Diario de mujeres amenazadas/Reportaje.
QUINO PETIT
QUINO PETIT
EL PAIS SEMANAL; 11/05/2008;
Éste es el estremecedor diario, contado en primera persona, de dos mujeres maltratadas por sus parejas. Han vivido el horror e intentan escapar de la espiral de crueldades que las han atrapado. Pero las dos siguen amenazadas por ‘Ellos’. En lo que va de año han muerto en España más de veinticinco mujeres por la violencia machista. Estas páginas reconstruyen la pesadilla minuto a minuto.
El miedo Diario de A.
Martes 15 de abril de 2008
A las siete de la mañana tengo que dar los pasos más difíciles del día. Sólo son veinte metros. Separan mi coche del ascensor de esta segunda planta subterránea. El eco de mis pisadas retumba en las paredes. Nunca coincido con nadie a estas horas. Y esa soledad me aterroriza. Me hace temer que Él pueda aparecer y hacer conmigo lo que quiera. Maldito garaje.
Esta mañana no estoy sola. Me acompaña un periodista. Sólo podrá decir que me llamo A., tengo 39 años y soy española. Ha venido a buscarme a la puerta de casa de mis padres, a las afueras de esta ciudad donde vivo desde pequeña. Mis dos hijos, una niña de ocho años y otro de seis, y yo estamos ahora con ellos. Soy coqueta y me gusta llevar siempre un toque de maquillaje. Hoy visto una cazadora de cuero marrón, pantalones vaqueros de color blanco, una blusa y unos zapatos negros. Cada día, sábados y domingos incluidos, me desplazo a las seis y media de la madrugada hasta el centro para mantener un negocio de venta de periódicos, revistas y objetos de papelería. El periodista sube conmigo al coche. Me acompañará durante todo el día. Después de aparcar, subo junto a él las dos plantas subterráneas en ascensor con la respiración entrecortada. Definitivamente, no me gusta estar aquí dentro. Vuelvo a respirar cuando alcanzo la calle.
Ya no estoy sola. Los madrugadores deambulan por este barrio céntrico. María es la portera del edificio contiguo a la tienda y conoce toda mi historia. Su marido, el portero consorte, ya tiene todo preparado cuando llego. Las montañas de periódicos flanquean la entrada, delante del panel de revistas colgadas con pinzas. Le pago un dinerito a la semana por abrir y cerrar el negocio. Porque el miedo no sólo aparece en el parking. También llega al avistar la matrícula de un coche o la marca de una moto. Conduzco fijándome en los que se ponen a mi lado. Nunca espero al borde de la acera para cruzar un paso de cebra. Temo que Él pueda aparecer por detrás y me empuje contra un coche. Camino por la calle mirando a la cara de la gente. Siempre estoy alerta. Siempre. Conocer la cara de mi amenaza puede ser una ventaja a la hora de localizarlo. Pero todavía soporto la cruz de no poder quitármelo de la cabeza.
Diario de D.
Jueves 17 de abril de 2008
Cuando me asomaba por esta ventana de la casa de acogida y miraba los trenes que paraban en la estación de enfrente solía pensar: “¿Cuándo llegará el mío?”. Fueron muchas noches sin dormir, alimentando las ojeras. Pero tengo buenos recuerdos de mi estancia aquí. Pude olvidar durante una temporada el horror que aún me provocan las esquinas, el pánico a que Él aparezca al otro lado de la calle. El miedo lo destruye todo. Te anula. Te paraliza. La habitación está ocupada hoy por otra mujer que ha empapelado las paredes con fotos de sus hijos. Pero al asomarme de nuevo por una de las ventanas del que fue mi cuarto y el de mi hija durante seis meses, al contemplar una vez más la vía del tren y las montañas de pinos calados por la lluvia no puedo evitar las lágrimas delante del periodista. He vuelto con él para que conozca cómo ha sido mi vida hasta hace poco. Dirá que me llamo D., tengo 36 años, soy rumana y vivo en una ciudad española desde hace casi tres años. En todo ese tiempo he aprendido a defenderme con el idioma. Cristina, una de los siete trabajadores sociales de la casa, me abraza al verme llorar. Lo necesito. Como ella dice, es lo primero que echamos en falta las mujeres maltratadas por nuestras parejas cuando llegamos a este lugar. Pero Cristina, la directora, también recuerda que ésta es una estación de paso. Llegado el momento, tenemos que seguir solas nuestro camino.
Yo lo intento desde el 7 de enero de este año. Aquel día volví a casa de mi hermana, en el centro de la ciudad. A partir de entonces tuve que doblar la medicación para los nervios y la ansiedad. Diazepam, Citalopram, una pastilla tras otra. A veces pierdo el hilo de las conversaciones cuando estoy bajo sus efectos. Mi vida transcurre entre visitas al centro de salud para recoger el cóctel de tranquilizantes y barbitúricos y las consultas de psicólogos que atienden también a mi hija. Tiene tres años y todavía no habla. Los médicos no descartan una posible relación con la violencia que ha presenciado.
La primera vez que me pegó
Diario de A.
Jueves 10 de julio de 2003
Llegó a casa a las cuatro de la madrugada. Hacía tiempo que ya no me decía dónde iba ni lo que hacía. Dijo cosas sin sentido e intentó despertarme. Yo tenía que levantarme en un par de horas para abrir la tienda. Déjame dormir, por favor. Ni caso. Déjame en paz. Me mordió en una mano con toda su rabia. Al principio pareció una reacción infantil. Pero me dejó los dientes marcados. No entendía nada. Me dio un cabezazo y empecé a preocuparme seriamente. Él se marchó a la cocina y pude escucharle rebuscando en el cajón de los cuchillos. Salí corriendo a la terraza, pensando que no sería capaz de hacerme nada al aire libre. Si se atrevía a venir, gritaría con todas mis fuerzas. Me amenazó de muerte.
Desperté a los niños a las seis de la mañana y me los llevé a casa de mis padres. Les conté todo nada más llegar. Ellos me dijeron que debía denunciarle ese mismo día e ir al médico para solicitar un parte de lesiones. Fui al médico, denuncié y empezó otro calvario de tres meses, hasta que me concedieron la orden de alejamiento. Hasta entonces, los niños y yo nos quedamos en casa de mis padres.
Poco después se presentó en la papelería y volvió a agredirme. Me agarró por el cuello y dijo que me mataría. Estaba rabioso por la denuncia. “Me lo has quitado todo”. Igual pensó que yo volvería. Estaba equivocado.
Diario de D.
Domingo 5 de diciembre de 2004
A medida que avanzaba mi embarazo obtuve la baja en la clínica de Atenas donde trabajaba. Llevábamos pocos días casados y esperábamos una hija. A la hora de comer le dije que deberíamos comprar cosas para la llegada del bebé. Él se puso nervioso. “No seas pesada, ya haremos todo eso más adelante”. Pero insistí. Y una de aquellas manos curtidas que me inspiraron confianza cuando le conocí estampó su huella en mi cara. Sus manos lo destrozaron todo con dos bofetadas. Jamás lo había hecho antes. Nunca pensé que haría algo así, a pesar de machacarme psicológicamente desde que nos conocimos. “Eres la tonta de tu familia, todo el mundo te toma el pelo”, solía decir. Tampoco a mí me gustaba levantarme a la fuerza de madrugada para prepararle el desayuno, pero no daba excesiva importancia a esas cosas. Quizá debía haberlo hecho. Traté de pararle los pies.
–No vuelvas a pegarme. Si lo repites, tendremos que separarnos.
–Dependerá de ti. Si sigues con esa actitud, tendré que seguir zurrándote.
Volvió a pegarme. Durante los madrugones para prepararle el desayuno empezó a embargarme una intriga cotidiana por saber si Él tendría un buen día. Intentaba hacerlo todo bien, la comida, las tareas de la casa… Trataba de ser perfecta y esperaba a ver con qué humor se levantaba.
Antes de nacer la niña se le pasó por la cabeza montar un negocio, pero le faltaba dinero. Una noche, tumbados en la cama, me propuso vender el terrenito y la casa que yo había dejado en Rumania para invertirlo todo en su empresa. Le expliqué que compartía la propiedad con mi hermana pequeña; si, llegado el momento, decidía vender esas propiedades, necesitaría su consentimiento. Se subió encima de mi barriga de siete meses y preguntó: “¿Has tomado ya la decisión?”. No me dio tiempo a responder. Me abofeteó la cara hasta que sangré por la nariz y se largó a prepararme un baño de agua fría. Aquello se convirtió en una especie de ritual, en una tortura. Después de la paliza me obligaba a meterme en la bañera con agua helada. “Saca las energías negativas que llevas dentro. Me provocas”.
Cuando ya faltaba poco para el nacimiento de la nena me pegaba a diario. Paliza y ritual. En el último mes, varias veces al día. Patadas, tortazos, tirones de pelo camino de la bañera. “Mírame a los ojos cuando te pego”. Me tapaba la cara con una almohada para que los vecinos no escuchasen mis gritos. Aprendí a llorar en silencio. ¿Por qué soportaba aquello? Sentía vergüenza, de lo que estaba pasando y de contárselo a alguien. Vergüenza de que pudieran enterarse mis hermanos, de sacarlo todo a la luz. No quería cargar a nadie con aquella desgracia. Todavía hoy me cuesta horrores contárselo al periodista. Tengo que parar. Y tomar otra pastilla.
No recuerdo que en Grecia existiese una buena infraestructura para ofrecer protección a las víctimas de la violencia de género. O al menos yo no tenía noticias en ese sentido. Empecé a temer por mi vida. Entre sus aficiones no figuraban ni la bebida ni el consumo de drogas. Jamás me pegó bebido o drogado. Lo suyo era pura maldad.
Decía que yo no comía lo adecuado para alimentar al feto. Una mañana fui a comprar mandarinas al mercado y cuando volví a casa las tiró por el suelo. “No vuelvas a darle esa mierda a la criatura”. Todo estaba siempre mal. Todo lo hacía siempre mal. Llegué a creer que sería incapaz de criar a una niña.
–Si te perjudico tanto, ¿por qué no nos separamos?
–Si vuelves a decir eso, te mato. Tú te separas cuando lo diga yo.
Me entró el miedo más grande que puedas imaginar.
La madrugada del 27 de marzo de 2005 llegaron las contracciones. Él no quería que contase a mi familia la noticia del nacimiento de la niña. Pero mi hermana pequeña me llamó por teléfono y no pude evitar decírselo. Ella se presentó con regalos y me eché a llorar en sus brazos. Preguntó si todo iba bien. Le dije que tenía dolores del parto.
Cinco días después ya estaba de nuevo en casa, dando el pecho a la nena. Él llegó por detrás y me golpeó. El bebé empezó a llorar. Mientras encajaba los puñetazos la acosté en la cunita. Me pateó las heridas del parto y le pedí que fuéramos a otra habitación para no asustar a la niña. Él la sacó de la cuna y la envolvió en un mantel. “Deja de llorar o la estampo contra la pared”. A partir de entonces aprendí a llorar sin lágrimas. El agua fría volvió a inundar la bañera para el ritual.
La vida
Diario de A.
Martes 15 de abril de 2008
En mi vida suenan muchos teléfonos, pero hay uno que no puedo dejar de llevar desde hace un año. Se llama TAM y pertenece al servicio de teleasistencia para víctimas de la violencia de género. Lleva conectado un GPS con el que la policía localiza mi posición, salvo en el metro o en lugares donde la señal se emite con dificultad. Por eso no puedo bajar la guardia.
La primera llamada del día llega al teléfono de la tienda alrededor de las ocho de la mañana. “¿Habéis desayunado ya?… ¿Cómo has dormido?… Un besito, guapa”. Siempre hablo con mis hijos antes de que mi padre los lleve al cole. Él viene a hacerme compañía a partir de las diez y hasta la hora de comer. También me ayuda a atender a los clientes. Antes venía por las tardes, pero le he pedido que deje de hacerlo. Tengo que acostumbrarme a llevar una vida lo más normal posible. “Ahora está saliendo”, dice mi padre al periodista. “Pero hemos sufrido mucho. Y el miedo siempre está ahí; veremos qué pasa cuando termine la orden de alejamiento, dentro de unos años. Al menos ella ha podido contar con nosotros, con sus padres y sus hermanos. No me explico que haya mujeres que no le cuenten esto ni a su familia”.
Guardo cada euro de los clientes bajo el mostrador de cristal. Los billetes van a la caja registradora, situada bajo una cámara de videovigilancia. La tienda es pequeña, sí, pero hay de todo. Prensa, chuches, cuadernos de anillas sobre estanterías de madera, una vieja fotocopiadora, el último de Harry Potter… Lo que de verdad tiene gracia es esa silla azul situada frente al mostrador, una especie de confesonario para los vecinos. Uno quiso contarme, no hace mucho, los detalles de su operación de próstata, pero debí de poner una cara… Se levantó muy molesto y dijo que era demasiado aprensiva. Pero creo que a todos en el barrio les caigo bien. A los suscriptores de diarios les estoy entregando vales para recoger su periódico en otro quiosco el último domingo de abril. Ese día celebraremos la comunión de la niña. Será una excepción. Menos en agosto, sagrado para mí, abro a diario desde hace varios años. Son las diez, y mi padre acaba de llegar. Salgo con el periodista para desayunar y contarle mi historia desde el principio.
Nací en Granada en 1969 y soy la segunda de cuatro hermanos. Nos mudamos con mis padres cuando apenas tenía unos meses a la ciudad donde vivo ahora. Terminé la FP de administrativo y empecé a trabajar antes de cumplir los dieciocho en una multinacional. A los veinte cambié de empresa y conocí a quien se convertiría en mi marido una década después. Él tenía ocho años más que yo y se encargaba del área de informáticos de la misma compañía. Yo estaba de secretaria del presidente, quien ejerció de celestino. Quedamos en varias ocasiones. Un día me dio un anillo. Me hizo ilusión. Nos casamos un año más tarde.
Diario de D.
Miércoles 16 de abril de 2008
Sólo voy con la niña al parque un par de veces a la semana. El periodista y yo hemos encontrado uno al salir del centro de servicios sociales del Ayuntamiento. Nos sentamos para reconstruir mi vida. La nena juega a escasos metros de nosotros, pero la vigilo en corto. Si algún niño le quita el oso de peluche, me acerco para tratar de recuperarlo. Ella no sabe decir que es suyo. Si se cae, salgo corriendo como una condenada para recogerla del suelo. Prácticamente soy sus manos, su voz. No puedo evitarlo.
Nací en Paunesti, al sureste de Rumania. Mi padre y mi madre se separaron, y él nos llevó a los hermanos bajo su custodia a uno de los inhóspitos orfanatos de la era Ceausescu. Tres años después volví con mi madre. Ingresé en la Escuela Universitaria de Enfermería a los 19, compaginando los estudios con trabajos en la pequeña porción de tierra que mi madre cultivaba junto a la casa. Tras licenciarme, con 22 años, me trasladé a Focsani para trabajar en un hospital. También compré una parcelita y empecé a cultivar flores. No tardé mucho en abrir una floristería. Compré un piso de tres habitaciones, y mi hermana pequeña se trasladó a vivir conmigo. Me echaba una mano en el negocio. La vida me sonreía, sí. Pero soñaba con vivir cerca del mar, en un lugar con climas cálidos. Y me apasionaba la mitología griega. Viajé a Atenas en 1997 para asistir a la boda de una de mis hermanas. La ciudad me atrajo tanto que dos años después ya había liquidado el negocio de Paunesti y estaba contratada en una clínica ateniense. Mi hermana pequeña también se vino. Juntas alquilamos un piso.
Como me gustaba correr, pensé que inscribirme en un club de jogging sería una buena forma de conocer a gente. Mi futuro marido era uno de los socios. Le conocí en febrero de 2004, durante una fiesta. Era un tipo alto y fuerte. Sus curtidas manos de albañil me inspiraron confianza. Me recordaban a las de aquellos trabajadores del campo rumano a quienes las niñas llevábamos comida al mediodía. No me enamoré. Pero tenía 30 años y pensé que podría ser un buen hombre junto a quien formar una familia.
El día de mi boda
Diario de A.
Jueves 24 de septiembre de 1998
Fue un día bonito. Viajamos a las islas Mauricio y Reunión de luna de miel. Y lo pasamos muy bien. En 1999 nació nuestra primera hija, y con ella la familia que Él siempre quiso tener. La misma que se encargó de destrozar.
Éramos felices. Trabajábamos en la misma empresa. Yo seguía como secretaria del presidente, y Él, con su cargo al frente de los informáticos. En el año 2000 presionó para que regularizaran la situación de varios empleados a su cargo y le echaron. El presidente acabó despidiéndome también un año más tarde. Él montó una nueva empresa. Si se hubiera aplicado, le habría ido de maravilla. Llegué a trabajar para Él durante un año. Hasta que nació el niño.
Montamos esta tienda encima de la nueva oficina de Él, muy cerca de nuestra casa. En 2002, Él echó el cerrojo a la PYME y yo permanecí aquí arriba, vendiendo periódicos, chuches y libros. Se acostumbró a pasarse para coger dinero de la caja registradora. Desaparecía durante el resto del día, sin decirme dónde se metía. Entró en una espiral de mentiras. Jamás le di razones para tener celos ni creo que los tuviera. Simplemente se fue deteriorando, estropeándose. Nunca había sido agresivo conmigo, pero empezó a alterarse cuando discutíamos.
Diario de D.
Jueves 25 de noviembre de 2004
Sólo hacía un mes que le conocía y ya se vino a vivir a mi casa. En el verano de 2004 viajé a Rumania para visitar a mi madre y me di cuenta de que estaba embarazada. Le telefoneé para decírselo. No le hizo mucha ilusión. A finales de año, Él me propuso que nos casáramos “para que el bebé tuviera un padre legal”. El 25 de noviembre contrajimos matrimonio en el Ayuntamiento de Atenas. Fue un día triste. Sólo me dejó invitar a una de mis hermanas a condición de que viniera la suya. Ni siquiera permitió que nos hicieran fotos.
La familia
Diario de A.
Septiembre de 2003
¿Has visto lo que le ha pasado al coche de tu padre? Y la ventanilla del coche aparecía destrozada. Mensajes a mi móvil, llamadas de madrugada a casa de mis padres. Cambiamos los números de teléfono de toda la familia después de la primera agresión. Un día, los bomberos tuvieron que apagar un principio de incendio dentro de la tienda. Pintadas en la chapa del local. “Puta”. No me atrevía a ir sola a ningún sitio. Mi padre me acompañaba a todas partes, desde primera hora.
Él pasaba con la moto por la puerta de la papelería y me hacía una señal de degüello. Entraba aquí como Pedro por su casa. Un día intentó llevarse la máquina registradora y traté de impedírselo. Me tiró al suelo, me escupió y me pegó patadas. Mi padre estaba presente. Pero no quería hacer nada, porque Él buscaba una excusa para justificar su comportamiento. Aquel día, la policía se lo llevó detenido en un coche patrulla. Volvimos a pedir la orden de alejamiento hasta que la concedieron, en septiembre de 2003. Tres meses más tarde de la primera agresión.
“Si lo ves por aquí, llámanos”. Pasé un año bajo la amenaza constante hasta que se celebró un juicio, en octubre de 2004. Podía haber pasado cualquier cosa en todo ese tiempo. Por entonces no existían los juicios rápidos para casos de violencia de género.
El pleito fue doloroso. Pero eres tú y tu vida. En octubre de 2004 le condenaron por un concurso de varios delitos relacionados con la violencia de género. Me alegro de haber hecho lo que hice, de haber denunciado desde la primera agresión. Seguir viviendo así habría sido una tortura.
La Audiencia Provincial resolvió en febrero de 2005 el recurso que Él presentó y la sentencia se convirtió en firme. Ingresó en prisión y pensé que por fin podría vivir un poco. Desde la cárcel envió algunas cartas a nombre de los niños. El periodista dice haber encontrado en ellas una frase que podría definir a alguien que equivoca conceptos: “La libertad es soportar al prójimo”.
Diario de D.
Mayo de 2005
Pasaron los meses sin que nuestra hija tuviera nombre. Yo quería ponerle el de la diosa griega Ártemis, pero no me atrevía a decírselo. Él quiso que llevara el nombre de una de mis hermanas, que vivía en España y vino a visitarnos cargada de regalos. Aquello debió de impresionarle. Propuso que nos trasladásemos a España. Y pensé que podría ser una oportunidad de volver a empezar desde cero. Mi hermana nos acogería durante un tiempo en la casa que compartía con otro de nuestros hermanos.
Llegamos el 23 de mayo de 2005. Mis hermanos se marchaban a trabajar por las mañanas y nos dejaban solos en casa. Una semana después volvió a agredirme. Estábamos en la cama, Él tumbado y yo dándole el pecho a la nena. Me preguntó si me gustaba la ciudad y me dio un puntapié en la cabeza. Perdí el conocimiento. Cuando recobré la consciencia estaba tirada en el suelo. Afortunadamente, la niña había caído sobre la cama. Dijo que nos volvíamos a Atenas. Conseguí convencerle para que Él regresara y a mí me dejase pasar el verano con mis hermanos. Se había convertido en un especialista en golpearme sin dejar marcas y ellos no sospechaban nada. Pero mi hermana entró en el baño y me sorprendió llorando. Exploté. “Vamos al hospital, yo me haré la enferma”, dijo ella. Conseguimos salir solas de casa.
Parte de lesiones del 31-5-2005: golpes en zonas genitales, tumoraciones en los muslos. Escoliosis. Rojeces en el rostro. Cefaleas.
–¿Cómo se ha hecho usted todo esto?
–Me ha pegado mi marido.
Él se marchó dos días después. “Te espero dentro de un mes”, dijo antes de irse.
La amenaza
Diario de A.
Marzo de 2007
La policía me llamó para avisarme de que Él salía en libertad. La fiscalía recomendó de oficio una orden de protección. Me ofrecieron el máximo nivel de vigilancia, consistente en escolta policial durante 24 horas, pero solicité cambiarlo por acompañamientos al desarrollo de las actividades cotidianas. Los agentes, armados y de uniforme, venían conmigo desde la puerta del garaje hasta la tienda. Por la tarde me seguían en coche hasta la casa de mis padres. Aprendí a vivir con escolta. No sé cómo vive un amenazado por la banda terrorista ETA, pero aquello debía de parecerse bastante.
El periodista ha preguntado sobre este y otros aspectos a la máxima responsable policial del Grupo de Atención a las Víctimas de Violencia de Género de la ciudad donde vivo. Anna Choy coordina la protección de las mujeres que hemos decidido contar en este reportaje el terror que soportamos las víctimas de la violencia machista. “Como estos dos casos seguimos alrededor de 3.000 en toda la ciudad, para los que contamos con 30 efectivos. En cuanto a la escolta que ofrecemos para los amenazados por ETA, la única diferencia a la hora de prestar el servicio es que lo hacemos de paisano”. Un mes más tarde quisieron prorrogarme la protección policial, pero no fue posible. Lamentablemente somos demasiadas. Y no hay efectivos para todas. A cambio me concedieron la teleasistencia.
Diario de D.
Junio de 2005
Él ya estaba en Atenas cuando mi hermana me acompañó a un centro de atención a las víctimas de violencia de género del Ayuntamiento. Desde allí nos remitieron a la policía y le denuncié. Él llamó a los pocos días.
–¿Cuándo te vienes?
–Quiero separarme de ti.
–Te mataré. A ti, a la niña y a tus hermanos. Si no puedo hacerlo yo, enviaré sicarios.
En verano recibimos una llamada. “Escóndete, va para allá”. Me refugié con la niña en un piso de acogida de urgencia para víctimas de violencia de género durante una semana. Como yo no tenía teléfono, Él llamó a mi hermana para quedar. “Quiero hacer las cosas bien”. Ella se lo comunicó a la policía y le propusieron pactar un encuentro al que varios agentes acudirían de paisano. El 15 de julio de 2005 le detuvieron al llegar a la cita. Ese día salvaron la vida de toda mi familia.
Se celebró un juicio rápido. En dos días fue condenado a una orden de alejamiento de más de 1.000 metros de nosotros y a presentarse cada martes en el juzgado. Pero se marchó a Grecia. El juez dictó una orden de busca y captura. Desde allí continuaron llegando sus amenazas al móvil de mi hermana. Mensajes, llamadas tres veces al día. “Os robaré a mi hija”. Volví a vivir en casa de mis hermanos. Sin trabajo, movilicé los trámites para obtener un permiso de residencia. Salía lo menos posible con la nena. Miraba detrás de cada esquina. Tenía miedo de los hombres altos. Lloraba sin motivo. ¿Qué podía hacer para protegerme? Así pasaron dos años.
El 15 de junio de 2007, una de nuestras hermanas llamó desde Grecia. Él había dado con su teléfono y le advirtió. “Voy a por ellos. Esta vez no me detendrán”. El 3 de agosto de 2007 se presentó en el consulado griego y pusimos una nueva denuncia. Vomitaba el miedo y la medicación que me recetaron. La policía descubrió que Él se alojaba en un cámping y me concedieron la teleasistencia que mantengo. A través de los servicios sociales del Ayuntamiento, el 21 de septiembre ingresé con la nena en la casa de acogida a las afueras de la ciudad. Llamaba dos o tres veces al día a mi hermana. “Estoy encaminada. Voy a luchar por lo que me he propuesto”. Volví a plantar flores y a elaborar el pan de pita para la merienda. El aroma del pan recién hecho me recuerda el olor de mi madre.
Hoy es siempre un día
Diario de A.
Martes 15 de abril de 2008
Le vi por última vez a finales del año pasado, cerca de la tienda. Y llamé a la policía. Desde entonces no ha vuelto a aparecer. La fiscalía me comunicó que Él se había mudado a otra localidad. Ya no me siento amenazada. Pero tengo miedo. El miedo siempre está ahí.
En verano hará tres años que conozco a José Manuel. “Vamos a intentar olvidar… si nos dejan”, dice al periodista. “Al principio estaba acojonaíllo. Una tarde, tomando una copa, me lo contó todo. Yo pensé: ¡Vaya papeleta! Con el marido en la cárcel, los dos niños… Le pregunté si sentía algo por Él y me dijo que no. Y que me quería. Empezamos desde cero. Su salvación ha sido no rendirse jamás a sus chantajes ni a sus amenazas. No haberle dejado pasar ni una. Denunciarlo cada vez que aparecía”.
Aunque al principio tenía cierto recelo, no he desarrollado fobias hacia los hombres. No puedo pensar que todos sean como Él porque yo haya sufrido esta desgracia. Pero camino con cautela. Y a José Manuel se lo he dejado claro: a mí ni me levantes la voz. Nos hemos comprado un piso fuera de esta ciudad. Queremos trasladarnos con los niños.
El juzgado de familia le ha denegado a Él las visitas. Y ha perdido la custodia. El más pequeño tiene asumido que el día del padre no tiene a quién felicitar. Claro que tiene padre, pero no está con nosotros. Porque Él lo ha querido. A los dos les explicaré las cosas tal como sucedieron. Cuando sean mayores.
Son las ocho y media de la tarde, y José Manuel ha ido a buscar el coche. Siempre lo hace cuando viene a verme. Me ahorra tener que escuchar el eco de pasos solitarios retumbando en las paredes subterráneas. El vehículo está ya en la puerta de la tienda cuando salgo para dejar que el portero consorte termine de cerrar. Hay carteles de traspaso en el escaparate. Quiero marcharme de aquí. Este negocio y el maldito garaje son los únicos recuerdos que conservo del horror.
Diario de D.
Jueves 17 de abril de 2008
Le vi por última vez el 24 de octubre de 2007, un mes antes de que me concedieran el divorcio. La policía vino a recogerme a la casa de acogida para acompañarme al juzgado de lo civil. Comparecía como testigo de sus amenazas contra mi hermana. Él estaba en la puerta. Al salir del coche patrulla, toda la terapia de la casa se derrumbó en un instante. La policía le detuvo por la orden de busca y captura. Pero el juez lo dejó en libertad y se marchó de nuevo a Grecia. Desde allí nos llegan sus amenazas cada mes. La última fue hace una semana. “Esto no se ha acabado”. Me gustaría mudarme a otra ciudad con la nena. Sigo abrazándola con fuerza cada vez que doblo una esquina. Creo que tardaré en volver a confiar en los hombres.
En la casa de acogida hoy huele al arroz de Loli, la cocinera. Montse es la coordinadora: “Intentamos que encuentren un ambiente lo más parecido posible a un hogar”. Hay 24 plazas. La nena y yo ocupamos dos hasta el 7 de enero de este año. Desde entonces vivo con mis hermanos y tengo concedida una RAI (renta activa de inserción) de 260 euros mensuales. Necesito un empujón para terminar de recuperar mi vida. Podría volver a trabajar de enfermera. Estoy capacitada. A veces no encuentro en los servicios sociales toda la atención que me gustaría. También he conocido excelentes profesionales, por supuesto. Pero la sociedad debe dejar de vernos como una cifra. Los números nos quitan la voz. Y cada caso conforma un universo diferente que no puede ser tratado de la misma forma. El periodista ha preguntado por esta cuestión a Alba García, la directora del Programa de Seguridad contra la Violencia Machista del Gobierno de la comunidad autónoma donde vivo. Y ella le ha contestado que en cierto sentido tengo razón: “Debemos avanzar en el desarrollo del trabajo en red para coordinar los servicios policiales con los sociales y judiciales. Y no olvidemos que todavía el 70% de las mujeres asesinadas el año pasado en España por sus parejas no había puesto su situación en conocimiento de las administraciones. Habrá que mejorar los sistemas de detección. La consulta del médico de familia es un buen lugar para vislumbrar los indicios de un posible maltrato y comunicarlos a un trabajador social que empiece a realizar labores de prevención”.
Salgo de la casa de acogida con el periodista. Camino de la estación, vuelvo a preguntarme: ¿cuándo vendrá mi tren? Por ahora sólo tengo un billete de cercanías. La nena se ha quedado dormida. Su cara no me recuerda a Él. Me recuerda lo que Él ha perdido.
Terror machista
Por Montserrat Comas d’Argemir
La violencia machista ha dejado sin vida a 425 mujeres en los últimos siete años (de 2001 a 2007), asesinadas en el ámbito de la pareja o ex pareja. Además del insoportable reguero de sangre, este tipo de violencia ocasiona diariamente la vulneración de otros derechos constitucionales: el derecho a la libertad (amenazas, coacciones), el derecho a la integridad física (agresiones, maltrato físico habitual), el derecho a la dignidad (vejaciones, maltrato psicológico reiterado) y el derecho a la igualdad en la pareja. Desde la creación de los juzgados de Violencia sobre la Mujer el 29 de junio de 2005, en los dos primeros años se ha juzgado a 69.400 hombres (de los cuales 48.971 han sido condenados), se han dictado 53.994 órdenes de protección y se han resuelto 24.634 procedimientos civiles. En el año pasado se formularon 126.293 denuncias por actos violentos que se están investigando.
detrás de estas frías estadísticas hay muchas mujeres víctimas de un terror insoportable, porque es diario, persistente y está instalado en el propio hogar. Resulta lacerante que sea precisamente este ámbito de las relaciones sentimentales que se inician por afecto el que se convierta para muchas mujeres en un auténtico infierno y dolor. Treinta años de democracia no han sido suficientes para terminar con una de las manifestaciones más brutales de la desigualdad entre hombres y mujeres. Y ello es así porque estamos ante un problema universal –sucede en todos los países– y con el que llevamos muchas décadas, ya que responde a una construcción social que ha potenciado un reparto desigual de las actividades productivas, creando unos roles sociales asignados en función del sexo. Es la pervivencia de los patrones culturales machistas, de discriminación hacia la mujer, la que explica que determinados hombres sigan utilizando la violencia como el instrumento más expeditivo para mantener relaciones de control, de subordinación y de poder.
La última medida legislativa aprobada por unanimidad en el Parlamento español para combatir este cáncer social fue la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, de 28 de diciembre de 2004. En ella se concentran todas aquellas soluciones que deben desplegarse desde distintos ámbitos de la sociedad: educativas, preventivas, sanitarias, contra la publicidad ilícita, además de las medidas sociales, asistenciales, de recuperación psicológica para las víctimas y de reinserción social de los condenados. Por ello, junto a la cruel y tozuda realidad de las cifras anteriormente referidas, hay otra cara de la moneda que conviene resaltar: miles de mujeres en este país han logrado salir del círculo de la violencia gracias a su tenaz esfuerzo, a los riesgos asumidos y a los efectos de las medidas legales.
El aliento de las asociaciones de mujeres que se han dejado la piel en la lucha por la igualdad, la contribución de los medios de comunicación en la sensibilización social, al haber sacado del silencio los malos tratos y las medidas acordadas por los poderes públicos en su compromiso para erradicar esta lacra social, han abierto caminos esperanzadores en esta larga lucha. Además, el presidente Zapatero, al presentar su nuevo Gobierno, ha afirmado que una de sus prioridades políticas en esta legislatura será avanzar en el camino de la igualdad. La formación de un Gobierno con más mujeres que hombres, algunas en puestos muy relevantes, y la creación del Ministerio de la Igualdad, tan criticado por algunos, constituye una opción política necesaria para priorizar desde el mismo políticas transversales para combatir la violencia contra las mujeres y adoptar todas las medidas necesarias para que se aplique la Ley de Igualdad. Todos los avances que se logren para conseguir la igualdad efectiva entre hombres y mujeres constituyen la clave para reducir y acabar con la violencia.
Pero nos falta todavía avanzar más. Falta mayor implicación social y familiar. Los poderes públicos hemos de lograr que los derechos de información y asistencia social integral lleguen a todos los rincones: seguimos manteniendo el promedio de un 70% de las mujeres que previamente a su asesinato no habían denunciado ninguna situación de amenaza o maltrato y, en consecuencia, no estaban protegidas. Se ha de dar un impulso al tratamiento y rehabilitación de los agresores, ingresen o no en prisión, para conseguir el fin constitucional de su reinserción social. Se han de comarcalizar los juzgados, creando más órganos exclusivos con competencias en varios partidos judiciales, próximos territorialmente y equipados con todos los medios: presencia del fiscal, del abogado de oficio, del médico forense y de las unidades de valoración forense integral. Sin estas últimas es difícil que jueces y fiscales puedan determinar con acierto la valoración del riesgo de cada víctima, extremo clave para decidir si deben otorgarse o no medidas cautelares de alejamiento. También debemos lograr la máxima seguridad para las víctimas que han denunciado su situación y se encuentren en peligro.
Éste es el estremecedor diario, contado en primera persona, de dos mujeres maltratadas por sus parejas. Han vivido el horror e intentan escapar de la espiral de crueldades que las han atrapado. Pero las dos siguen amenazadas por ‘Ellos’. En lo que va de año han muerto en España más de veinticinco mujeres por la violencia machista. Estas páginas reconstruyen la pesadilla minuto a minuto.
El miedo Diario de A.
Martes 15 de abril de 2008
A las siete de la mañana tengo que dar los pasos más difíciles del día. Sólo son veinte metros. Separan mi coche del ascensor de esta segunda planta subterránea. El eco de mis pisadas retumba en las paredes. Nunca coincido con nadie a estas horas. Y esa soledad me aterroriza. Me hace temer que Él pueda aparecer y hacer conmigo lo que quiera. Maldito garaje.
Esta mañana no estoy sola. Me acompaña un periodista. Sólo podrá decir que me llamo A., tengo 39 años y soy española. Ha venido a buscarme a la puerta de casa de mis padres, a las afueras de esta ciudad donde vivo desde pequeña. Mis dos hijos, una niña de ocho años y otro de seis, y yo estamos ahora con ellos. Soy coqueta y me gusta llevar siempre un toque de maquillaje. Hoy visto una cazadora de cuero marrón, pantalones vaqueros de color blanco, una blusa y unos zapatos negros. Cada día, sábados y domingos incluidos, me desplazo a las seis y media de la madrugada hasta el centro para mantener un negocio de venta de periódicos, revistas y objetos de papelería. El periodista sube conmigo al coche. Me acompañará durante todo el día. Después de aparcar, subo junto a él las dos plantas subterráneas en ascensor con la respiración entrecortada. Definitivamente, no me gusta estar aquí dentro. Vuelvo a respirar cuando alcanzo la calle.
Ya no estoy sola. Los madrugadores deambulan por este barrio céntrico. María es la portera del edificio contiguo a la tienda y conoce toda mi historia. Su marido, el portero consorte, ya tiene todo preparado cuando llego. Las montañas de periódicos flanquean la entrada, delante del panel de revistas colgadas con pinzas. Le pago un dinerito a la semana por abrir y cerrar el negocio. Porque el miedo no sólo aparece en el parking. También llega al avistar la matrícula de un coche o la marca de una moto. Conduzco fijándome en los que se ponen a mi lado. Nunca espero al borde de la acera para cruzar un paso de cebra. Temo que Él pueda aparecer por detrás y me empuje contra un coche. Camino por la calle mirando a la cara de la gente. Siempre estoy alerta. Siempre. Conocer la cara de mi amenaza puede ser una ventaja a la hora de localizarlo. Pero todavía soporto la cruz de no poder quitármelo de la cabeza.
Diario de D.
Jueves 17 de abril de 2008
Cuando me asomaba por esta ventana de la casa de acogida y miraba los trenes que paraban en la estación de enfrente solía pensar: “¿Cuándo llegará el mío?”. Fueron muchas noches sin dormir, alimentando las ojeras. Pero tengo buenos recuerdos de mi estancia aquí. Pude olvidar durante una temporada el horror que aún me provocan las esquinas, el pánico a que Él aparezca al otro lado de la calle. El miedo lo destruye todo. Te anula. Te paraliza. La habitación está ocupada hoy por otra mujer que ha empapelado las paredes con fotos de sus hijos. Pero al asomarme de nuevo por una de las ventanas del que fue mi cuarto y el de mi hija durante seis meses, al contemplar una vez más la vía del tren y las montañas de pinos calados por la lluvia no puedo evitar las lágrimas delante del periodista. He vuelto con él para que conozca cómo ha sido mi vida hasta hace poco. Dirá que me llamo D., tengo 36 años, soy rumana y vivo en una ciudad española desde hace casi tres años. En todo ese tiempo he aprendido a defenderme con el idioma. Cristina, una de los siete trabajadores sociales de la casa, me abraza al verme llorar. Lo necesito. Como ella dice, es lo primero que echamos en falta las mujeres maltratadas por nuestras parejas cuando llegamos a este lugar. Pero Cristina, la directora, también recuerda que ésta es una estación de paso. Llegado el momento, tenemos que seguir solas nuestro camino.
Yo lo intento desde el 7 de enero de este año. Aquel día volví a casa de mi hermana, en el centro de la ciudad. A partir de entonces tuve que doblar la medicación para los nervios y la ansiedad. Diazepam, Citalopram, una pastilla tras otra. A veces pierdo el hilo de las conversaciones cuando estoy bajo sus efectos. Mi vida transcurre entre visitas al centro de salud para recoger el cóctel de tranquilizantes y barbitúricos y las consultas de psicólogos que atienden también a mi hija. Tiene tres años y todavía no habla. Los médicos no descartan una posible relación con la violencia que ha presenciado.
La primera vez que me pegó
Diario de A.
Jueves 10 de julio de 2003
Llegó a casa a las cuatro de la madrugada. Hacía tiempo que ya no me decía dónde iba ni lo que hacía. Dijo cosas sin sentido e intentó despertarme. Yo tenía que levantarme en un par de horas para abrir la tienda. Déjame dormir, por favor. Ni caso. Déjame en paz. Me mordió en una mano con toda su rabia. Al principio pareció una reacción infantil. Pero me dejó los dientes marcados. No entendía nada. Me dio un cabezazo y empecé a preocuparme seriamente. Él se marchó a la cocina y pude escucharle rebuscando en el cajón de los cuchillos. Salí corriendo a la terraza, pensando que no sería capaz de hacerme nada al aire libre. Si se atrevía a venir, gritaría con todas mis fuerzas. Me amenazó de muerte.
Desperté a los niños a las seis de la mañana y me los llevé a casa de mis padres. Les conté todo nada más llegar. Ellos me dijeron que debía denunciarle ese mismo día e ir al médico para solicitar un parte de lesiones. Fui al médico, denuncié y empezó otro calvario de tres meses, hasta que me concedieron la orden de alejamiento. Hasta entonces, los niños y yo nos quedamos en casa de mis padres.
Poco después se presentó en la papelería y volvió a agredirme. Me agarró por el cuello y dijo que me mataría. Estaba rabioso por la denuncia. “Me lo has quitado todo”. Igual pensó que yo volvería. Estaba equivocado.
Diario de D.
Domingo 5 de diciembre de 2004
A medida que avanzaba mi embarazo obtuve la baja en la clínica de Atenas donde trabajaba. Llevábamos pocos días casados y esperábamos una hija. A la hora de comer le dije que deberíamos comprar cosas para la llegada del bebé. Él se puso nervioso. “No seas pesada, ya haremos todo eso más adelante”. Pero insistí. Y una de aquellas manos curtidas que me inspiraron confianza cuando le conocí estampó su huella en mi cara. Sus manos lo destrozaron todo con dos bofetadas. Jamás lo había hecho antes. Nunca pensé que haría algo así, a pesar de machacarme psicológicamente desde que nos conocimos. “Eres la tonta de tu familia, todo el mundo te toma el pelo”, solía decir. Tampoco a mí me gustaba levantarme a la fuerza de madrugada para prepararle el desayuno, pero no daba excesiva importancia a esas cosas. Quizá debía haberlo hecho. Traté de pararle los pies.
–No vuelvas a pegarme. Si lo repites, tendremos que separarnos.
–Dependerá de ti. Si sigues con esa actitud, tendré que seguir zurrándote.
Volvió a pegarme. Durante los madrugones para prepararle el desayuno empezó a embargarme una intriga cotidiana por saber si Él tendría un buen día. Intentaba hacerlo todo bien, la comida, las tareas de la casa… Trataba de ser perfecta y esperaba a ver con qué humor se levantaba.
Antes de nacer la niña se le pasó por la cabeza montar un negocio, pero le faltaba dinero. Una noche, tumbados en la cama, me propuso vender el terrenito y la casa que yo había dejado en Rumania para invertirlo todo en su empresa. Le expliqué que compartía la propiedad con mi hermana pequeña; si, llegado el momento, decidía vender esas propiedades, necesitaría su consentimiento. Se subió encima de mi barriga de siete meses y preguntó: “¿Has tomado ya la decisión?”. No me dio tiempo a responder. Me abofeteó la cara hasta que sangré por la nariz y se largó a prepararme un baño de agua fría. Aquello se convirtió en una especie de ritual, en una tortura. Después de la paliza me obligaba a meterme en la bañera con agua helada. “Saca las energías negativas que llevas dentro. Me provocas”.
Cuando ya faltaba poco para el nacimiento de la nena me pegaba a diario. Paliza y ritual. En el último mes, varias veces al día. Patadas, tortazos, tirones de pelo camino de la bañera. “Mírame a los ojos cuando te pego”. Me tapaba la cara con una almohada para que los vecinos no escuchasen mis gritos. Aprendí a llorar en silencio. ¿Por qué soportaba aquello? Sentía vergüenza, de lo que estaba pasando y de contárselo a alguien. Vergüenza de que pudieran enterarse mis hermanos, de sacarlo todo a la luz. No quería cargar a nadie con aquella desgracia. Todavía hoy me cuesta horrores contárselo al periodista. Tengo que parar. Y tomar otra pastilla.
No recuerdo que en Grecia existiese una buena infraestructura para ofrecer protección a las víctimas de la violencia de género. O al menos yo no tenía noticias en ese sentido. Empecé a temer por mi vida. Entre sus aficiones no figuraban ni la bebida ni el consumo de drogas. Jamás me pegó bebido o drogado. Lo suyo era pura maldad.
Decía que yo no comía lo adecuado para alimentar al feto. Una mañana fui a comprar mandarinas al mercado y cuando volví a casa las tiró por el suelo. “No vuelvas a darle esa mierda a la criatura”. Todo estaba siempre mal. Todo lo hacía siempre mal. Llegué a creer que sería incapaz de criar a una niña.
–Si te perjudico tanto, ¿por qué no nos separamos?
–Si vuelves a decir eso, te mato. Tú te separas cuando lo diga yo.
Me entró el miedo más grande que puedas imaginar.
La madrugada del 27 de marzo de 2005 llegaron las contracciones. Él no quería que contase a mi familia la noticia del nacimiento de la niña. Pero mi hermana pequeña me llamó por teléfono y no pude evitar decírselo. Ella se presentó con regalos y me eché a llorar en sus brazos. Preguntó si todo iba bien. Le dije que tenía dolores del parto.
Cinco días después ya estaba de nuevo en casa, dando el pecho a la nena. Él llegó por detrás y me golpeó. El bebé empezó a llorar. Mientras encajaba los puñetazos la acosté en la cunita. Me pateó las heridas del parto y le pedí que fuéramos a otra habitación para no asustar a la niña. Él la sacó de la cuna y la envolvió en un mantel. “Deja de llorar o la estampo contra la pared”. A partir de entonces aprendí a llorar sin lágrimas. El agua fría volvió a inundar la bañera para el ritual.
La vida
Diario de A.
Martes 15 de abril de 2008
En mi vida suenan muchos teléfonos, pero hay uno que no puedo dejar de llevar desde hace un año. Se llama TAM y pertenece al servicio de teleasistencia para víctimas de la violencia de género. Lleva conectado un GPS con el que la policía localiza mi posición, salvo en el metro o en lugares donde la señal se emite con dificultad. Por eso no puedo bajar la guardia.
La primera llamada del día llega al teléfono de la tienda alrededor de las ocho de la mañana. “¿Habéis desayunado ya?… ¿Cómo has dormido?… Un besito, guapa”. Siempre hablo con mis hijos antes de que mi padre los lleve al cole. Él viene a hacerme compañía a partir de las diez y hasta la hora de comer. También me ayuda a atender a los clientes. Antes venía por las tardes, pero le he pedido que deje de hacerlo. Tengo que acostumbrarme a llevar una vida lo más normal posible. “Ahora está saliendo”, dice mi padre al periodista. “Pero hemos sufrido mucho. Y el miedo siempre está ahí; veremos qué pasa cuando termine la orden de alejamiento, dentro de unos años. Al menos ella ha podido contar con nosotros, con sus padres y sus hermanos. No me explico que haya mujeres que no le cuenten esto ni a su familia”.
Guardo cada euro de los clientes bajo el mostrador de cristal. Los billetes van a la caja registradora, situada bajo una cámara de videovigilancia. La tienda es pequeña, sí, pero hay de todo. Prensa, chuches, cuadernos de anillas sobre estanterías de madera, una vieja fotocopiadora, el último de Harry Potter… Lo que de verdad tiene gracia es esa silla azul situada frente al mostrador, una especie de confesonario para los vecinos. Uno quiso contarme, no hace mucho, los detalles de su operación de próstata, pero debí de poner una cara… Se levantó muy molesto y dijo que era demasiado aprensiva. Pero creo que a todos en el barrio les caigo bien. A los suscriptores de diarios les estoy entregando vales para recoger su periódico en otro quiosco el último domingo de abril. Ese día celebraremos la comunión de la niña. Será una excepción. Menos en agosto, sagrado para mí, abro a diario desde hace varios años. Son las diez, y mi padre acaba de llegar. Salgo con el periodista para desayunar y contarle mi historia desde el principio.
Nací en Granada en 1969 y soy la segunda de cuatro hermanos. Nos mudamos con mis padres cuando apenas tenía unos meses a la ciudad donde vivo ahora. Terminé la FP de administrativo y empecé a trabajar antes de cumplir los dieciocho en una multinacional. A los veinte cambié de empresa y conocí a quien se convertiría en mi marido una década después. Él tenía ocho años más que yo y se encargaba del área de informáticos de la misma compañía. Yo estaba de secretaria del presidente, quien ejerció de celestino. Quedamos en varias ocasiones. Un día me dio un anillo. Me hizo ilusión. Nos casamos un año más tarde.
Diario de D.
Miércoles 16 de abril de 2008
Sólo voy con la niña al parque un par de veces a la semana. El periodista y yo hemos encontrado uno al salir del centro de servicios sociales del Ayuntamiento. Nos sentamos para reconstruir mi vida. La nena juega a escasos metros de nosotros, pero la vigilo en corto. Si algún niño le quita el oso de peluche, me acerco para tratar de recuperarlo. Ella no sabe decir que es suyo. Si se cae, salgo corriendo como una condenada para recogerla del suelo. Prácticamente soy sus manos, su voz. No puedo evitarlo.
Nací en Paunesti, al sureste de Rumania. Mi padre y mi madre se separaron, y él nos llevó a los hermanos bajo su custodia a uno de los inhóspitos orfanatos de la era Ceausescu. Tres años después volví con mi madre. Ingresé en la Escuela Universitaria de Enfermería a los 19, compaginando los estudios con trabajos en la pequeña porción de tierra que mi madre cultivaba junto a la casa. Tras licenciarme, con 22 años, me trasladé a Focsani para trabajar en un hospital. También compré una parcelita y empecé a cultivar flores. No tardé mucho en abrir una floristería. Compré un piso de tres habitaciones, y mi hermana pequeña se trasladó a vivir conmigo. Me echaba una mano en el negocio. La vida me sonreía, sí. Pero soñaba con vivir cerca del mar, en un lugar con climas cálidos. Y me apasionaba la mitología griega. Viajé a Atenas en 1997 para asistir a la boda de una de mis hermanas. La ciudad me atrajo tanto que dos años después ya había liquidado el negocio de Paunesti y estaba contratada en una clínica ateniense. Mi hermana pequeña también se vino. Juntas alquilamos un piso.
Como me gustaba correr, pensé que inscribirme en un club de jogging sería una buena forma de conocer a gente. Mi futuro marido era uno de los socios. Le conocí en febrero de 2004, durante una fiesta. Era un tipo alto y fuerte. Sus curtidas manos de albañil me inspiraron confianza. Me recordaban a las de aquellos trabajadores del campo rumano a quienes las niñas llevábamos comida al mediodía. No me enamoré. Pero tenía 30 años y pensé que podría ser un buen hombre junto a quien formar una familia.
El día de mi boda
Diario de A.
Jueves 24 de septiembre de 1998
Fue un día bonito. Viajamos a las islas Mauricio y Reunión de luna de miel. Y lo pasamos muy bien. En 1999 nació nuestra primera hija, y con ella la familia que Él siempre quiso tener. La misma que se encargó de destrozar.
Éramos felices. Trabajábamos en la misma empresa. Yo seguía como secretaria del presidente, y Él, con su cargo al frente de los informáticos. En el año 2000 presionó para que regularizaran la situación de varios empleados a su cargo y le echaron. El presidente acabó despidiéndome también un año más tarde. Él montó una nueva empresa. Si se hubiera aplicado, le habría ido de maravilla. Llegué a trabajar para Él durante un año. Hasta que nació el niño.
Montamos esta tienda encima de la nueva oficina de Él, muy cerca de nuestra casa. En 2002, Él echó el cerrojo a la PYME y yo permanecí aquí arriba, vendiendo periódicos, chuches y libros. Se acostumbró a pasarse para coger dinero de la caja registradora. Desaparecía durante el resto del día, sin decirme dónde se metía. Entró en una espiral de mentiras. Jamás le di razones para tener celos ni creo que los tuviera. Simplemente se fue deteriorando, estropeándose. Nunca había sido agresivo conmigo, pero empezó a alterarse cuando discutíamos.
Diario de D.
Jueves 25 de noviembre de 2004
Sólo hacía un mes que le conocía y ya se vino a vivir a mi casa. En el verano de 2004 viajé a Rumania para visitar a mi madre y me di cuenta de que estaba embarazada. Le telefoneé para decírselo. No le hizo mucha ilusión. A finales de año, Él me propuso que nos casáramos “para que el bebé tuviera un padre legal”. El 25 de noviembre contrajimos matrimonio en el Ayuntamiento de Atenas. Fue un día triste. Sólo me dejó invitar a una de mis hermanas a condición de que viniera la suya. Ni siquiera permitió que nos hicieran fotos.
La familia
Diario de A.
Septiembre de 2003
¿Has visto lo que le ha pasado al coche de tu padre? Y la ventanilla del coche aparecía destrozada. Mensajes a mi móvil, llamadas de madrugada a casa de mis padres. Cambiamos los números de teléfono de toda la familia después de la primera agresión. Un día, los bomberos tuvieron que apagar un principio de incendio dentro de la tienda. Pintadas en la chapa del local. “Puta”. No me atrevía a ir sola a ningún sitio. Mi padre me acompañaba a todas partes, desde primera hora.
Él pasaba con la moto por la puerta de la papelería y me hacía una señal de degüello. Entraba aquí como Pedro por su casa. Un día intentó llevarse la máquina registradora y traté de impedírselo. Me tiró al suelo, me escupió y me pegó patadas. Mi padre estaba presente. Pero no quería hacer nada, porque Él buscaba una excusa para justificar su comportamiento. Aquel día, la policía se lo llevó detenido en un coche patrulla. Volvimos a pedir la orden de alejamiento hasta que la concedieron, en septiembre de 2003. Tres meses más tarde de la primera agresión.
“Si lo ves por aquí, llámanos”. Pasé un año bajo la amenaza constante hasta que se celebró un juicio, en octubre de 2004. Podía haber pasado cualquier cosa en todo ese tiempo. Por entonces no existían los juicios rápidos para casos de violencia de género.
El pleito fue doloroso. Pero eres tú y tu vida. En octubre de 2004 le condenaron por un concurso de varios delitos relacionados con la violencia de género. Me alegro de haber hecho lo que hice, de haber denunciado desde la primera agresión. Seguir viviendo así habría sido una tortura.
La Audiencia Provincial resolvió en febrero de 2005 el recurso que Él presentó y la sentencia se convirtió en firme. Ingresó en prisión y pensé que por fin podría vivir un poco. Desde la cárcel envió algunas cartas a nombre de los niños. El periodista dice haber encontrado en ellas una frase que podría definir a alguien que equivoca conceptos: “La libertad es soportar al prójimo”.
Diario de D.
Mayo de 2005
Pasaron los meses sin que nuestra hija tuviera nombre. Yo quería ponerle el de la diosa griega Ártemis, pero no me atrevía a decírselo. Él quiso que llevara el nombre de una de mis hermanas, que vivía en España y vino a visitarnos cargada de regalos. Aquello debió de impresionarle. Propuso que nos trasladásemos a España. Y pensé que podría ser una oportunidad de volver a empezar desde cero. Mi hermana nos acogería durante un tiempo en la casa que compartía con otro de nuestros hermanos.
Llegamos el 23 de mayo de 2005. Mis hermanos se marchaban a trabajar por las mañanas y nos dejaban solos en casa. Una semana después volvió a agredirme. Estábamos en la cama, Él tumbado y yo dándole el pecho a la nena. Me preguntó si me gustaba la ciudad y me dio un puntapié en la cabeza. Perdí el conocimiento. Cuando recobré la consciencia estaba tirada en el suelo. Afortunadamente, la niña había caído sobre la cama. Dijo que nos volvíamos a Atenas. Conseguí convencerle para que Él regresara y a mí me dejase pasar el verano con mis hermanos. Se había convertido en un especialista en golpearme sin dejar marcas y ellos no sospechaban nada. Pero mi hermana entró en el baño y me sorprendió llorando. Exploté. “Vamos al hospital, yo me haré la enferma”, dijo ella. Conseguimos salir solas de casa.
Parte de lesiones del 31-5-2005: golpes en zonas genitales, tumoraciones en los muslos. Escoliosis. Rojeces en el rostro. Cefaleas.
–¿Cómo se ha hecho usted todo esto?
–Me ha pegado mi marido.
Él se marchó dos días después. “Te espero dentro de un mes”, dijo antes de irse.
La amenaza
Diario de A.
Marzo de 2007
La policía me llamó para avisarme de que Él salía en libertad. La fiscalía recomendó de oficio una orden de protección. Me ofrecieron el máximo nivel de vigilancia, consistente en escolta policial durante 24 horas, pero solicité cambiarlo por acompañamientos al desarrollo de las actividades cotidianas. Los agentes, armados y de uniforme, venían conmigo desde la puerta del garaje hasta la tienda. Por la tarde me seguían en coche hasta la casa de mis padres. Aprendí a vivir con escolta. No sé cómo vive un amenazado por la banda terrorista ETA, pero aquello debía de parecerse bastante.
El periodista ha preguntado sobre este y otros aspectos a la máxima responsable policial del Grupo de Atención a las Víctimas de Violencia de Género de la ciudad donde vivo. Anna Choy coordina la protección de las mujeres que hemos decidido contar en este reportaje el terror que soportamos las víctimas de la violencia machista. “Como estos dos casos seguimos alrededor de 3.000 en toda la ciudad, para los que contamos con 30 efectivos. En cuanto a la escolta que ofrecemos para los amenazados por ETA, la única diferencia a la hora de prestar el servicio es que lo hacemos de paisano”. Un mes más tarde quisieron prorrogarme la protección policial, pero no fue posible. Lamentablemente somos demasiadas. Y no hay efectivos para todas. A cambio me concedieron la teleasistencia.
Diario de D.
Junio de 2005
Él ya estaba en Atenas cuando mi hermana me acompañó a un centro de atención a las víctimas de violencia de género del Ayuntamiento. Desde allí nos remitieron a la policía y le denuncié. Él llamó a los pocos días.
–¿Cuándo te vienes?
–Quiero separarme de ti.
–Te mataré. A ti, a la niña y a tus hermanos. Si no puedo hacerlo yo, enviaré sicarios.
En verano recibimos una llamada. “Escóndete, va para allá”. Me refugié con la niña en un piso de acogida de urgencia para víctimas de violencia de género durante una semana. Como yo no tenía teléfono, Él llamó a mi hermana para quedar. “Quiero hacer las cosas bien”. Ella se lo comunicó a la policía y le propusieron pactar un encuentro al que varios agentes acudirían de paisano. El 15 de julio de 2005 le detuvieron al llegar a la cita. Ese día salvaron la vida de toda mi familia.
Se celebró un juicio rápido. En dos días fue condenado a una orden de alejamiento de más de 1.000 metros de nosotros y a presentarse cada martes en el juzgado. Pero se marchó a Grecia. El juez dictó una orden de busca y captura. Desde allí continuaron llegando sus amenazas al móvil de mi hermana. Mensajes, llamadas tres veces al día. “Os robaré a mi hija”. Volví a vivir en casa de mis hermanos. Sin trabajo, movilicé los trámites para obtener un permiso de residencia. Salía lo menos posible con la nena. Miraba detrás de cada esquina. Tenía miedo de los hombres altos. Lloraba sin motivo. ¿Qué podía hacer para protegerme? Así pasaron dos años.
El 15 de junio de 2007, una de nuestras hermanas llamó desde Grecia. Él había dado con su teléfono y le advirtió. “Voy a por ellos. Esta vez no me detendrán”. El 3 de agosto de 2007 se presentó en el consulado griego y pusimos una nueva denuncia. Vomitaba el miedo y la medicación que me recetaron. La policía descubrió que Él se alojaba en un cámping y me concedieron la teleasistencia que mantengo. A través de los servicios sociales del Ayuntamiento, el 21 de septiembre ingresé con la nena en la casa de acogida a las afueras de la ciudad. Llamaba dos o tres veces al día a mi hermana. “Estoy encaminada. Voy a luchar por lo que me he propuesto”. Volví a plantar flores y a elaborar el pan de pita para la merienda. El aroma del pan recién hecho me recuerda el olor de mi madre.
Hoy es siempre un día
Diario de A.
Martes 15 de abril de 2008
Le vi por última vez a finales del año pasado, cerca de la tienda. Y llamé a la policía. Desde entonces no ha vuelto a aparecer. La fiscalía me comunicó que Él se había mudado a otra localidad. Ya no me siento amenazada. Pero tengo miedo. El miedo siempre está ahí.
En verano hará tres años que conozco a José Manuel. “Vamos a intentar olvidar… si nos dejan”, dice al periodista. “Al principio estaba acojonaíllo. Una tarde, tomando una copa, me lo contó todo. Yo pensé: ¡Vaya papeleta! Con el marido en la cárcel, los dos niños… Le pregunté si sentía algo por Él y me dijo que no. Y que me quería. Empezamos desde cero. Su salvación ha sido no rendirse jamás a sus chantajes ni a sus amenazas. No haberle dejado pasar ni una. Denunciarlo cada vez que aparecía”.
Aunque al principio tenía cierto recelo, no he desarrollado fobias hacia los hombres. No puedo pensar que todos sean como Él porque yo haya sufrido esta desgracia. Pero camino con cautela. Y a José Manuel se lo he dejado claro: a mí ni me levantes la voz. Nos hemos comprado un piso fuera de esta ciudad. Queremos trasladarnos con los niños.
El juzgado de familia le ha denegado a Él las visitas. Y ha perdido la custodia. El más pequeño tiene asumido que el día del padre no tiene a quién felicitar. Claro que tiene padre, pero no está con nosotros. Porque Él lo ha querido. A los dos les explicaré las cosas tal como sucedieron. Cuando sean mayores.
Son las ocho y media de la tarde, y José Manuel ha ido a buscar el coche. Siempre lo hace cuando viene a verme. Me ahorra tener que escuchar el eco de pasos solitarios retumbando en las paredes subterráneas. El vehículo está ya en la puerta de la tienda cuando salgo para dejar que el portero consorte termine de cerrar. Hay carteles de traspaso en el escaparate. Quiero marcharme de aquí. Este negocio y el maldito garaje son los únicos recuerdos que conservo del horror.
Diario de D.
Jueves 17 de abril de 2008
Le vi por última vez el 24 de octubre de 2007, un mes antes de que me concedieran el divorcio. La policía vino a recogerme a la casa de acogida para acompañarme al juzgado de lo civil. Comparecía como testigo de sus amenazas contra mi hermana. Él estaba en la puerta. Al salir del coche patrulla, toda la terapia de la casa se derrumbó en un instante. La policía le detuvo por la orden de busca y captura. Pero el juez lo dejó en libertad y se marchó de nuevo a Grecia. Desde allí nos llegan sus amenazas cada mes. La última fue hace una semana. “Esto no se ha acabado”. Me gustaría mudarme a otra ciudad con la nena. Sigo abrazándola con fuerza cada vez que doblo una esquina. Creo que tardaré en volver a confiar en los hombres.
En la casa de acogida hoy huele al arroz de Loli, la cocinera. Montse es la coordinadora: “Intentamos que encuentren un ambiente lo más parecido posible a un hogar”. Hay 24 plazas. La nena y yo ocupamos dos hasta el 7 de enero de este año. Desde entonces vivo con mis hermanos y tengo concedida una RAI (renta activa de inserción) de 260 euros mensuales. Necesito un empujón para terminar de recuperar mi vida. Podría volver a trabajar de enfermera. Estoy capacitada. A veces no encuentro en los servicios sociales toda la atención que me gustaría. También he conocido excelentes profesionales, por supuesto. Pero la sociedad debe dejar de vernos como una cifra. Los números nos quitan la voz. Y cada caso conforma un universo diferente que no puede ser tratado de la misma forma. El periodista ha preguntado por esta cuestión a Alba García, la directora del Programa de Seguridad contra la Violencia Machista del Gobierno de la comunidad autónoma donde vivo. Y ella le ha contestado que en cierto sentido tengo razón: “Debemos avanzar en el desarrollo del trabajo en red para coordinar los servicios policiales con los sociales y judiciales. Y no olvidemos que todavía el 70% de las mujeres asesinadas el año pasado en España por sus parejas no había puesto su situación en conocimiento de las administraciones. Habrá que mejorar los sistemas de detección. La consulta del médico de familia es un buen lugar para vislumbrar los indicios de un posible maltrato y comunicarlos a un trabajador social que empiece a realizar labores de prevención”.
Salgo de la casa de acogida con el periodista. Camino de la estación, vuelvo a preguntarme: ¿cuándo vendrá mi tren? Por ahora sólo tengo un billete de cercanías. La nena se ha quedado dormida. Su cara no me recuerda a Él. Me recuerda lo que Él ha perdido.
Terror machista
Por Montserrat Comas d’Argemir
La violencia machista ha dejado sin vida a 425 mujeres en los últimos siete años (de 2001 a 2007), asesinadas en el ámbito de la pareja o ex pareja. Además del insoportable reguero de sangre, este tipo de violencia ocasiona diariamente la vulneración de otros derechos constitucionales: el derecho a la libertad (amenazas, coacciones), el derecho a la integridad física (agresiones, maltrato físico habitual), el derecho a la dignidad (vejaciones, maltrato psicológico reiterado) y el derecho a la igualdad en la pareja. Desde la creación de los juzgados de Violencia sobre la Mujer el 29 de junio de 2005, en los dos primeros años se ha juzgado a 69.400 hombres (de los cuales 48.971 han sido condenados), se han dictado 53.994 órdenes de protección y se han resuelto 24.634 procedimientos civiles. En el año pasado se formularon 126.293 denuncias por actos violentos que se están investigando.
detrás de estas frías estadísticas hay muchas mujeres víctimas de un terror insoportable, porque es diario, persistente y está instalado en el propio hogar. Resulta lacerante que sea precisamente este ámbito de las relaciones sentimentales que se inician por afecto el que se convierta para muchas mujeres en un auténtico infierno y dolor. Treinta años de democracia no han sido suficientes para terminar con una de las manifestaciones más brutales de la desigualdad entre hombres y mujeres. Y ello es así porque estamos ante un problema universal –sucede en todos los países– y con el que llevamos muchas décadas, ya que responde a una construcción social que ha potenciado un reparto desigual de las actividades productivas, creando unos roles sociales asignados en función del sexo. Es la pervivencia de los patrones culturales machistas, de discriminación hacia la mujer, la que explica que determinados hombres sigan utilizando la violencia como el instrumento más expeditivo para mantener relaciones de control, de subordinación y de poder.
La última medida legislativa aprobada por unanimidad en el Parlamento español para combatir este cáncer social fue la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, de 28 de diciembre de 2004. En ella se concentran todas aquellas soluciones que deben desplegarse desde distintos ámbitos de la sociedad: educativas, preventivas, sanitarias, contra la publicidad ilícita, además de las medidas sociales, asistenciales, de recuperación psicológica para las víctimas y de reinserción social de los condenados. Por ello, junto a la cruel y tozuda realidad de las cifras anteriormente referidas, hay otra cara de la moneda que conviene resaltar: miles de mujeres en este país han logrado salir del círculo de la violencia gracias a su tenaz esfuerzo, a los riesgos asumidos y a los efectos de las medidas legales.
El aliento de las asociaciones de mujeres que se han dejado la piel en la lucha por la igualdad, la contribución de los medios de comunicación en la sensibilización social, al haber sacado del silencio los malos tratos y las medidas acordadas por los poderes públicos en su compromiso para erradicar esta lacra social, han abierto caminos esperanzadores en esta larga lucha. Además, el presidente Zapatero, al presentar su nuevo Gobierno, ha afirmado que una de sus prioridades políticas en esta legislatura será avanzar en el camino de la igualdad. La formación de un Gobierno con más mujeres que hombres, algunas en puestos muy relevantes, y la creación del Ministerio de la Igualdad, tan criticado por algunos, constituye una opción política necesaria para priorizar desde el mismo políticas transversales para combatir la violencia contra las mujeres y adoptar todas las medidas necesarias para que se aplique la Ley de Igualdad. Todos los avances que se logren para conseguir la igualdad efectiva entre hombres y mujeres constituyen la clave para reducir y acabar con la violencia.
Pero nos falta todavía avanzar más. Falta mayor implicación social y familiar. Los poderes públicos hemos de lograr que los derechos de información y asistencia social integral lleguen a todos los rincones: seguimos manteniendo el promedio de un 70% de las mujeres que previamente a su asesinato no habían denunciado ninguna situación de amenaza o maltrato y, en consecuencia, no estaban protegidas. Se ha de dar un impulso al tratamiento y rehabilitación de los agresores, ingresen o no en prisión, para conseguir el fin constitucional de su reinserción social. Se han de comarcalizar los juzgados, creando más órganos exclusivos con competencias en varios partidos judiciales, próximos territorialmente y equipados con todos los medios: presencia del fiscal, del abogado de oficio, del médico forense y de las unidades de valoración forense integral. Sin estas últimas es difícil que jueces y fiscales puedan determinar con acierto la valoración del riesgo de cada víctima, extremo clave para decidir si deben otorgarse o no medidas cautelares de alejamiento. También debemos lograr la máxima seguridad para las víctimas que han denunciado su situación y se encuentren en peligro.
Es verdad que no hemos podido reducir las insoportables cifras mortales, pero no podemos atribuirlo a una supuesta ineficacia de la ley, máxime cuando cambiar los patrones sexistas nos puede llevar años. Se precisa una gran revolución cultural. El derecho es siempre un motor de cambio y de transformación social. Los resultados suelen ser lentos, aunque irreversibles. En este largo trayecto contra la violencia de género es preciso que hombres y mujeres trabajen codo con codo, porque ésta es una batalla de toda la sociedad en contra de la injusticia y la discriminación.
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