Intelectuales/Salvador Pániker, filósofo, ingeniero y escritor
Publicado en EL PAÍS, 11/04/2006;
Leo que Joan Estelrich, en su diario, critica a Carles Riba, “siempre tan raquítico, tan incapaz de elogio, tan incapaz de gratitud, negando el pan y la sal a sus maestros y a sus compañeros…”. En fin, que Estelrich considera que Riba, a pesar de su categoría intelectual, era mezquino y envidioso. Y yo digo que vaya usted a saber. Es un asunto sumamente delicado ese de la demolición de algunos mitos. Por ejemplo, el señor Paul Johnson escribió hace algún tiempo un libro, titulado Intelectuales, en el que analizaba la vida, la obra y las mentiras de Rousseau, Ibsen, Marx, Tolstoi, Sartre, Bertrand Russell, entre otros. Era un libro ameno, documentado y escrito con buen ritmo. La idea maestra, según Johnson, era que todos estos “grandes hombres”, aunque tuvieran algún talento específico, fueron unos personajes falsos y monstruosamente egocéntricos, con una vida privada que desmentía sus escritos públicos; personas que amaban sus ideas, pero no al prójimo.
Se trataba, ya digo, de un libro ágil, brillante, perspicaz y que manejaba abundante documentación. Un libro útil. Ahora bien, en su empeño por derribar ídolos, Johnson, cuya crítica puntual era atinada, dejaba sin aclarar un punto esencial: ¿cómo unos personajes tan “falsos” habrían podido crear una obra tan solvente? El caso es que no basta con yuxtaponer, como él lo hace, la genialidad y la falsedad. Es preciso hilar más fino. Es preciso articular -y no sólo yuxtaponer- las distintas dimensiones de una personalidad humana. Además, hablando con rigor, pienso que ninguno de los personajes inventariados por Johnson -por cierto, sólo una mujer entre ellos- era un impostor. Sin duda cometieron imposturas, pero no eran impostores. Conviene distinguir entre nivel psicológico y nivel ontológico. Si había contradicción entre su vida y su obra -¿y dónde no la hay?- también esta contradicción formaba parte de un continuum creativo. En todo caso, su falsedad no era total, ni solía ser consciente, ni anulaba la autenticidad de su obra. Todos estos escritores, más allá de las posibles marrullerías de su vida cotidiana, se identificaban realmente con lo que escribían. Ahí no había fisura. E insisto en que las contradicciones y las “falsedades” de una vida también forman parte del sufrimiento y la suciedad que aboca a una obra creativa. Es el principio del order from noise (orden a partir del ruido).
Además, toda obra humana se inscribe en un contexto histórico-social determinado. Tomemos el caso de Baudelaire, prototipo de lo que alguien ha llamado “el artista como gamberro”, una especie, felizmente, en extinción. Baudelaire actuaba bajo la sombra final del satanismo romántico: se pintaba el cabello de verde, se drogaba, se emborrachaba, tenía una amante negra, escandalizaba al público con poemas sobre lesbianas. Lo cierto es que Baudelaire representaba un rol con ánimo de realimentar su inconformismo. Más exactamente: Baudelaire es el primer escritor conscientemente nihilista que, para escapar a su propia nada, se disfraza de algo, en su caso, de dandy. Es un animal lúcido, enfermo de sífilis, con alguna tentativa de suicidio en su historial. Consume opio, más para aliviar sus dolencias que por apetito de paraíso. No trata tanto de escandalizar al prójimo cuanto de tenerse en pie de alguna manera. Ello es que la lucidez, de entrada, es destructiva. El antídoto es la mística. La mística que también es una forma de lucidez. Y la mística de Baudelaire se resume en un famoso manifiesto: “Il faut vous enivrer sans treve. De vin, de poésie ou de vertu, à votre guise. Mais enivrez-vous”. (”Es preciso embriagarse sin tregua: de vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero embriagaos”). El caso es que Baudelaire publicó Les fleurs du mal un par de años antes de que Darwin sacara a la luz El origen de las especies, cuando estaba ya en el aire la más profunda orfandad del animal humano. Pues ya se sabe que fue Darwin, y no Nietzsche, el primero que mató a Dios. (Nietzsche sólo publicó la esquela, y el remate definitivo lo perpetró Saussure al señalar que el sentido no tiene su origen en ninguna esencia trascendental, sino en un mero sistema cerrado de signos). En todo caso, ya digo, el desencanto estaba en el aire, y el romanticismo tardío se nutrió de ello.
Pero Baudelaire también había expresado la exigencia de ser sublimes sin interrupción. Y he ahí lo relevante: sin interrupción, sin fisura en lo último. Creo, pues, que el señor Johnson no ha atendido suficientemente a ese “apetito de verdad total” que caracteriza a ciertos seres humanos, por falsa que su vida pueda parecer. Johnson no advierte ese “candor de la verdad”-verdad que puede ser literaria, moral o del tipo que fuere- y que convierte a quienes lo tienen en personajes muy vulnerables -lo cual explica muchas de sus miserias-. Ciertamente, Johnson admite -faltaría más- un apetito parcial de verdad en muchos escritores; así, hablando de Hemingway apunta que hubo algo que nunca le faltó: integridad artística. Ahora bien, sucede que cuando se quiere ser íntegro en algo, se genera una tendencia a querer ser íntegro en todo. Aunque luego no se consiga. Y este llamémosle instinto de totalidad indivisible es lo que finalmente caracteriza al hombre real, por mucho que parcialmente fracase.
Tocante al inevitable egocentrismo del “gran hombre”, o de la “gran mujer”, también ahí la articulación es clara. Ninguno de los grandes creadores tiene un bajo concepto de sí mismo. ¿Cómo va a tenerlo? Ahora bien, este plus de autoestima pide también un plus de afecto y reconocimiento por parte del prójimo. El llamado egocentrismo de los “grandes” arranca de ahí. Otra cosa es el egocentrismo de los que sin ser grandes se creen (o se fingen) grandes -que también abunda-. Y otra cosa es también lo poco de fiar que son los grandes creadores cuando se ponen a pontificar sobre cuestiones públicas o políticas.
Apetito de verdad, entrega incondicional a algo, y no forzosamente a la propia obra. Es el caso de Tolstoi, que sólo a breves temporadas escribió. Tolstoi, que quiso que, en seguida después de su boda, su esposa leyera sus diarios. La mujer quedó horrorizada, el matrimonio comenzó mal. Es un ejemplo de ese peligroso “candor de la verdad” antes mentado. Johnson apunta que si Tolstoi hubiese sido un hombre sensato, habría vendido su gran latifundio y se habría concentrado en escribir libros. Pero Johnson se equivoca: si Tolstoi hubiese sido un hombre sensato, no habría escrito ni una línea. Las contradicciones de la vida privada de un creador son indisociables de su obra. La vida de un ser humano real nunca es reducible a una ecuación lineal; al contrario, es caótica, imprevisible, no-lineal.
Johnson, pues, simplifica cuando tiende a encontrar explicaciones ruines y egocéntricas para los grandes impulsos generosos. Así, según él, si Tolstoi quiere vivir evangélicamente y renunciar a sus bienes, será por su afición a los gestos teatrales. Pero eso es reduccionismo parcial. Empeñado en desmitificar a sus héroes, Johnson no advierte la grandeza de las equivocaciones, de las obsesiones, de los desvaríos. Establece una fisura entre la vida cotidiana del creador y su vida artística, sin advertir que esa misma supuesta fisura es cibernética, retroactiva, creadora de nueva complejidad, y que, en rigor, no hay tal fisura, sino sólo contradicciones. Lo cual es muy distinto.
Pongamos, pues, las cosas en su punto. Es higiénico y sensato denunciar a los intelectuales fabricantes de utopías capaces de sacrificar a las personas en nombre de las ideas.
Las atrocidades cometidas en el siglo XX nos han inmunizado contra esta clase de prestigios. Ahora bien, aquí sólo se trata de salvar la última autenticidad de los verdaderos creadores. Volvamos al desiderátum de Baudelaire. Obviamente, no se puede ser sublime sin interrupción, pero lo que sí cabe es ese mentado apetito permanente de “verdad total”, un apetito que subyace incluso debajo de las mentiras y las bellaquerías. Y eso es lo que finalmente cuenta.
Se trataba, ya digo, de un libro ágil, brillante, perspicaz y que manejaba abundante documentación. Un libro útil. Ahora bien, en su empeño por derribar ídolos, Johnson, cuya crítica puntual era atinada, dejaba sin aclarar un punto esencial: ¿cómo unos personajes tan “falsos” habrían podido crear una obra tan solvente? El caso es que no basta con yuxtaponer, como él lo hace, la genialidad y la falsedad. Es preciso hilar más fino. Es preciso articular -y no sólo yuxtaponer- las distintas dimensiones de una personalidad humana. Además, hablando con rigor, pienso que ninguno de los personajes inventariados por Johnson -por cierto, sólo una mujer entre ellos- era un impostor. Sin duda cometieron imposturas, pero no eran impostores. Conviene distinguir entre nivel psicológico y nivel ontológico. Si había contradicción entre su vida y su obra -¿y dónde no la hay?- también esta contradicción formaba parte de un continuum creativo. En todo caso, su falsedad no era total, ni solía ser consciente, ni anulaba la autenticidad de su obra. Todos estos escritores, más allá de las posibles marrullerías de su vida cotidiana, se identificaban realmente con lo que escribían. Ahí no había fisura. E insisto en que las contradicciones y las “falsedades” de una vida también forman parte del sufrimiento y la suciedad que aboca a una obra creativa. Es el principio del order from noise (orden a partir del ruido).
Además, toda obra humana se inscribe en un contexto histórico-social determinado. Tomemos el caso de Baudelaire, prototipo de lo que alguien ha llamado “el artista como gamberro”, una especie, felizmente, en extinción. Baudelaire actuaba bajo la sombra final del satanismo romántico: se pintaba el cabello de verde, se drogaba, se emborrachaba, tenía una amante negra, escandalizaba al público con poemas sobre lesbianas. Lo cierto es que Baudelaire representaba un rol con ánimo de realimentar su inconformismo. Más exactamente: Baudelaire es el primer escritor conscientemente nihilista que, para escapar a su propia nada, se disfraza de algo, en su caso, de dandy. Es un animal lúcido, enfermo de sífilis, con alguna tentativa de suicidio en su historial. Consume opio, más para aliviar sus dolencias que por apetito de paraíso. No trata tanto de escandalizar al prójimo cuanto de tenerse en pie de alguna manera. Ello es que la lucidez, de entrada, es destructiva. El antídoto es la mística. La mística que también es una forma de lucidez. Y la mística de Baudelaire se resume en un famoso manifiesto: “Il faut vous enivrer sans treve. De vin, de poésie ou de vertu, à votre guise. Mais enivrez-vous”. (”Es preciso embriagarse sin tregua: de vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero embriagaos”). El caso es que Baudelaire publicó Les fleurs du mal un par de años antes de que Darwin sacara a la luz El origen de las especies, cuando estaba ya en el aire la más profunda orfandad del animal humano. Pues ya se sabe que fue Darwin, y no Nietzsche, el primero que mató a Dios. (Nietzsche sólo publicó la esquela, y el remate definitivo lo perpetró Saussure al señalar que el sentido no tiene su origen en ninguna esencia trascendental, sino en un mero sistema cerrado de signos). En todo caso, ya digo, el desencanto estaba en el aire, y el romanticismo tardío se nutrió de ello.
Pero Baudelaire también había expresado la exigencia de ser sublimes sin interrupción. Y he ahí lo relevante: sin interrupción, sin fisura en lo último. Creo, pues, que el señor Johnson no ha atendido suficientemente a ese “apetito de verdad total” que caracteriza a ciertos seres humanos, por falsa que su vida pueda parecer. Johnson no advierte ese “candor de la verdad”-verdad que puede ser literaria, moral o del tipo que fuere- y que convierte a quienes lo tienen en personajes muy vulnerables -lo cual explica muchas de sus miserias-. Ciertamente, Johnson admite -faltaría más- un apetito parcial de verdad en muchos escritores; así, hablando de Hemingway apunta que hubo algo que nunca le faltó: integridad artística. Ahora bien, sucede que cuando se quiere ser íntegro en algo, se genera una tendencia a querer ser íntegro en todo. Aunque luego no se consiga. Y este llamémosle instinto de totalidad indivisible es lo que finalmente caracteriza al hombre real, por mucho que parcialmente fracase.
Tocante al inevitable egocentrismo del “gran hombre”, o de la “gran mujer”, también ahí la articulación es clara. Ninguno de los grandes creadores tiene un bajo concepto de sí mismo. ¿Cómo va a tenerlo? Ahora bien, este plus de autoestima pide también un plus de afecto y reconocimiento por parte del prójimo. El llamado egocentrismo de los “grandes” arranca de ahí. Otra cosa es el egocentrismo de los que sin ser grandes se creen (o se fingen) grandes -que también abunda-. Y otra cosa es también lo poco de fiar que son los grandes creadores cuando se ponen a pontificar sobre cuestiones públicas o políticas.
Apetito de verdad, entrega incondicional a algo, y no forzosamente a la propia obra. Es el caso de Tolstoi, que sólo a breves temporadas escribió. Tolstoi, que quiso que, en seguida después de su boda, su esposa leyera sus diarios. La mujer quedó horrorizada, el matrimonio comenzó mal. Es un ejemplo de ese peligroso “candor de la verdad” antes mentado. Johnson apunta que si Tolstoi hubiese sido un hombre sensato, habría vendido su gran latifundio y se habría concentrado en escribir libros. Pero Johnson se equivoca: si Tolstoi hubiese sido un hombre sensato, no habría escrito ni una línea. Las contradicciones de la vida privada de un creador son indisociables de su obra. La vida de un ser humano real nunca es reducible a una ecuación lineal; al contrario, es caótica, imprevisible, no-lineal.
Johnson, pues, simplifica cuando tiende a encontrar explicaciones ruines y egocéntricas para los grandes impulsos generosos. Así, según él, si Tolstoi quiere vivir evangélicamente y renunciar a sus bienes, será por su afición a los gestos teatrales. Pero eso es reduccionismo parcial. Empeñado en desmitificar a sus héroes, Johnson no advierte la grandeza de las equivocaciones, de las obsesiones, de los desvaríos. Establece una fisura entre la vida cotidiana del creador y su vida artística, sin advertir que esa misma supuesta fisura es cibernética, retroactiva, creadora de nueva complejidad, y que, en rigor, no hay tal fisura, sino sólo contradicciones. Lo cual es muy distinto.
Pongamos, pues, las cosas en su punto. Es higiénico y sensato denunciar a los intelectuales fabricantes de utopías capaces de sacrificar a las personas en nombre de las ideas.
Las atrocidades cometidas en el siglo XX nos han inmunizado contra esta clase de prestigios. Ahora bien, aquí sólo se trata de salvar la última autenticidad de los verdaderos creadores. Volvamos al desiderátum de Baudelaire. Obviamente, no se puede ser sublime sin interrupción, pero lo que sí cabe es ese mentado apetito permanente de “verdad total”, un apetito que subyace incluso debajo de las mentiras y las bellaquerías. Y eso es lo que finalmente cuenta.
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