Socialismos reales/Jorge Edwards
Publicado en EL PAÍS, 17/02/2009;
El tiempo no pasa en vano. La Concertación chilena de los comienzos, la de los primeros años de la transición, tenía una frescura, un sentido unitario, una energía. Todo eso, ahora, se ha empezado a gastar, nos guste o no nos guste.
En sus orígenes, en sus pasos iniciales, la Concertación fue el producto de la lucha común contra la dictadura, unidad favorecida por la evolución interna de sus dos sectores principales: el socialismo, que se renovaba, y la democracia cristiana, que replanteaba sus vínculos con la izquierda. Pero la renovación principal, la más decisiva, era la del socialismo. Y era una autocrítica, no siempre declarada, pero implícita, sostenida, consistente, del llamado socialismo real, que había causado estragos en la época de Allende y que había llevado a Cuba a un callejón sin salida.
En esas condiciones, socialistas y demócrata-cristianos podían trabajar juntos, mano a mano, con diferencias de matices, de ideología, de lo que ustedes quieran, pero sin reservas profundas, sin desconfianzas insuperables. Se inauguraba una democracia, y esto, después de tantos años oscuros, era una novedad extraordinaria, y se inauguraba, a la vez, una alianza política que antes habría parecido imposible. Los comunistas, el antiguo aliado de los socialistas, estaban excluidos de la nueva coalición, pero ocurría que el comunismo, en los años duros, había optado por la lucha armada, por el apoyo decidido al Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y esto, por definición, los excluía de una alianza de centro izquierda. En cierto modo, se habían autoexcluido, y habían optado por una línea que tenía posibles explicaciones teóricas, pero que en la acción práctica, frente a un Ejército bien organizado y bien instalado en el poder, no tenía el menor destino. Por otra parte, el desmoronamiento del bloque soviético, la caída escandalosa y estrepitosa del Muro de Berlín, no facilitaban el papel del PC en la vida chilena. Su posición entre negativa y vacilante y su cambio de táctica de último minuto frente al plebiscito del año 88 fueron elementos reveladores.
Todo esto no ha cambiado, desde luego, con el viaje oficial a Cuba de la presidenta Bachelet y su numerosa comitiva. No pasa de ser una gira protocolaria, un intento de hacer negocios comerciales con una isla empobrecida y un evento cultural preparado con mucha minucia, con todos los resguardos habidos y por haber y con escaso vuelo. Pero el viaje, sin cambiar nada, ha puesto en evidencia algunas situaciones. En sus mejores momentos, la Concertación no hacía una crítica explícita, beligerante, de los socialismos reales y de su influencia en el Chile de Allende. Rendía el homenaje de rigor a los héroes populares del pasado y guardaba silencio. Pero sabía lo que había pasado, lo había examinado desde todos los ángulos y actuaba en forma consecuente: finanzas ortodoxas, prudencia frente a las fuerzas del mercado, esfuerzos por aumentar la protección social, por mejorar la educación y la salud pública, sin desbaratar los grandes equilibrios financieros.
Ahora se mantiene la ortodoxia económica contra viento y marea, y eso nos permite enfrentar el descalabro internacional en condiciones relativamente buenas. La crisis mundial, por lo demás, ha revelado en todas partes, y sobre todo en los países más desarrollados, que el tema de la función del Estado y de la regulación de las grandes entidades financieras tiene que replantearse a fondo, después de la etapa de aquello que Mario Soares, el ex presidente socialista de Portugal, bautizó como “capitalismo de casino”. Fracasó el capitalismo de casino, de aventura, de especulación desenfrenada, y estamos enfrentados a la tarea no menor de refundar un capitalismo más razonable y más humano. Ninguna persona seria, que yo sepa, ha pensado que la solución consista en volver a los socialismos reales del siglo pasado.
Se conservan en Chile, pues, las líneas centrales de la conducción económica, pero si hacemos un poco de memoria llegamos a la conclusión de que la atmósfera política ha cambiado en forma impresionante. Después de los dos primeros Gobiernos de la Concertación, que consolidaron en forma muy eficaz la salida de la dictadura y la conservación relativa, con reformas importantes, del sistema económico, me parece que el periodo de Ricardo Lagos fue el de un socialismo renovado auténtico, dotado de una visión moderna de la política y de la economía. La prudencia y la discreta distancia del presidente Lagos con respecto al socialismo cubano, criticadas en estos días de un modo más o menos vociferante, fueron, precisamente, demostraciones de este espíritu renovado, que había hecho una autocrítica silenciosa y había sacado sus conclusiones.
Ahora el viaje a Cuba de la presidenta Bachelet ha sacado a relucir tensiones y contradicciones inquietantes. Parece que nuestro socialismo criollo, por lo menos en algunos sectores, puso el sentido crítico y autocrítico entre paréntesis, y volvió a entonar las anticuadas y olvidadas alabanzas de los socialismos reales. Me acordé de la amargura con la que un gran poeta húngaro, Goergi Petri, me contaba su sentimiento de frustración y hasta de humillación, en su condición de disidente político encarcelado, cuando leía las noticias de los recibimientos oficiales, con delegaciones escolares y ramos de flores, a los poetas del mundo comunista que llegaban a Budapest (Pablo Neruda entre ellos). Neruda sabía, y después se arrepintió de estas cosas en su Sonata crítica, en Confieso que he vivido, en muchos otros lados. Por eso recibió la violenta carta de crítica de 1966 de sus “hermanos” de Cuba.
Las declaraciones de estos días, en verdad, no terminan de apenarme y hasta de causarme vergüenza ajena. La presidenta Bachelet, por ejemplo, dijo con todas sus letras, sin pestañear, que Cuba es “una democracia diferente”. En los años sesenta y setenta del siglo pasado, con respecto a las “democracias populares”, a Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria, se decía exactamente lo mismo. De ahí su nombre oficial. Y después hemos sabido muy bien, con lujo de información, en qué consistían esas democracias diferentes, donde la institución que funcionaba mejor era la policía secreta.
Pero sé de memoria lo que son las visitas oficiales, de Estado, como también se suelen denominar, y comprendo que la presidenta, presionada por el protocolo, por la prensa, por el ambiente, haya tenido que utilizar algún término amable. En las dictaduras, donde están controladas, sofocadas, las palabras adquieren una paradójica virulencia. Usar precisamente la palabra “dictadura”, por ejemplo, habría sonado terriblemente violento, malsonante. En cambio, me parece que Guillermo Teillier, cabeza de nuestro comunismo local, se pasó de la raya cuando sostuvo que en Cuba existía libertad de expresión. Aquí entramos de frente en los terrenos de la tomadura de pelo, y no creo que los chilenos de a pie lo merezcamos.
Algunos episodios de este viaje nos indican que nos acercamos de nuevo a ciertos matices de los viejos socialismos reales, quizá por una falla de la memoria, o por una nostalgia mal entendida. A la vez, en forma inevitable y paralela, los lazos del socialismo de siempre con el centro demócrata cristiano vuelven a ponerse tensos. Los compromisos esenciales no se han roto, pero las familias políticas, como se dice entre nosotros, con sus diversas culturas, han empezado a marcar sus distancias, sus desconfianzas, sus recelos. No son, en ningún caso, promesas de futuro, indicios de nada bueno.
En sus orígenes, en sus pasos iniciales, la Concertación fue el producto de la lucha común contra la dictadura, unidad favorecida por la evolución interna de sus dos sectores principales: el socialismo, que se renovaba, y la democracia cristiana, que replanteaba sus vínculos con la izquierda. Pero la renovación principal, la más decisiva, era la del socialismo. Y era una autocrítica, no siempre declarada, pero implícita, sostenida, consistente, del llamado socialismo real, que había causado estragos en la época de Allende y que había llevado a Cuba a un callejón sin salida.
En esas condiciones, socialistas y demócrata-cristianos podían trabajar juntos, mano a mano, con diferencias de matices, de ideología, de lo que ustedes quieran, pero sin reservas profundas, sin desconfianzas insuperables. Se inauguraba una democracia, y esto, después de tantos años oscuros, era una novedad extraordinaria, y se inauguraba, a la vez, una alianza política que antes habría parecido imposible. Los comunistas, el antiguo aliado de los socialistas, estaban excluidos de la nueva coalición, pero ocurría que el comunismo, en los años duros, había optado por la lucha armada, por el apoyo decidido al Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y esto, por definición, los excluía de una alianza de centro izquierda. En cierto modo, se habían autoexcluido, y habían optado por una línea que tenía posibles explicaciones teóricas, pero que en la acción práctica, frente a un Ejército bien organizado y bien instalado en el poder, no tenía el menor destino. Por otra parte, el desmoronamiento del bloque soviético, la caída escandalosa y estrepitosa del Muro de Berlín, no facilitaban el papel del PC en la vida chilena. Su posición entre negativa y vacilante y su cambio de táctica de último minuto frente al plebiscito del año 88 fueron elementos reveladores.
Todo esto no ha cambiado, desde luego, con el viaje oficial a Cuba de la presidenta Bachelet y su numerosa comitiva. No pasa de ser una gira protocolaria, un intento de hacer negocios comerciales con una isla empobrecida y un evento cultural preparado con mucha minucia, con todos los resguardos habidos y por haber y con escaso vuelo. Pero el viaje, sin cambiar nada, ha puesto en evidencia algunas situaciones. En sus mejores momentos, la Concertación no hacía una crítica explícita, beligerante, de los socialismos reales y de su influencia en el Chile de Allende. Rendía el homenaje de rigor a los héroes populares del pasado y guardaba silencio. Pero sabía lo que había pasado, lo había examinado desde todos los ángulos y actuaba en forma consecuente: finanzas ortodoxas, prudencia frente a las fuerzas del mercado, esfuerzos por aumentar la protección social, por mejorar la educación y la salud pública, sin desbaratar los grandes equilibrios financieros.
Ahora se mantiene la ortodoxia económica contra viento y marea, y eso nos permite enfrentar el descalabro internacional en condiciones relativamente buenas. La crisis mundial, por lo demás, ha revelado en todas partes, y sobre todo en los países más desarrollados, que el tema de la función del Estado y de la regulación de las grandes entidades financieras tiene que replantearse a fondo, después de la etapa de aquello que Mario Soares, el ex presidente socialista de Portugal, bautizó como “capitalismo de casino”. Fracasó el capitalismo de casino, de aventura, de especulación desenfrenada, y estamos enfrentados a la tarea no menor de refundar un capitalismo más razonable y más humano. Ninguna persona seria, que yo sepa, ha pensado que la solución consista en volver a los socialismos reales del siglo pasado.
Se conservan en Chile, pues, las líneas centrales de la conducción económica, pero si hacemos un poco de memoria llegamos a la conclusión de que la atmósfera política ha cambiado en forma impresionante. Después de los dos primeros Gobiernos de la Concertación, que consolidaron en forma muy eficaz la salida de la dictadura y la conservación relativa, con reformas importantes, del sistema económico, me parece que el periodo de Ricardo Lagos fue el de un socialismo renovado auténtico, dotado de una visión moderna de la política y de la economía. La prudencia y la discreta distancia del presidente Lagos con respecto al socialismo cubano, criticadas en estos días de un modo más o menos vociferante, fueron, precisamente, demostraciones de este espíritu renovado, que había hecho una autocrítica silenciosa y había sacado sus conclusiones.
Ahora el viaje a Cuba de la presidenta Bachelet ha sacado a relucir tensiones y contradicciones inquietantes. Parece que nuestro socialismo criollo, por lo menos en algunos sectores, puso el sentido crítico y autocrítico entre paréntesis, y volvió a entonar las anticuadas y olvidadas alabanzas de los socialismos reales. Me acordé de la amargura con la que un gran poeta húngaro, Goergi Petri, me contaba su sentimiento de frustración y hasta de humillación, en su condición de disidente político encarcelado, cuando leía las noticias de los recibimientos oficiales, con delegaciones escolares y ramos de flores, a los poetas del mundo comunista que llegaban a Budapest (Pablo Neruda entre ellos). Neruda sabía, y después se arrepintió de estas cosas en su Sonata crítica, en Confieso que he vivido, en muchos otros lados. Por eso recibió la violenta carta de crítica de 1966 de sus “hermanos” de Cuba.
Las declaraciones de estos días, en verdad, no terminan de apenarme y hasta de causarme vergüenza ajena. La presidenta Bachelet, por ejemplo, dijo con todas sus letras, sin pestañear, que Cuba es “una democracia diferente”. En los años sesenta y setenta del siglo pasado, con respecto a las “democracias populares”, a Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria, se decía exactamente lo mismo. De ahí su nombre oficial. Y después hemos sabido muy bien, con lujo de información, en qué consistían esas democracias diferentes, donde la institución que funcionaba mejor era la policía secreta.
Pero sé de memoria lo que son las visitas oficiales, de Estado, como también se suelen denominar, y comprendo que la presidenta, presionada por el protocolo, por la prensa, por el ambiente, haya tenido que utilizar algún término amable. En las dictaduras, donde están controladas, sofocadas, las palabras adquieren una paradójica virulencia. Usar precisamente la palabra “dictadura”, por ejemplo, habría sonado terriblemente violento, malsonante. En cambio, me parece que Guillermo Teillier, cabeza de nuestro comunismo local, se pasó de la raya cuando sostuvo que en Cuba existía libertad de expresión. Aquí entramos de frente en los terrenos de la tomadura de pelo, y no creo que los chilenos de a pie lo merezcamos.
Algunos episodios de este viaje nos indican que nos acercamos de nuevo a ciertos matices de los viejos socialismos reales, quizá por una falla de la memoria, o por una nostalgia mal entendida. A la vez, en forma inevitable y paralela, los lazos del socialismo de siempre con el centro demócrata cristiano vuelven a ponerse tensos. Los compromisos esenciales no se han roto, pero las familias políticas, como se dice entre nosotros, con sus diversas culturas, han empezado a marcar sus distancias, sus desconfianzas, sus recelos. No son, en ningún caso, promesas de futuro, indicios de nada bueno.
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