La muerte de Pradera/Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 26/11/11):
¿A qué hora se murió Javier Pradera? Echo a faltar este dato después de leer tantos y tan agobiantes artículos necrológicos como le ha dedicado El País, ese periódico que fue “tan suyo” hasta 1986. Uno de nuestros inveterados rasgos culturales es la desmesura con que despedimos a los muertos relevantes. O les construimos una peana, o los ninguneamos con artículos de ocasión, improvisación pura, como fue el caso reciente de Ignacio Fernández de Castro. Imagino el sarcasmo de Fernández de Castro si llega a leer su necrológica, en la que le quitaban diez años y olvidaban tantas cosas, empezando por lo que significó para él su participación en la guerra civil, voluntario franquista, modelo
de guerrero, herido y laureado, cuya evolución política hasta la fundación del Felipe (FLP), merece mucho más que admiración. Merece respeto.
Por eso echo a faltar que todos esos maestros de la pluma, de la edición y de la cultura que han dedicado a Javier Pradera tantos adjetivos, se olvidaran del dato. ¿A qué hora le tocó la muerte? Ya sé que salvo los suicidas no se escoge ni el día ni la hora, pero que Pradera fuera a morir un 20-N y además tras la jornada electoral más desastrosa del PSOE en la historia de la democracia, no es un dato baladí. Quizá una ironía del destino; brutal y patética. ¿Esperó a saber los resultados y se echó a dormir el sueño eterno? ¿O sencillamente no quiso enterarse, ni estaba ya para pendejadas? Difícil que se hubiera sustraído a la tentación, si le quedaba una pizca de aliento. Toda su vida estuvo marcada por la política.
Apenas niño, recién empezada la guerra, los republicanos asesinan a su padre y a su abuelo; dos pivotes fundamentales en el levantamiento del 18 de julio. Vivirá de manera intensísima la conciencia de ser hijo y nieto de dos próceres, mártires de la Cruzada. Un huérfano de guerra cuyo apellido estaba escrito en las piedras votivas. Los huérfanos aprenden a vivir su soledad mucho antes que los demás. Vivió los años 50, como un hombre maduro, con un compromiso ético que se fue debilitando con el tiempo. Venía del fascismo implacable, ése que primero se metió bajo las alfombras y luego cubrieron las moquetas de la transición. “Me acuerdo que el día que Hitler inició la contraofensiva en las Ardenas, mi madre nos despertó a mi hermano y a mí en plena noche para decirnos que no olvidáramos aquel momento: Hitler empezaba a ganar la guerra”. Esos dos hermanos, quince años después, serían militantes destacados, uno del PSOE, en San Sebastián, cuando los socialistas se contaban con los dedos de una mano, y el otro, en el PCE, cuando la militancia se contaba con las dos.
Javier Pradera empezará como ayudante del catedrático más importante del fascismo español, el creador del caudillaje, Javier G. Conde; un nazi convicto que pasará pronto a autoritario y luego a ejercer de liberal en la intimidad. La oposición silenciosa, que dicen ahora. Pradera hará una tesis sobre los fundamentos del pensamiento de extrema derecha, que nunca querrá publicar. No por problemas ideológicos sino por un prurito que mantendrá toda su vida: la conciencia de no saber construir un libro, ni siquiera un trabajo largo. Los buenos abogados no suelen escribir bien, ni lo necesitan. Lo suyo era la dialéctica en sentido estricto; polemista brillante, con una inteligencia aguda y un acusado sentido del ridículo. Pertenecía a una generación de maestros verbales, casi ágrafos. Grandes lectores en su tiempo, luego picoteadores de libros. Estoy convencido que llevaba décadas sin leerse un libro entero, picoteaba en lo que le interesaba.
¡Los años 50! Aquellos pioneros del pensamiento de izquierda, clandestinos hasta del aliento. Una generación aún por explicar. Martín Santos, Aldecoa, Martín Gaite, Alfonso Sastre, Manolo Sacristán y los excéntricos hijos del ex ministro y fascista irredento Rafael Sánchez-mazas: los Sánchez Ferlosio. Con una de ellos se casará Pradera. Su detención en 1956 causará una conmoción sólo comparable a la que en el 64 protagonizará el hijo comunista del ministro de Aire, Lacalle Larraga. En el PCE, en el que ingresa a través del entonces poeta Enrique Múgica Herzog, futuro ministro socialista entre otras muchas cosas, conoce a Jorge Semprún. Serán inseparables en la medida que son inseparables las familias de prosapia; coinciden pero no se suman. Uno es un Maura –Jorge– y él, un Pradera, nieto de Don Víctor; dos instituciones de la monarquía alfonsina.
Luego la crisis de los comunistas españoles en el 64. Más que irse con Claudín y Semprún, la verdad es que Carrillo le forzó a marcharse, porque para un desconfiado patológico, un Pradera siempre estará más cerca de un Maura que de un tipo de Gijón que aún no sabe quién es Gramsci ni Lukács, ni le interesa un carajo. La travesía del desierto político de Javier Pradera la recorrerá en el mundo editorial, al que había llegado por el PCE, y que luego correrá por su cuenta. Nunca fue un buen editor, para eso se necesita constancia, descaro, dosis de frivolidad, habilidad negociadora y capacidad de trabajo. Pradera tiene algo que le diferencia: sabe escoger a los colaboradores. No es que sea vago sino indolente; ese rasgo de los ricos venidos a menos.
Aunque al final no se sintiera muy orgulloso de esa época, su momento estelar fue El País durante la primera década; desde 1976, que nace, hasta el referéndum sobre la OTAN, que provocará su abandono del diario durante un período, y al que volverá pero sin ser ya el mismo. Porque lo curioso de Pradera es que era un articulista torpe, exento de capacidad narrativa o pedagógica, y sin embargo era un excepcional editorialista. Debió de ser en sus años de esplendor, en 1983 o 84, etapa en la que ejercía de asesor áulico de Felipe González, cuando me soltó algo que entonces me dejó perplejo: “He conseguido lo que siempre quise hacer; escribir y no firmar”. Los mejores y más significativos editoriales de El País son suyos, y nadie le disputará esa categoría, por muy académicos que sean.
El timón de El País fue suyo, políticamente hablando, porque su capacidad dialéctica y su veteranía no tenían parangón. El sueño de llevar al PSOE hasta el poder tuvo en él a un protagonista; me refiero al PSOE de González y de Guerra, entonces inseparables. Se había acostumbrado a mentir riéndose, porque la política es un ejercicio que exige a menudo escamotear la verdad, pero su PSOE fue el de Felipe y Alfonso, al que animó a prologar La Regenta de Clarín, cosa que solía negar con cierto desdén de aristócrata ofendido, pero que fue cierta. Tan cierta como imposible.
Encontró en Felipe González al dirigente que necesitaba, porque la ambición de Pradera no era ejercer el poder sino orientarlo, y en eso está su singular condición de intelectual español de la segunda mitad del siglo XX. Intuyo que a él no le gustaría la comparación, pero no aspiraba a ser el Maquiavelo de El Príncipe, porque para eso se necesitaba pelear y moverse, y él era un conspirador cansino y hablador, algo impensable para seguir al Príncipe en sus tortuosos caminos. Lo suyo tenía más que ver con El Gatopardo y su hálito de orden, sensatez e ilustración; conoce lo suficiente el pasado para tratar tan sólo de reformarlo, sin alharacas ni temeridades. El Príncipe de Salina siciliano sabía de sus limitaciones, y no por falta de talento, al contrario, sino por carencia de entusiasmo.
Zapatero, es obvio decirlo, representaba todo lo que él despreciaba en un político. La derrota del PSOE –ese partido por el que Pradera había hecho tanto– en un día tan señalado como el 20-N no podía menos que acercarle al abismo; por la fecha y por el resultado. Sólo a un vendedor de humo, con cero memoria histórica, se le ocurriría convocar elecciones en día tan señalado. A partir de ahora el 20-N tendrá en su haber cuatro muertes. La de José Antonio Primo de Rivera, la de Franco, la de Javier Pradera, y barrunto que también la de aquel PSOE al que sirvió.
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