Tres en uno
El periodista que el martes será condecorado con la medalla Belisario Domínguez, visto por su hijo Tomás Granados Salinas, Director de Hoja por hoja.
Publicado en el suplemento Enfoque de Reforma (www.reforma.com), 5 de octubre de 2008;
Me llevó varios años darme cuenta de que soy hijo de Granados Chapa. Tal vez eso se explique por el hecho obvio de que, cuando nos conocimos, Miguel Ángel estaba lejos de ser la persona que el próximo martes, al cumplirse 95 años del ominoso asesinato del senador chiapaneco, recibirá la medalla Belisario Domínguez.
En nuestras casi cuatro décadas de convivencia ocurrieron dos cosas que me llevaron a ensanchar, sin todavía haberlo agotado, el conocimiento que tengo de mi padre. Por un lado, en ese periodo se sucedieron los triunfos, los quebrantos y las conquistas que en buena hora reconoció el Senado; por el otro, los años me han permitido identificar primero al progenitor, luego al personaje público y finalmente al hombre; mi emocionada y acaso inesperada conclusión es que los méritos de cada una de esas advocaciones son en gran medida los mismos.
A comienzos de los años setenta, un Miguel Ángel lampiño se ganaba el pan en la redacción de Excélsior y, aunque había empezado a firmar sus textos, nada podía sugerir que la suya se convertiría en una resonante voz de la prensa diaria. La ruta recorrida por Granados Chapa desde entonces incluye escalas en algunos de los momentos más trascendentes del periodismo contemporáneo en nuestro país. Y aunque tengo conciencia de esas coyunturas, en realidad conservo pocos recuerdos. Sé más del golpe a Excélsior gracias a Vicente Leñero y Los periodistas que por mi propia memoria; cuando hace poco releí la novela, encontré en uno de los Migueles -el otro se apellida López Azuara- a un lúcido personaje que poco tenía que ver con el padre que alguna vez organizó una comida sabatina para que sus hijos viéramos en la tele el combate entre Mantequilla Nápoles y Carlos Monzón o el King Kong que muere al pie del Empire State. Digo sin recriminaciones que mi padre era entonces, debido a los desquiciados horarios del diarismo, una cariñosa ausencia. Es un tiempo en el que aprendí a apreciar la menos importante de sus aptitudes profesionales: la rapidez con que aporreaba la máquina de escribir; no pocos de mis trabajos escolares en la primaria, terminados a deshoras, se beneficiaron de esa destreza. Las reuniones en casa de las que surgió Proceso perduran en mi memoria sólo por las secuelas al día siguiente: mi hermano y yo nos apropiábamos de las botanas sobrantes, los refrescos que sin estar proscritos casi nunca llegaban a nuestra mesa, los postres. De su salida de Unomásuno sólo recuerdo la coincidencia de que se concretó durante un día de mi cumpleaños.
Mi adolescencia resintió neuróticamente las deferencias que la gente tenía conmigo por ser hijo de quien era. En retrospectiva veo con una sombra de vergüenza esas reacciones juveniles, meras pataletas frente a una realidad a la que debí acostumbrarme: Granados Chapa había crecido mucho más que Miguel Ángel. Esquivé la tentación del parricidio estudiando matemáticas y mecánica automotriz, emigrando brevemente a Estados Unidos y a Francia, escribiendo algo que se pretendía literatura y no periodismo, hasta que sin notarlo comencé a verlo allá a lo lejos, sin melindres, y me forcé a distinguir los dos seres que conviven en una misma persona. Ése debe haber sido el requisito para poder luego agregar un plano de igualdad entre nosotros: el día en que Marina y yo le comunicamos que Valentina venía en camino tuve una revelación en miniatura al caer en cuenta de que Miguel Ángel y yo compartíamos la condición de padres. De entonces a la fecha veo en él a un par, alguien como todos, con fragilidades y apetitos, temores y alegrías de escala humana.
Desde luego, no he leído toda su producción: nunca leí la Plaza Pública en las páginas deficientemente impresas de Cine Mundial, lo hice una que otra vez mientras se alojó en el diario de Becerra Acosta y más a menudo en La Jornada, pero sólo se volvió una compañía cotidiana a partir de que encontró cobijo en Reforma. Sorprende la fecundidad de este escritor. Un cálculo conservador me hace suponer que ha escrito más de 40 mil cuartillas. Y sin embargo más sorprendente aún es la calidad de esa obra, así en la forma como en el fondo. Su vocabulario no sólo es rico y sabroso, sino oportuno e iluminador: quien lee a Granados Chapa reconoce que la riqueza léxica es más una herramienta epistemológica -una lente para mirar el mundo- que un mero recurso de estilo. Me parece además que uno de los secretos de su prosa radica en la estructura, tanto la de cada frase y párrafo como la del texto en su conjunto. De entrada, es ancho el repertorio de formas sintácticas de que echa mano, lo que da a sus páginas un colorido expresivo que no suele habitar en la prensa. Pero la argumentación, es decir la sucesión bien hilada de premisas y conclusiones, de datos y especulaciones, resulta ejemplar. Y encima rehúye siempre la ambigüedad en los juicios y los lugares comunes a los que, por pereza, son afectos muchos periodistas, que acaso no han aprendido la lección de oro que no recuerdo quién transmitió a Granados Chapa: nunca escriba algo de una persona que no pueda decírselo a la cara. Digamos, en suma, que en cada página pone la energía de un corredor de 100 metros, pero lo ha hecho ya a lo largo de todo un maratón. Algo sobrevive ahí, magnificado, del atleta preparatoriano que gustaba de participar en pruebas de medio fondo.
El martes veré cómo la República festeja a Granados Chapa; yo celebraré también, acaso más intensamente, con Miguel Ángel.
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