo en términos relativos, odian la globalización neoliberal que preconiza Sarkozy y se comportan a veces como clase antisistema, por lo que podrían optar por tomar de nuevo la Bastilla presidencialista.
Nueva derecha y socialismo de siempre/Jorge Edwards.
Publicado en EL PAÍS, 02/05/2007;
Los franceses saben usar su sistema político a fondo, aprovechando todos los resquicios posibles e imaginables. Por eso en la primera vuelta sobran los candidatos. Algunos se proponen ganar. Otros se contentan con defender un punto de vista, con imponer un nombre, con hacer un saludo a alguna bandera, por minoritaria o extravagante que ésta pueda ser. Según veo ahora, en la primera vuelta, la del domingo 22 de abril, hubo tres candidatos trotskistas. A mí no me extraña demasiado. Francia es el país de las facciones políticas, de las divisiones y las subdivisiones, sobre todo en la izquierda. Las ideologías, el abuso de las ideologías, el gusto por los debates teóricos, conducen a una curiosa y a veces abrumadora proliferación de tendencias. Me tocó verlo en acción, en su salsa genuina, en su máxima virulencia, durante las jornadas de Mayo de 1968. Comparada la situación actual con la de aquella época, la del final del gaullismo, siempre me parece más apaciguada, menos dramática, de tendencias más difusas, de fronteras intelectuales menos marcadas. En el primero de los grandes desfiles de aquella rebelión estudiantil, los jóvenes rebeldes, los que ocupaban las primeras filas, declararon a la prensa que habían llevado a remolque a “la crápula estalinista”. En esos tiempos de insurrección más o menos general, las palabras no se medían demasiado. El marxismo era una filosofía de confrontación, de oposición, de guerra interna en la sociedad, y el lenguaje de aquellos años lo demostraba en cada inflexión retórica, en cada vuelta de frase.
Al ver los programas políticos de la televisión de estos días, tengo la impresión de que los candidatos, a pesar de que se tiran estocadas a cada rato, usan un lenguaje mucho menos provocativo, menos agresivo. En otras palabras, cultivan unas apariencias de cortesía, de buenas maneras. Se diría que la tolerancia, que fue una virtud política importante en los comienzos de la Revolución Francesa, perdió prestigio a lo largo del siglo XX, siglo no sólo de guerra fría, sino también de frenéticas guerras verbales, y ahora, en los primeros pasos del XXI, lo empieza a recuperar. La virtud de la tolerancia no es necesariamente corrompida, ni blanda, ni entreguista. Pero tiene un aura ambigua que no es fácil destruir. Por algo, al hablar de casas mal afamadas, se habla de casas de tolerancia.
Sarkozy, por ejemplo, después de sacar la mayoría relativa en la primera vuelta, en su primera aparición pública le dirigió un saludo amable, aunque interesado y en el fondo envenenado, a su adversaria socialista Ségolène Royal. Desde su mayoría, podía permitirse un gesto elegante. Además, ese gesto tenía una doble intención. Ambos buscamos lo mejor para el pueblo francés, parecía decir entre líneas, pero los instrumentos míos, los medios que me propongo utilizar para conseguir este fin común, son mucho más eficaces que los suyos. El discurso de Ségolène, en cambio, fue más duro y recurrió en algún momento a los temas clásicos del viejo socialismo. Entre ellos, a la denuncia del poder del dinero y de los grandes consorcios financieros en la derecha representada por Nicolás Sarkozy.
Al mismo tiempo, tuve la impresión, y sólo pretendo transmitir esa impresión, sin dármelas de experto en política francesa ni en nada parecido, de que Ségolène Royal es una oradora más bien rígida, con escasa capacidad de improvisación, que sabe lo que dice, pero que no domina por completo la manera de decirlo. Frente a Sarkozy tuve la impresión contraria. No dice demasiado, más bien evita entrar en los temas de fondo, pero habla con notable fluidez, en un tono de charla amable, de confesión, en determinados pasajes casi de prédica, y consigue levantar a su público. “¿Es un encantador de serpientes, o es una pura idea mía?”, le preguntó a una persona de la edición literaria, una persona enterada y que sigue las cosas de cerca, y me contestó de inmediato, haciendo vigorosos gestos afirmativos: “¡Es exactamente lo que usted dice!”. Moviendo las manos como un director de orquesta, Sarkozy encontraba las palabras adecuadas y parecía que las moldeaba, que las acariciaba y les sacaba brillo con los ojos.Las encuestas del momento le dan a Sarkozy una ventaja de cinco puntos y fracción sobre su competidora. En las circunstancias actuales, no parece fácil que esto cambie. Ahora bien, si se analizan las diferencias reales entre ambos candidatos, se puede llegar a conclusiones interesantes sobre las tendencias francesas de hoy, conclusiones que también sugieren algo acerca del panorama europeo. Ségolène insiste en los grandes temas de la protección social y del empleo. El énfasis de Sarkozy está en otra parte: en la seguridad, en la protección de los ciudadanos, que incluye, sin que se lo diga en forma explícita, la protección de sus propiedades, y en la defensa de los viejos valores de la vida francesa. Todos terminan sus discursos con las frases tradicionales, que le escuché en su tiempo al general De Gaulle, que escuché más tarde en boca de François Mitterrand, “Viva Francia”, “Viva la República”, pero la derecha pone el acento en Francia, y la izquierda, en las tradiciones republicanas. Llegado a este punto, me hago una pregunta inquietante: ¿no será que Sarkozy le arrebató sus temas al nacionalista Le Pen y los suavizó, los rodeó de un lenguaje más aceptable, les colocó un maquillaje que les permite acceder a los terrenos de la corrección política? Si es así, se podría creer en la llegada al poder de una derecha mucho más dura que la de Chirac o la de gobiernos anteriores: más intransigente frente a temas como la inmigración, la lucha contra la delincuencia o contra el terrorismo. Uno de los candidatos menores, que después de su prevista derrota partió a tomarse unas cervezas en la taberna de su barrio, dijo lo siguiente: en poco tiempo más, en estos mismos barrios, la policía va a golpear mucho más fuerte. Y eso no es poco decir. He visto a la policía francesa y, sobre todo, a sus comandos especiales, en acción en tiempos de conflictos serios, y sé de qué hablaba el candidato de la primera vuelta con su vaso de cerveza en la mano. Vamos a verla actuar en estos barrios, decía él, precisamente, y la vamos a ver repartiendo golpes a diestra y siniestra.
Hasta aquí sólo me he referido a las dos primeras mayorías, pero uno de los aspectos originales de esta elección consiste en que el candidato que entró en tercer lugar, el centrista François Bayrou, es el hombre que podría tener en su mano la clave de toda la situación. En su primera conferencia de prensa, el miércoles 25 de abril en la tarde, Bayrou no ha dado ninguna consigna de voto, como era fácil de prever, y ha criticado a las dos primeras mayorías en términos meridianamente claros. Sarkozy, ha dicho, por su temperamento mismo, por el estilo de gobierno que ha demostrado en sus largos años de ministro, va a tratar de conseguir una máxima concentración del poder, va a ejercer una presidencia autoritaria y probablemente va a llevar a los franceses a situaciones de conflicto. Ségolène Royal, por el contrario, indica con insistencia que espera formar un Estado mucho más intervencionista que el actual, cosa que se contradice con la idea de una renovación y una necesaria y urgente modernización de la economía francesa. En otras palabras, Bayrou se presenta a sí mismo como el único que puede sacar a Francia de esta polarización, de estos dos extremos peligrosos. Me pareció que su crítica de Sarkozy era más acerada, más intransigente, que la que lanzó a la señora Royal. Pero en esta conferencia hubo un anuncio esencial: Bayrou, que viene de las antiguas formaciones de la derecha gaullista, que fue ministro de gobiernos de derecha más o menos recientes, ha decidido formar ahora un Partido Demócrata, de centro, que intentará liberar a los franceses de dilemas que le parecen anacrónicos, propios de una política anticuada y de guerra fría. Después de la conferencia, me dediqué a observar una serie de reacciones en la ciudad de Lyon, donde el voto centrista, superior al veinte por ciento, fue uno de los más altos de Francia. Muchos de los entrevistados en la calle hablaban con claro rechazo de Sarkozy, pero ninguno se pronunció en favor de Ségolène. Algunos dijeron que todavía no habían tomado su decisión y otros aseguraron en forma rotunda que votarían en blanco. Todos se mostraban entusiasmados, por otra parte, con el nuevo partido anunciado por François Bayrou. El porvenir inmediato, en buenas cuentas, se ve bastante definido. Lo que no se ve claro, en cambio, es la derivación que podría tener un gobierno de derecha dura, con ribetes claramente nacionalistas, al estilo de Berlusconi, y con una fuerte oposición del nuevo centro formado por Bayrou y de la izquierda clásica, en la Francia de vieja escuela política y de una derecha componedora, negociadora, que ahora deja Jacques Chirac.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenos artículos DR. Un abrazo.

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