Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Excélsior, 18 de febrero de 2009;
Monterrey: de la desesperación a la impunidad
El presidente Calderón declaró en Sinaloa que los grupos del crimen organizado están “desesperados” y que por ello muchas de las acciones de violencia desenfrenada que estamos viendo. No era para menos: el fin de semana pasado, habían ocurrido 40 asesinatos en Chihuahua; una familia de 11 personas fue asesinada en Macuspana, Tabasco; los comensales de la inauguración de un restaurante fueron baleados en la frontera entre Jalisco y Nayarit. La afirmación presidencial no es descabellada: soy de los que cree que cuanto menor es el margen de maniobra, cuanto más amenazados se sienten los grupos del narcotráfico, recurren con mayor frecuencia e incluso salvajismo, a la violencia, la amplían con la intención de intimidar y en muchos casos lo logran. No en vano la cifra de denuncias de extorsión, acaba de revelarlo Genaro García Luna, creció de unas decenas a más de 50 mil el año pasado, mientras que las denuncias por secuestro, en todo el país, son tres diarias.
La desesperación tiene rostros y costos, personales y sociales. Pero se puede comprender y explicar, se puede colocar, pese a todas las dificultades, en un contexto, en un proceso. No ocurre lo mismo con otros hechos. Desde hace ya casi diez días, un grupo pequeño, no más de algunas decenas de personas, de extracción muy humilde, denominados cholos en esa parte de la frontera, están bloqueando con pasamontañas y armas las principales calles del Centro Histórico de Monterrey. No tienen reivindicación social alguna y los pocos que tienen idea de por qué están allí piden que se retire el Ejército de Monterrey y Nuevo León, una demanda que no deja de ser extraña, pues ningún grupo social significativo lo ha pedido, más bien al contrario, piden que se quede y refuerce su presencia.
En realidad, el entramado no es nuevo: ya vimos lo mismo aquí en el DF, cuando Osiel Cárdenas, antes de ser extraditado a Estados Unidos, estaba detenido en el penal de La Palma; lo observamos, ya con las mismas características de ahora, en Nuevo Laredo y en Ciudad Juárez, incluso con bloqueos de puentes internacionales; lo habíamos contemplado antes en Matamoros y Reynosa, y también en Tijuana. Hace unos meses, esa sí organizada por el gobierno local, vimos una manifestación en Chetumal y otra en Cancún, para pedir por la liberación del ex gobernador Mario Villanueva. Se trata de movilizaciones que ha organizado el grupo de Los Zetas en todas las zonas donde tiene una presencia importante y, en todos los casos, como ocurre con las famosas narcomantas, están destinadas a “movilizar”, a tratar de mostrar “base social” en el combate con el que es su principal enemigo: el Ejército Mexicano. Incluso, por el origen de sus líderes, Los Zetas , más que cualquier otra organización criminal del país, sabe que su principal adversario, hasta más que las otras bandas rivales, son las Fuerzas Armadas.
Ante ello hemos tenido de todo: desde acciones tan brutales como el asesinato del general Tello Quiñones hasta estas movilizaciones en Monterrey, que están buscando generar una provocación: no sólo se bloquean calles en una urbe que, por suerte, no lo tiene como norma, según ocurre en el DF u otras ciudades del país, sino además agreden a los automovilistas, los roban, los provocan. Aseguran las autoridades que no es verdad, que el caso no tiene relación con los bloqueos, pero incluso se asegura que un funcionario policial que intervino en la detención de algunos “manifestantes” fue asesinado. Los tapados, como ya les llaman en Monterrey, usan capuchas, pañuelos o pasamontañas, y en las más recientes movilizaciones han utilizado, para comunicarse, además de algunas armas, equipos de radio. Siempre van acompañados por un grupo de mujeres y niños que usan como escudo. Según la información local, a cada tapado se le pagan unos 500 pesos por bloqueo.
Todo eso puede ser comprensible y, en ese contexto, debe atenderse. Lo incomprensible es que las autoridades tarden horas en reaccionar y no ocurra nada. Hasta ahora ha habido seis detenidos, cinco fueron liberados bajo fianza (de cinco mil pesos, que no se sabe quién pagó), por alterar el orden, y un sexto, encontrado con armas largas, fue recluido en el penal local. Las manifestaciones y los bloqueos que azotan, un día sí y otro también, a muchas ciudades del país, son inaceptables y están violando la ley, pero por lo menos suelen ubicarse en un contexto político. En este caso, pese a que se utilizan los mismos métodos de los grupos de la izquierda más radical, en realidad se trata de manifestaciones del narcotráfico y, por lo tanto, de un fenómeno de seguridad nacional que debe ser atendido en los planos municipal, de los estados y el federal. Y no pasa nada: el alcalde Adalberto Madero está más ocupado en buscar una candidatura por el PT (paradójicamente, de algunas de las colonias populares donde ese partido tiene presencia vendrían algunos de estos tapados) y no envía policías; el estatal no quiere aparecer y sus funcionarios se consuelan diciendo que hay más bloqueos en el DF; el federal no ha querido o no ha podido intervenir y el hecho es que no sucede nada.
Algo va a ocurrir, y no será una buena noticia, cuando la gente se canse (eso está a punto de pasar) y termine produciéndose alguna desgracia. Un desafío tan evidente a la población y al Estado no puede acontecer sin más.
Es verdad que estamos, desde hace años, atrapados en el dilema sobre el uso de la fuerza legítima del Estado en estos casos, como si el síndrome del 68 siguiera planeando sobre la sociedad 40 años después. Pero debe haber un marco legal adecuado para utilizar esa fuerza pública cuando se viola la ley y se rompen las reglas del juego y no se puede permitir, sin más, la impunidad. Si no es así, que nadie se desgarre las vestiduras cuando la gente se canse de tanta indefensión.
El presidente Calderón declaró en Sinaloa que los grupos del crimen organizado están “desesperados” y que por ello muchas de las acciones de violencia desenfrenada que estamos viendo. No era para menos: el fin de semana pasado, habían ocurrido 40 asesinatos en Chihuahua; una familia de 11 personas fue asesinada en Macuspana, Tabasco; los comensales de la inauguración de un restaurante fueron baleados en la frontera entre Jalisco y Nayarit. La afirmación presidencial no es descabellada: soy de los que cree que cuanto menor es el margen de maniobra, cuanto más amenazados se sienten los grupos del narcotráfico, recurren con mayor frecuencia e incluso salvajismo, a la violencia, la amplían con la intención de intimidar y en muchos casos lo logran. No en vano la cifra de denuncias de extorsión, acaba de revelarlo Genaro García Luna, creció de unas decenas a más de 50 mil el año pasado, mientras que las denuncias por secuestro, en todo el país, son tres diarias.
La desesperación tiene rostros y costos, personales y sociales. Pero se puede comprender y explicar, se puede colocar, pese a todas las dificultades, en un contexto, en un proceso. No ocurre lo mismo con otros hechos. Desde hace ya casi diez días, un grupo pequeño, no más de algunas decenas de personas, de extracción muy humilde, denominados cholos en esa parte de la frontera, están bloqueando con pasamontañas y armas las principales calles del Centro Histórico de Monterrey. No tienen reivindicación social alguna y los pocos que tienen idea de por qué están allí piden que se retire el Ejército de Monterrey y Nuevo León, una demanda que no deja de ser extraña, pues ningún grupo social significativo lo ha pedido, más bien al contrario, piden que se quede y refuerce su presencia.
En realidad, el entramado no es nuevo: ya vimos lo mismo aquí en el DF, cuando Osiel Cárdenas, antes de ser extraditado a Estados Unidos, estaba detenido en el penal de La Palma; lo observamos, ya con las mismas características de ahora, en Nuevo Laredo y en Ciudad Juárez, incluso con bloqueos de puentes internacionales; lo habíamos contemplado antes en Matamoros y Reynosa, y también en Tijuana. Hace unos meses, esa sí organizada por el gobierno local, vimos una manifestación en Chetumal y otra en Cancún, para pedir por la liberación del ex gobernador Mario Villanueva. Se trata de movilizaciones que ha organizado el grupo de Los Zetas en todas las zonas donde tiene una presencia importante y, en todos los casos, como ocurre con las famosas narcomantas, están destinadas a “movilizar”, a tratar de mostrar “base social” en el combate con el que es su principal enemigo: el Ejército Mexicano. Incluso, por el origen de sus líderes, Los Zetas , más que cualquier otra organización criminal del país, sabe que su principal adversario, hasta más que las otras bandas rivales, son las Fuerzas Armadas.
Ante ello hemos tenido de todo: desde acciones tan brutales como el asesinato del general Tello Quiñones hasta estas movilizaciones en Monterrey, que están buscando generar una provocación: no sólo se bloquean calles en una urbe que, por suerte, no lo tiene como norma, según ocurre en el DF u otras ciudades del país, sino además agreden a los automovilistas, los roban, los provocan. Aseguran las autoridades que no es verdad, que el caso no tiene relación con los bloqueos, pero incluso se asegura que un funcionario policial que intervino en la detención de algunos “manifestantes” fue asesinado. Los tapados, como ya les llaman en Monterrey, usan capuchas, pañuelos o pasamontañas, y en las más recientes movilizaciones han utilizado, para comunicarse, además de algunas armas, equipos de radio. Siempre van acompañados por un grupo de mujeres y niños que usan como escudo. Según la información local, a cada tapado se le pagan unos 500 pesos por bloqueo.
Todo eso puede ser comprensible y, en ese contexto, debe atenderse. Lo incomprensible es que las autoridades tarden horas en reaccionar y no ocurra nada. Hasta ahora ha habido seis detenidos, cinco fueron liberados bajo fianza (de cinco mil pesos, que no se sabe quién pagó), por alterar el orden, y un sexto, encontrado con armas largas, fue recluido en el penal local. Las manifestaciones y los bloqueos que azotan, un día sí y otro también, a muchas ciudades del país, son inaceptables y están violando la ley, pero por lo menos suelen ubicarse en un contexto político. En este caso, pese a que se utilizan los mismos métodos de los grupos de la izquierda más radical, en realidad se trata de manifestaciones del narcotráfico y, por lo tanto, de un fenómeno de seguridad nacional que debe ser atendido en los planos municipal, de los estados y el federal. Y no pasa nada: el alcalde Adalberto Madero está más ocupado en buscar una candidatura por el PT (paradójicamente, de algunas de las colonias populares donde ese partido tiene presencia vendrían algunos de estos tapados) y no envía policías; el estatal no quiere aparecer y sus funcionarios se consuelan diciendo que hay más bloqueos en el DF; el federal no ha querido o no ha podido intervenir y el hecho es que no sucede nada.
Algo va a ocurrir, y no será una buena noticia, cuando la gente se canse (eso está a punto de pasar) y termine produciéndose alguna desgracia. Un desafío tan evidente a la población y al Estado no puede acontecer sin más.
Es verdad que estamos, desde hace años, atrapados en el dilema sobre el uso de la fuerza legítima del Estado en estos casos, como si el síndrome del 68 siguiera planeando sobre la sociedad 40 años después. Pero debe haber un marco legal adecuado para utilizar esa fuerza pública cuando se viola la ley y se rompen las reglas del juego y no se puede permitir, sin más, la impunidad. Si no es así, que nadie se desgarre las vestiduras cuando la gente se canse de tanta indefensión.
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