"Soportamos más fácilmente la mala conciencia que la mala reputación".. Nietzsche
Conciencia y
reputación/Adela Cortina es catedrática
de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas, y directora de la Fundación ÉTNOR.
El
País, 22 de agosto de 2015..
En
su excelente libro Las buenas conciencias, el novelista mexicano Carlos Fuentes recogió una lúcida
apreciación que en el texto atribuye a
Emmanuel Mounier, aunque originariamente es de Nietzsche: “Nos las arreglamos mejor con nuestra mala
conciencia que con nuestra mala reputación”; una cuestión que sale de nuevo
a la luz recientemente en trabajos como el del colombiano Juan Gabriel Vásquez
Las reputaciones.
Parecen
enfrentarse en estos casos dos formas de saber acerca de nosotros mismos: la
opinión que nos desvela nuestra propia conciencia y la valoración de los demás.
Y llevaba razón Nietzsche al afirmar que, salvo casos excepcionales, que
siempre los hay, a las personas de a pie, a las empresas, a los partidos
políticos y a sus líderes, les importa bastante más la reputación que lo que
ellos pueden pensar acerca de sí mismos.
Tal
vez porque, como Maquiavelo recordaba al príncipe que, a su juicio, debía
conquistar el poder y salvar la república, “todos ven lo que pareces, pocos
palpan lo que eres”. El mundo de la apariencia es el que atrae las voluntades,
el que persuade o disuade, mientras que el de lo que realmente alguien es queda
en el misterio de la conciencia.
Qué
duda cabe de que es inteligente intentar labrarse una buena reputación. Los
medios de comunicación sacan a la luz constantemente las valoraciones que la
ciudadanía hace de los líderes de los partidos políticos, con el sobrentendido
de que su reputación influirá en los votos que recibirá su partido; las
empresas redactan memorias de Responsabilidad Social Corporativa como carta de
presentación a potenciales clientes, a otras empresas y al poder político,
también con el implícito de que un buen currículo ético es un excelente aval
para hacer negocio con organizaciones fiables.
Y
si esto siempre ha sido así, más aún lo es en nuestro tiempo, en la Era de las
Redes, cuando la visibilidad de las actuaciones aumenta de forma exponencial y
la reputación se gana en votaciones de “me gusta”, o no “me gusta”,
refiriéndose a hoteles, artículos de prensa, libros, agencias de viaje y un
larguísimo etcétera.
De
donde se sigue que crear buena reputación o destruirla no es difícil siempre
que se cuente con la inteligencia suficiente como para movilizar las emociones
de las gentes en una dirección, a poder ser con mensajes simples y esquemáticos
que den en la diana de los sentimientos de la mayoría. Nuestro tiempo es,
todavía más que el de Maquiavelo, Nietzsche o Mounier, el de las reputaciones,
y no el de las conciencias. Saber movilizar las emociones es la clave del éxito.
Ciertamente,
estas apreciaciones tienen un respaldo en estudios científicos de distinto
género que muestran cómo las personas actuamos más cordialmente con los demás
cuando nos sentimos observados, incluso cuando en un experimento el supuesto
observador está representado por unos trazos colocados de tal modo que simulan
ojos humanos. Por eso es indispensable enviar observadores de carne y hueso a
los países que actúan en contra de los derechos humanos, aunque sólo fuera para
que teman por su imagen a escala internacional.
Nos
las arreglamos mal con nuestra mala reputación, entre otras razones, porque
tiene malas consecuencias para nuestra autoestima, que es un bien básico para
llevar adelante una vida feliz, pero también porque tiene malas consecuencias para
realizar nuestros deseos y nuestras aspiraciones, mientras que la buena o mala
conciencia se queda en el fuero interno. Parece la conciencia una cosa
demasiado olvidada, como decía el principito de Saint-Exupéry. Nuestro tiempo
es el de las reputaciones, no el de las conciencias.
Y,
sin embargo, la vida pública descansa, en muy buena medida, sobre el supuesto
de que también nos las arreglamos mal con nuestra mala conciencia. Por poner un
ejemplo bien patente, los cargos políticos prometen o juran cumplir sus
obligaciones por su honor y por su conciencia delante de la Constitución; y es
perfectamente lógico que en una sociedad pluralista quien no crea en Dios no
tenga por qué ponerle por testigo ni jurar ante un libro sagrado. Pero igual de
lógico es confiar en que crea en su conciencia y en que la valore hasta tal
punto que no está dispuesto a traicionarla a ningún precio.
Precisamente
para evitar que la ciudadanía mintiera en los tribunales recomendaba Kant en La
metafísica de las costumbres mantener la fe en un Dios dispuesto a castigar a
los perjuros, pero si en nuestro tiempo el garante último es la conciencia
personal, cabe suponer que para nosotros es algo extremadamente apreciado.
Es
evidente que la apelación a la conciencia no exime a una sociedad de elaborar
leyes, a poder ser claras y precisas, referidas a la transparencia, la
rendición de cuentas y la responsabilidad. Dar cuentas antes la ciudadanía es
lo propio de una sociedad democrática, en la que se supone que debería gobernar
el pueblo. Pero, siendo esto verdad, siempre queda abierta la pregunta “¿quién
controla al controlador?”.
Naturalmente,
los iluminados que no quieren aceptar para sus actuaciones más juez que su
propia conciencia son un auténtico peligro, y todavía más lo son los grupos de
fanáticos que asesinan sin compasión por una fe grupal, del tipo que sea. Por
eso es esencial formar la conciencia personal a través del diálogo, nunca a
través del monólogo, ni siquiera sólo a través del diálogo con el grupo
cercano, sea familiar, étnico o nacional. Somos humanos y nada de lo humano nos
puede resultar ajeno, el diálogo ha de tener en cuenta a cercanos y lejanos en
el espacio y en el tiempo.
Pero
al final llegamos a un punto, en las cosas importantes, en el que cada persona
ha de formarse su juicio y tomar sus decisiones, no puede depender sólo de
mensajes ajenos, si es que sigue teniendo un sentido el ideal de la libertad,
entendida como autonomía personal.
Dónde
se forma hoy en día esa conciencia es una de las grandes preguntas para las que
hay muy difícil respuesta, y, sin embargo, es preciso encontrarla si no
queremos dejar de ser, junto con otros, los protagonistas de nuestra propia
vida. Los artesanos de nuestra existencia, como aconsejaba Séneca.
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