Rico, al paredón/
Por Javier Cercas, escritor
Publicado en EL PAÍS, 13/02/11;
Una frase: “Exigimos una campaña legal contra quienes propagan mentiras políticas deliberadas y las diseminan a través de la prensa”. ¿Quién escribió eso? Adolf Hitler, en 1920. ¿Qué significa eso? Significa, al menos, que hay que desconfiar de los cruzados contra el embuste, porque el énfasis en la verdad delata casi siempre al mentiroso. En el periodismo también ocurre: nunca faltan los paladines del oficio que tratan de esconder sus mentiras indudables denunciando las falsas mentiras de otros. La argucia suele funcionar. Tanto que ha habido quien, embalado por el éxito de sus anatemas, ha llegado a exigir que incluso lo que se cuenta en las novelas sea verdad; fantástico: dado que, como dice Vargas Llosa, escribir novelas consiste esencialmente en mentir -en mentir con la verdad, claro está, en contar una mentira factual para decir una verdad moral-, exigirle a un novelista que no mienta viene a ser como exigirle a un delantero centro que no meta goles.
El mejor lugar donde asediar la verdad factual del presente es el periódico. ¿Quiere esto decir que hay que exigir que todo lo que se cuenta en el periódico responde a la verdad de los hechos? A mi juicio, no. Y pongo un ejemplo. Imaginemos que Juan José Millás publica un artículo en el que, impostando la voz de una mujer, cuenta que se despierta de madrugada, va a la cocina a beber un vaso de leche y al abrir la nevera se encuentra dentro a su madre enana, con un cubata de Bacardí en una mano y un porro en la otra. Imaginemos también que ese mismo día recibe Millás una llamada del director del periódico. ¿Cómo estás, Juanjo?, dice el director. Bien, dice Millás. ¿Y usted? No tan bien, dice el director. Acabo de leer tu columna de hoy y no me ha gustado un pelo. No me joda, dice Millás. No te jodo, dice el director. En los periódicos no se cuentan mentiras, Juanjo: ni tú eres una mujer ni tu madre es enana; además, sé de buena tinta que no bebe una gota de alcohol y que ni siquiera fuma Rex, y por supuesto no me creo lo de que te la encontraras metida en la nevera. Mi madre está muerta, gime Millás. ¿Muerta?, vocifera el director. ¡Peor me lo pones! Mira, Juanjo, me estás confundiendo a los lectores: las mentiras las dejas para tus novelas, o para los relatos del verano; en todo lo demás, la verdad y solo la verdad, ¿estamos? Pero, señor director, intenta protestar Millás. No hay pero que valga, lo interrumpe el director. Este es un periódico serio, la tuya es una columna de opinión y ahí no quiero jueguitos con la verdad y la mentira y la realidad y la ficción. Así que como vuelvas a repetir lo de hoy te quito la columna y te meto un paquete que te cagas. ¿Está claro?
De acuerdo: es un ejemplo extremo; y además un ejemplo inventado. Tomemos entonces un ejemplo real. El pasado 11 de enero, Francisco Rico, filólogo ilustre, publicó en este periódico un artículo contra la nueva ley antitabaco que concluía con el siguiente añadido: “En mi vida he fumado un solo cigarrillo”. De inmediato le llovieron cartas de protesta al director. En ellas no se discutían los argumentos de Rico, que son válidos (o no) independientemente de que Rico sea o no fumador (porque la validez de un argumento es independiente de quien lo esgrime); en ellas se denunciaba su impostura: los autores de las cartas habían descubierto que Rico fumaba. Para la defensora del lector, que tomó cartas en el asunto, “lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad”. Discrepo: lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito gastar una broma en un periódico. Porque, Dios santo, ¿acaso hace falta aclarar que la apostilla de Rico solo puede ser eso, una broma? Rico no es un fumador: es un hombre a un cigarrillo pegado, un tipo que, en sus innumerables clases, conferencias e intervenciones en prensa, radio y televisión, apenas ha aparecido sin un cigarrillo en la mano, o por lo menos jamás ha ocultado su vicio imparable. De modo que denunciar que Rico fuma es como denunciar que los niños no vienen de París. Rico dice que no ha fumado un solo cigarrillo en su vida como podría decirlo Santiago Carrillo o como Rafa Nadal podría decir que no ha cogido una sola raqueta en su vida o como yo, que fui alumno de Rico y llevo muy mal eso de que se metan con él, podría escribir un artículo titulado Rico, al paredón.
De acuerdo otra vez: el artículo ficticio de Millás y el artículo real de Rico son muy distintos; no obstante, ambos tienen una cosa en común: el humor. Y eso es, me temo, lo que no toleran los cruzados, ya sean los cruzados contra el embuste o los cruzados contra el tabaco, que tantas veces son los mismos. Rabelais los hubiera llamado agélastes, una palabra tomada del griego que significa los que no ríen, los que no tienen sentido del humor, esos individuos que, como recuerda Milan Kundera, “están persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y de que ellos son exactamente lo que imaginan ser”. Pero se dirá que todo esto atañe solo a una parte del periódico, a esas secciones donde, como en las columnas o en los artículos de opinión, son admisibles ciertas licencias, y no al resto, donde lo que debe imperar es la verdad factual; es cierto, pero añado una reflexión a esa certeza. Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es “imaginativa”. La ciencia no es una mera acumulación de datos, sino una interpretación de los datos; del mismo modo, el periodismo no es una mera acumulación de hechos sino una interpretación de los hechos. Y toda interpretación exige imaginación, aunque la imaginación necesaria para interpretar la actual revuelta árabe sea distinta de la necesaria para escribir una columna de Millás: esta equivale a la capacidad de inventar hechos; aquella, a la de relacionarlos. Flaubert sostenía que hay más verdad en una escena de Shakespeare que en todo Michelet; se refería a la verdad literaria, no a la histórica, a la verdad moral, no a la factual, así que no diré que hay más verdad en una columna de Millás que en todo el periódico: solo diré que un periódico está obligado a contar la verdad factual, pero, a menos que se rinda al chantaje de los agélastes, no debería prescindir de contar también la otra verdad, una verdad irónica y emancipada de la tiranía de lo literal. Por lo demás, tampoco niego que algún lector pueda confundir las cosas y creer que Rico no fuma y que la madre de Millás es una enana borracha y porrera, igual que no puedo negar que ha habido perturbados que, después de ver Superman, se han tirado por la ventana convencidos de que volarían; lo que sostengo es que ese es un riesgo que merece la pena correr, y que escribir para agélastes y perturbados es una falta de respeto allector. Aunque se haga en nombre de la verdad.
***
Publicado en EL PAÍS, 13/02/11;
Una frase: “Exigimos una campaña legal contra quienes propagan mentiras políticas deliberadas y las diseminan a través de la prensa”. ¿Quién escribió eso? Adolf Hitler, en 1920. ¿Qué significa eso? Significa, al menos, que hay que desconfiar de los cruzados contra el embuste, porque el énfasis en la verdad delata casi siempre al mentiroso. En el periodismo también ocurre: nunca faltan los paladines del oficio que tratan de esconder sus mentiras indudables denunciando las falsas mentiras de otros. La argucia suele funcionar. Tanto que ha habido quien, embalado por el éxito de sus anatemas, ha llegado a exigir que incluso lo que se cuenta en las novelas sea verdad; fantástico: dado que, como dice Vargas Llosa, escribir novelas consiste esencialmente en mentir -en mentir con la verdad, claro está, en contar una mentira factual para decir una verdad moral-, exigirle a un novelista que no mienta viene a ser como exigirle a un delantero centro que no meta goles.
El mejor lugar donde asediar la verdad factual del presente es el periódico. ¿Quiere esto decir que hay que exigir que todo lo que se cuenta en el periódico responde a la verdad de los hechos? A mi juicio, no. Y pongo un ejemplo. Imaginemos que Juan José Millás publica un artículo en el que, impostando la voz de una mujer, cuenta que se despierta de madrugada, va a la cocina a beber un vaso de leche y al abrir la nevera se encuentra dentro a su madre enana, con un cubata de Bacardí en una mano y un porro en la otra. Imaginemos también que ese mismo día recibe Millás una llamada del director del periódico. ¿Cómo estás, Juanjo?, dice el director. Bien, dice Millás. ¿Y usted? No tan bien, dice el director. Acabo de leer tu columna de hoy y no me ha gustado un pelo. No me joda, dice Millás. No te jodo, dice el director. En los periódicos no se cuentan mentiras, Juanjo: ni tú eres una mujer ni tu madre es enana; además, sé de buena tinta que no bebe una gota de alcohol y que ni siquiera fuma Rex, y por supuesto no me creo lo de que te la encontraras metida en la nevera. Mi madre está muerta, gime Millás. ¿Muerta?, vocifera el director. ¡Peor me lo pones! Mira, Juanjo, me estás confundiendo a los lectores: las mentiras las dejas para tus novelas, o para los relatos del verano; en todo lo demás, la verdad y solo la verdad, ¿estamos? Pero, señor director, intenta protestar Millás. No hay pero que valga, lo interrumpe el director. Este es un periódico serio, la tuya es una columna de opinión y ahí no quiero jueguitos con la verdad y la mentira y la realidad y la ficción. Así que como vuelvas a repetir lo de hoy te quito la columna y te meto un paquete que te cagas. ¿Está claro?
De acuerdo: es un ejemplo extremo; y además un ejemplo inventado. Tomemos entonces un ejemplo real. El pasado 11 de enero, Francisco Rico, filólogo ilustre, publicó en este periódico un artículo contra la nueva ley antitabaco que concluía con el siguiente añadido: “En mi vida he fumado un solo cigarrillo”. De inmediato le llovieron cartas de protesta al director. En ellas no se discutían los argumentos de Rico, que son válidos (o no) independientemente de que Rico sea o no fumador (porque la validez de un argumento es independiente de quien lo esgrime); en ellas se denunciaba su impostura: los autores de las cartas habían descubierto que Rico fumaba. Para la defensora del lector, que tomó cartas en el asunto, “lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad”. Discrepo: lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito gastar una broma en un periódico. Porque, Dios santo, ¿acaso hace falta aclarar que la apostilla de Rico solo puede ser eso, una broma? Rico no es un fumador: es un hombre a un cigarrillo pegado, un tipo que, en sus innumerables clases, conferencias e intervenciones en prensa, radio y televisión, apenas ha aparecido sin un cigarrillo en la mano, o por lo menos jamás ha ocultado su vicio imparable. De modo que denunciar que Rico fuma es como denunciar que los niños no vienen de París. Rico dice que no ha fumado un solo cigarrillo en su vida como podría decirlo Santiago Carrillo o como Rafa Nadal podría decir que no ha cogido una sola raqueta en su vida o como yo, que fui alumno de Rico y llevo muy mal eso de que se metan con él, podría escribir un artículo titulado Rico, al paredón.
De acuerdo otra vez: el artículo ficticio de Millás y el artículo real de Rico son muy distintos; no obstante, ambos tienen una cosa en común: el humor. Y eso es, me temo, lo que no toleran los cruzados, ya sean los cruzados contra el embuste o los cruzados contra el tabaco, que tantas veces son los mismos. Rabelais los hubiera llamado agélastes, una palabra tomada del griego que significa los que no ríen, los que no tienen sentido del humor, esos individuos que, como recuerda Milan Kundera, “están persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y de que ellos son exactamente lo que imaginan ser”. Pero se dirá que todo esto atañe solo a una parte del periódico, a esas secciones donde, como en las columnas o en los artículos de opinión, son admisibles ciertas licencias, y no al resto, donde lo que debe imperar es la verdad factual; es cierto, pero añado una reflexión a esa certeza. Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es “imaginativa”. La ciencia no es una mera acumulación de datos, sino una interpretación de los datos; del mismo modo, el periodismo no es una mera acumulación de hechos sino una interpretación de los hechos. Y toda interpretación exige imaginación, aunque la imaginación necesaria para interpretar la actual revuelta árabe sea distinta de la necesaria para escribir una columna de Millás: esta equivale a la capacidad de inventar hechos; aquella, a la de relacionarlos. Flaubert sostenía que hay más verdad en una escena de Shakespeare que en todo Michelet; se refería a la verdad literaria, no a la histórica, a la verdad moral, no a la factual, así que no diré que hay más verdad en una columna de Millás que en todo el periódico: solo diré que un periódico está obligado a contar la verdad factual, pero, a menos que se rinda al chantaje de los agélastes, no debería prescindir de contar también la otra verdad, una verdad irónica y emancipada de la tiranía de lo literal. Por lo demás, tampoco niego que algún lector pueda confundir las cosas y creer que Rico no fuma y que la madre de Millás es una enana borracha y porrera, igual que no puedo negar que ha habido perturbados que, después de ver Superman, se han tirado por la ventana convencidos de que volarían; lo que sostengo es que ese es un riesgo que merece la pena correr, y que escribir para agélastes y perturbados es una falta de respeto allector. Aunque se haga en nombre de la verdad.
***
De vuelta del burdel
Por Arcadi Espada, periodista y columnista de El Mundo
EL MUNDO, 17/02/11;
Tenía un hombre que días antes, y a propósito de un artículo mío, había escrito una carta a este periódico cuyo único argumento era llamarme mentecato, haciendo uso del lenguaje recto. Y un hombre que, sobre todo, había escrito en el diario El País un artículo con una serie de proposiciones entre las que destacaba, justo al comienzo, esta frase de Hitler como paradójico (y potente) argumento de autoridad: «Exigimos una campaña legal contra quienes propagan mentiras políticas deliberadas y las diseminan a través de la prensa».
Luego venía su pasmoso corolario lógico: «¿Quién escribió eso? Adolf Hitler, en 1920. ¿Qué significa eso? Significa, al menos, que hay que desconfiar de los cruzados contra el embuste, porque el énfasis en la verdad delata casi siempre al mentiroso».
Y luego: «El mejor lugar donde asediar la verdad factual del presente es el periódico. ¿Quiere esto decir que hay que exigir que todo lo que se cuenta en el periódico responde a la verdad de los hechos? A mi juicio, no».
Y luego: «Se dirá que todo esto atañe solo a una parte del periódico, a esas secciones donde, como en las columnas o en los artículos de opinión, son admisibles ciertas licencias, y no al resto, donde lo que debe imperar es la verdad factual; es cierto, pero añado una reflexión a esa certeza. Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es imaginativa».
Y luego. Y luego.
Eran sus absurdas excrecencias de siempre. Pensé que merecía una lección y que iba a dársela. La lección consistiría en aplicar sus premisas a un caso concreto. A una ficción concreta. Me iba a tomar con él alguna licencia, como tan graciosamente las llamaba. Era inevitable que sufriera alguna molestia, que en cualquier caso sería ligera y breve. Mucho menor, en cualquier caso, de las que se tomaban en su mismo periódico algunos de sus modelos. Juan José Millás, el primero. Y no desde luego por lo que hace referencia a sus cuentos industriales tipo, para seguir a Cercas en su paráfrasis, «abre la nevera y se encuentra dentro a su madre enana, con un cubata de Bacardí en una mano y un porro en la otra». Nada de eso. Algo aún más aéreo. Cuando observando una foto de Rajoy con amigos Millás sentenciaba que la distancia de seguridad que guardaban se debía probablemente a la halitosis. Un bonito ejemplo de ficción con nombres propios (El País Semanal, 31 de agosto de 2008). O cuando su maestro, Francisco Rico Manrique, se instalaba en el ambigú y en la posdata de un suelto sobre el fumar declaraba que no había fumado nunca un pitillo (El País, 11 de enero de 2011) mintiendo sobre su condición largamente nicotina para que al menos un argumento, el de autoridad, sobreviviera. (Sin embargo, lo mejor de Rico sucedió a los pocos días cuando preguntado por la Defensora del Lector sacó el pitillo Rimbaud, le pidió fuego a la sorprendida e hizo la primera voluta: «J’est un autre». Lástima que luego cayera en una impropia «nota de color», aunque algo de vulgaridad le va bien al talento). O qué decir, en fin, de uno de sus héroes antepasados, el fotógrafo Javier Bauluz, que una vez adjudicó toda la indiferencia de Occidente ante la desdicha a una inerme pareja de bañistas cazada en la cercanía -trucada- de un cadáver.
En todos esos casos, y en decenas que podían añadirse, esas ficciones, al igual que la mía, fueron creídas por mucha gente. Y habían causado daños. A Rajoy. A su mujer (la halitosis, incluso imaginaria, es uno de los motivos femeninos más aducidos para evitar las relaciones sexuales). A los lectores de Francisco Rico, de cuya confianza había abusado el académico. Y, desde luego, también a la pareja de bañistas estigmatizada por el fotógrafo Bauluz a causa de su falsa, pero manifiesta, falta de piedad. Por lo tanto me preocupaban las molestias que pudiera causarle a Cercas. Aunque menos, francamente, que las que yo mismo iba a causarme. Para empezar, iba a hacer de Cercas. Iba a seguir sus consejos y a fabricar una verdad moral a partir de una mentira fáctica, como con tanta insistencia, y sin quitarme un ojo de encima durante todas las horas de todos estos años, había tratado de inculcarme. La fabricación sólo podía hacerse en las páginas de un periódico. Sólo en el periódico se puede mentir. Que Ana Karenina se tire al tren no es mentira ni verdad. Que Javier Cercas estuviese en un lupanar, de Arganzuela, la madrugada del domingo es mentira y de la buena. Sabía, ciertamente, que yo no iba a salir sin daños del empeño. El primero es la seguridad de que iban a llamarme, y con toda razón, Cercas. Inmediatamente después, la arremetida del populacho cibernético, cuyo nivel de instrucción es ya inversamente proporcional a su capacidad de publicación. Luego había también el peligro de que me gustara. Y one more thing. Un peligro con el que yo entonces no contaba, que un lector muy sutil de mi blog describía en un comentario y que al cabo ha sido para mí el daño mayor, aunque instructivo.
Hay que dar un rodeo para explicarlo. Mi columna quería reproducir de Cercas hasta su enrollada untuosidad. Cuando releo esta frase que yo habré escrito, y ya para siempre: «Sobre todo, porque el caso no refleja más que nuestra identidad de inofensivos soldados, al fin y al cabo sólo interesados en las maniobras de la retórica, el estilo y la verdad» me da un repeluco y hasta he de ir corriendo a lavarme. Pero es que toda la columna es una muestra elemental, casi grosera, del abrazo del oso. Algo muy de Cercas: sólo cabe leer la flatulenta crónica que dedicó en El País Semanal (8 de marzo de 2009) a nuestro casual y educado encuentro en un aeropuerto. La inexorable inmoralidad del abrazo del oso la explica bien este párrafo de la revista de prensa de Libertad Digital (15 de febrero): «Pero la columna más informativa del día es la de Arcadi Espada en EL MUNDO, que le echa una mano al cuello a Javier Cercas. ¿Se habían enterado de que al columnista de El País le detuvieron el otro día en una redada contra la «explotación sexual» en un burdel de Arganzuela? Pues ya lo saben. Le pusieron enseguida en libertad, que conste. «No es ni lógico ni justo ni tolerable que su nombre fuera citado al día siguiente en uno de esos siniestros programas televisivos que se llevan el gato del periodismo al agua, pero sólo para escaldarlo», se indigna Espada. Y le envía un «fraternal abrazo a la víctima Cercas». Otro desde aquí, Javier, y dale las gracias a Arcadi. Si no es por su publicidad a lo mejor nunca nos habríamos enterado».
Leyendo esto, y la infinidad de comentarios posteriores, supe que había muchas personas que me creían capaces de escribir un texto así. Es decir, un texto que con la excusa de la solidaridad y la mano tendida fuera capaz de dar eco múltiple a la vida privada de Cercas. Estimable lección: muchos más lectores de los que creía piensan que soy capaz de una villanía semejante. Está bien saberlo.
En la información que publicaba ayer el diario El País (donde por cierto había un suelto de Lluís Bassests, su director adjunto, del que me ocuparé con atento detalle en Un lupanar de Arganzuela, blog) Cercas considera que yo le he calumniado. Ojalá sea una muestra, aunque oblicua, de que la edad pueril ha terminado y que el propósito moral de mi columna ha empezado a hacer efecto. Pero la precisión aún no es su fuerte. Yo no le he acusado falsamente de ningún delito. Como máximo le he llamado (¡pero falsamente!) putero. Y creo que ni siquiera. «Cercas, que eres más puta que las gallinas», eso es más bien lo que llevo llamándole desde hace tiempo, aunque sin utilizar el recto. Poner a alguien en un burdel no es un delito. Ah, tiempos en los que hay que abrirse paso a través de los grititos! El propio Cercas ha dado alegre publicidad a una de sus visitas. «Me siento más tijuanense que el mismísimo Crosthwaite.», gritaba un gozoso Javier Cercas en el burdel Las Adelitas, de Tijuana (El País Semanal 17 de agosto de 2003). A ver si el problema va a ser Arganzuela.
En las mismas declaraciones Cercas insinúa que irá al juez. Deduzco que a lloriquear como un pobre faction lo que no supo ganar en la fiction. Oh, dios santo, si fuera al juez…! Y oh dios, si ganara… ¡Y la jurisprudencia que crearía! Mi amigo Mercutio lo decía muy finamente donde Jabois. Haga lo que haga, jaque mate. Yo que soy de dominó lo veo más bien con el seis doble ahorcado. En cualquier caso siempre será mejor el juez. Porque la alternativa que expresa con su pompa en El País es nada más y nada menos que la del «pronunciamiento público». Y lo que hace después con los pronunciamientos: la anatomía del instante. Para temblar.
Bien. Crucé la raya y he vuelto. Lo he hecho. Es un lugar fácil y da un poco de asco. Como un burdel. Sólo ahora comprendo de verdad los nervios permanentes de Cercas. El peso que lleva. Mal oficio.
EL MUNDO, 17/02/11;
Tenía un hombre que días antes, y a propósito de un artículo mío, había escrito una carta a este periódico cuyo único argumento era llamarme mentecato, haciendo uso del lenguaje recto. Y un hombre que, sobre todo, había escrito en el diario El País un artículo con una serie de proposiciones entre las que destacaba, justo al comienzo, esta frase de Hitler como paradójico (y potente) argumento de autoridad: «Exigimos una campaña legal contra quienes propagan mentiras políticas deliberadas y las diseminan a través de la prensa».
Luego venía su pasmoso corolario lógico: «¿Quién escribió eso? Adolf Hitler, en 1920. ¿Qué significa eso? Significa, al menos, que hay que desconfiar de los cruzados contra el embuste, porque el énfasis en la verdad delata casi siempre al mentiroso».
Y luego: «El mejor lugar donde asediar la verdad factual del presente es el periódico. ¿Quiere esto decir que hay que exigir que todo lo que se cuenta en el periódico responde a la verdad de los hechos? A mi juicio, no».
Y luego: «Se dirá que todo esto atañe solo a una parte del periódico, a esas secciones donde, como en las columnas o en los artículos de opinión, son admisibles ciertas licencias, y no al resto, donde lo que debe imperar es la verdad factual; es cierto, pero añado una reflexión a esa certeza. Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es imaginativa».
Y luego. Y luego.
Eran sus absurdas excrecencias de siempre. Pensé que merecía una lección y que iba a dársela. La lección consistiría en aplicar sus premisas a un caso concreto. A una ficción concreta. Me iba a tomar con él alguna licencia, como tan graciosamente las llamaba. Era inevitable que sufriera alguna molestia, que en cualquier caso sería ligera y breve. Mucho menor, en cualquier caso, de las que se tomaban en su mismo periódico algunos de sus modelos. Juan José Millás, el primero. Y no desde luego por lo que hace referencia a sus cuentos industriales tipo, para seguir a Cercas en su paráfrasis, «abre la nevera y se encuentra dentro a su madre enana, con un cubata de Bacardí en una mano y un porro en la otra». Nada de eso. Algo aún más aéreo. Cuando observando una foto de Rajoy con amigos Millás sentenciaba que la distancia de seguridad que guardaban se debía probablemente a la halitosis. Un bonito ejemplo de ficción con nombres propios (El País Semanal, 31 de agosto de 2008). O cuando su maestro, Francisco Rico Manrique, se instalaba en el ambigú y en la posdata de un suelto sobre el fumar declaraba que no había fumado nunca un pitillo (El País, 11 de enero de 2011) mintiendo sobre su condición largamente nicotina para que al menos un argumento, el de autoridad, sobreviviera. (Sin embargo, lo mejor de Rico sucedió a los pocos días cuando preguntado por la Defensora del Lector sacó el pitillo Rimbaud, le pidió fuego a la sorprendida e hizo la primera voluta: «J’est un autre». Lástima que luego cayera en una impropia «nota de color», aunque algo de vulgaridad le va bien al talento). O qué decir, en fin, de uno de sus héroes antepasados, el fotógrafo Javier Bauluz, que una vez adjudicó toda la indiferencia de Occidente ante la desdicha a una inerme pareja de bañistas cazada en la cercanía -trucada- de un cadáver.
En todos esos casos, y en decenas que podían añadirse, esas ficciones, al igual que la mía, fueron creídas por mucha gente. Y habían causado daños. A Rajoy. A su mujer (la halitosis, incluso imaginaria, es uno de los motivos femeninos más aducidos para evitar las relaciones sexuales). A los lectores de Francisco Rico, de cuya confianza había abusado el académico. Y, desde luego, también a la pareja de bañistas estigmatizada por el fotógrafo Bauluz a causa de su falsa, pero manifiesta, falta de piedad. Por lo tanto me preocupaban las molestias que pudiera causarle a Cercas. Aunque menos, francamente, que las que yo mismo iba a causarme. Para empezar, iba a hacer de Cercas. Iba a seguir sus consejos y a fabricar una verdad moral a partir de una mentira fáctica, como con tanta insistencia, y sin quitarme un ojo de encima durante todas las horas de todos estos años, había tratado de inculcarme. La fabricación sólo podía hacerse en las páginas de un periódico. Sólo en el periódico se puede mentir. Que Ana Karenina se tire al tren no es mentira ni verdad. Que Javier Cercas estuviese en un lupanar, de Arganzuela, la madrugada del domingo es mentira y de la buena. Sabía, ciertamente, que yo no iba a salir sin daños del empeño. El primero es la seguridad de que iban a llamarme, y con toda razón, Cercas. Inmediatamente después, la arremetida del populacho cibernético, cuyo nivel de instrucción es ya inversamente proporcional a su capacidad de publicación. Luego había también el peligro de que me gustara. Y one more thing. Un peligro con el que yo entonces no contaba, que un lector muy sutil de mi blog describía en un comentario y que al cabo ha sido para mí el daño mayor, aunque instructivo.
Hay que dar un rodeo para explicarlo. Mi columna quería reproducir de Cercas hasta su enrollada untuosidad. Cuando releo esta frase que yo habré escrito, y ya para siempre: «Sobre todo, porque el caso no refleja más que nuestra identidad de inofensivos soldados, al fin y al cabo sólo interesados en las maniobras de la retórica, el estilo y la verdad» me da un repeluco y hasta he de ir corriendo a lavarme. Pero es que toda la columna es una muestra elemental, casi grosera, del abrazo del oso. Algo muy de Cercas: sólo cabe leer la flatulenta crónica que dedicó en El País Semanal (8 de marzo de 2009) a nuestro casual y educado encuentro en un aeropuerto. La inexorable inmoralidad del abrazo del oso la explica bien este párrafo de la revista de prensa de Libertad Digital (15 de febrero): «Pero la columna más informativa del día es la de Arcadi Espada en EL MUNDO, que le echa una mano al cuello a Javier Cercas. ¿Se habían enterado de que al columnista de El País le detuvieron el otro día en una redada contra la «explotación sexual» en un burdel de Arganzuela? Pues ya lo saben. Le pusieron enseguida en libertad, que conste. «No es ni lógico ni justo ni tolerable que su nombre fuera citado al día siguiente en uno de esos siniestros programas televisivos que se llevan el gato del periodismo al agua, pero sólo para escaldarlo», se indigna Espada. Y le envía un «fraternal abrazo a la víctima Cercas». Otro desde aquí, Javier, y dale las gracias a Arcadi. Si no es por su publicidad a lo mejor nunca nos habríamos enterado».
Leyendo esto, y la infinidad de comentarios posteriores, supe que había muchas personas que me creían capaces de escribir un texto así. Es decir, un texto que con la excusa de la solidaridad y la mano tendida fuera capaz de dar eco múltiple a la vida privada de Cercas. Estimable lección: muchos más lectores de los que creía piensan que soy capaz de una villanía semejante. Está bien saberlo.
En la información que publicaba ayer el diario El País (donde por cierto había un suelto de Lluís Bassests, su director adjunto, del que me ocuparé con atento detalle en Un lupanar de Arganzuela, blog) Cercas considera que yo le he calumniado. Ojalá sea una muestra, aunque oblicua, de que la edad pueril ha terminado y que el propósito moral de mi columna ha empezado a hacer efecto. Pero la precisión aún no es su fuerte. Yo no le he acusado falsamente de ningún delito. Como máximo le he llamado (¡pero falsamente!) putero. Y creo que ni siquiera. «Cercas, que eres más puta que las gallinas», eso es más bien lo que llevo llamándole desde hace tiempo, aunque sin utilizar el recto. Poner a alguien en un burdel no es un delito. Ah, tiempos en los que hay que abrirse paso a través de los grititos! El propio Cercas ha dado alegre publicidad a una de sus visitas. «Me siento más tijuanense que el mismísimo Crosthwaite.», gritaba un gozoso Javier Cercas en el burdel Las Adelitas, de Tijuana (El País Semanal 17 de agosto de 2003). A ver si el problema va a ser Arganzuela.
En las mismas declaraciones Cercas insinúa que irá al juez. Deduzco que a lloriquear como un pobre faction lo que no supo ganar en la fiction. Oh, dios santo, si fuera al juez…! Y oh dios, si ganara… ¡Y la jurisprudencia que crearía! Mi amigo Mercutio lo decía muy finamente donde Jabois. Haga lo que haga, jaque mate. Yo que soy de dominó lo veo más bien con el seis doble ahorcado. En cualquier caso siempre será mejor el juez. Porque la alternativa que expresa con su pompa en El País es nada más y nada menos que la del «pronunciamiento público». Y lo que hace después con los pronunciamientos: la anatomía del instante. Para temblar.
Bien. Crucé la raya y he vuelto. Lo he hecho. Es un lugar fácil y da un poco de asco. Como un burdel. Sólo ahora comprendo de verdad los nervios permanentes de Cercas. El peso que lleva. Mal oficio.
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