29 nov 2015

Un ensayo escénico: De Tavira descifra a Leñero/LUIS DE TAVIRA

Revista Proceso # 2039 , a 28 de noviembre de2015...
 Un ensayo escénico: De Tavira descifra a Leñero/LUIS DE TAVIRA
Luis de Tavira, actual director de la Compañía Nacional de Teatro que engarzó con Vicente Leñero la puesta en escena de varias de sus obras, prepara un montaje especial –en fecha aún por determinar– que permitirá apreciar en tres funciones una visión de conjunto de la obra entera de Leñero. En este texto, De Tavira sintetiza para los lectores de Proceso las ideas que ha vertido en distintos lugares y momentos acerca de ella. Ahí, dice el también dramaturgo, actor y maestro, Leñero nos lleva al “realismo ideal” y a la “idealidad realizable”, descubriendo “una teatralidad irreductible a otro lenguaje: la simultaneidad plural del acontecimiento en el único presente escénico”.

 Si fuera necesario resumir en alguna expresión categórica el teatro de Vicente Leñero, tal vez la más precisa sería la de un oxímoron: el realismo ideal. El realismo en esta dramaturgia se convierte en proyecto, y todo proyecto es una idealidad realizable.
 Cuando Vicente Leñero irrumpe en el teatro mexicano, en el año crucial de 1968, la vida teatral se agitaba en un divorcio violento entre autores y directores. La dramaturgia tradicional en general y la mexicana con mayor razón había quedado súbitamente descontinuada, sin diálogo vigente frente al asalto de una nueva teatralidad. En los teatros de significación cultural campeaban los directores erigidos en creadores y dispuestos a abordar los textos literarios como pretextos para una reelaboración escénica. Las obras de los dramaturgos de los años inmediatamente anteriores se trasladan de pronto a un pasado arqueológico. De la Universidad surgían un nuevo público y una nueva generación de artistas teatrales, ajenos al mundillo establecido. La vanguardia prefería regresar hasta los clásicos para inventar el teatro del futuro. Los autores previos, con su realismo trasnochado, fueron arrinconados en el traspatio de un costumbrismo siempre evitable. La teatralidad ultramoderna de los directores los arrojó al siglo XIX.

 Aquel brillante grupo que había surgido en los años 50 se atomizó. La dramaturgia que inaugura el nuevo realismo documental de Leñero y la transmisión neobarroca que ensaya Hugo Argüelles en los linderos de las convenciones genéricas de la mismísima tradición del realismo generan rutas transitables que habrán de seguir los autores que enfrentaron el agotamiento de la utopía modernizadora en la era de la imagen industrial y del proceso de masificación que estetizó unidimensionalmente la realidad. Porque cuando la modernidad pierde la capacidad de creer en el acontecimiento, cuando todo sucede como simulacro y la realidad se confunde con la ficción, el teatro tiene que deslindar su diferencia para sobrevivir. En otras palabras, si el teatro y el periodismo se confunden, si cumplen la misma función, si se estructuran igual, uno de los dos sobra.
 Esta contradicción precisa la dinámica de aquella dialéctica negativa entre realidad y ficción que enfrenta como eje la dramaturgia que surge con Leñero y se desarrolla hasta los últimos años del siglo XX, desde su inicial propósito testimonial, de su ensayo de hiperrealidad, hasta sus grandes hallazgos de simultaneidad escénica, verdadera unidad de la multiplicidad dramática. Teatro de indagación, inmediatez social, estructura narrativa cinematográfica; topografía escénica inusitada, tridimensional, múltiple y simultánea; especificidad nacional, histórica, ideológica, típica y arquetípica; hallazgos que construyen una hermenéutica teatral irreductible, escénica, ilegible como literatura, sólo verificable como actuación y escenificación.
 Esta dramaturgia surgida del paradigma de la puesta en escena evoluciona desde el descubrimiento de nuevas estructuras dramáticas potenciadas por un arte del actor concebido como dramaturgia de lo indecible de lo decible que contiene el parlamento y la escenificación como dinámica de la peripecia, antes y después de la palabra, tiempo y espacio en la dimensión del acto que descubre una teatralidad irreductible a otro lenguaje: la simultaneidad plural del acontecimiento en el único presente escénico, invisible para la mirada de tuerto de la cámara de cine o la televisión, inatrapable para el único ojo fotográfico que no tiene más remedio que fragmentar la realidad en el campo, organizar las imágenes en el cuadro y distribuirlas en los tiempos de la secuencia. Teatro de la inmediatez, de la ficción como hecho inminente, inaccesible para el escritor literario que platica con el tiempo en un lenguaje que desarticula el acontecimiento en lapsos sintácticos y que articula el lector en saltos de renglón de izquierda a derecha.
 La aventura creadora de Vicente Leñero ha sido, entre otras muchas cosas, una sorprendente pasión por el realismo en un mundo que parece haber conseguido escaparse de la realidad: la reinvención del realismo en el siglo de la desintegración atómica no sólo de la materia, sino de todo lo que es.
 Vicente Leñero ha fijado la mirada en una perspectiva desde la cual es posible apreciar cómo los hombres no ven lo que hace tiempo está ahí: la desrealización del mundo. Su obra nos acerca al peligroso mirador en el que parece contemplarse la terrible existencia de México; una ficción deslumbrante que es la historia paradójica de lo que no ha sucedido en lo que ha sucedido; la perspectiva de un país terrible que es el país donde nadie sabe nada.
 Una ficción enigmática y cruel porque es capaz de mostrar y ocultar aquella esencia primitiva que se asoma y esconde en el modo y el tono como se presenta aquello que es. Aquello que es se hace presente en la presencia del presente y en el presente de la presencia, como un mundo sin acontecimiento, un horizonte de simulacros en el que, a pesar del apogeo de los medios de comunicación que agotan toda distancia, la cercanía de aquello que es sigue estando ausente. Porque a la cercanía de lo real sólo se la encuentra en las cosas que están en la cercanía y que solemos llamar las cosas.
Las cosas, esas que se embalan apresuradamente en el ajuar de una mudanza hacia el enigma en el que las mismas cosas ya no podrán seguir siendo las mismas; como aquellas copas (“–¿Te acuerdas?, son las que nos regaló mi mamá, el día de nuestra boda…”). Copas que son recipientes capaces de acoger algo distinto a ellas y que sin embargo lo han dejado escapar en el doloroso presente del recuerdo.
Un recuerdo que las representa y las delata fuera de sí, halladas en el vacío de lo que ya no es, porque el presente, el de la historia y el de las cosas que no tienen historia –la intimidad, los sentimientos, las dudas y los cuerpos –, mucho más que ser la consecuencia de lo que ha sucedido, es el resultado de lo que nunca sucedió.
Escritura que nos aproxima a una realidad sólo accesible en la visión de una mímesis que no se entiende como imitación costumbrista, sino que quiere entenderse como representación de la realidad; es decir, hacer presentes las cosas en el presente de la presencia: como todo el tiempo que necesita la abuela para cocinar la sopa de verduras mientras el abuelo lee, antes, mucho antes de que un ángel irrumpa y asesine el tiempo en el instante de su visita (La visita del ángel). Porque, ¿qué realidad demanda su re-presentación? Nadie imagina lo que tiene enfrente, lo que reside en la cercanía. Sólo la realidad ausente, lo irremediablemente ido, lo que nunca ha sucedido y es, además, la condición radical de lo finito, eso que llamamos real, eso es lo que irrumpe como un prodigio en la dimensión de aquello que llamamos ficción.
La ficción como el lugar donde reside y se muestra la verdad de lo real que lo real no posee; el significado de las cosas que las cosas no tienen; en suma, la mímesis del teatro, que es lugar donde todo lo que es siempre es otra cosa.
Tal vez por eso la pasión realista de Leñero, que es pasión por la verdad de la realidad, pasión que ha presidido su audacia periodística, pasión por una ficción que descuartiza la cotidianeidad y que renovó la sintaxis y el léxico de la novela mexicana, por eso tal vez haya tenido que ser, en sus últimas consecuencias, la pasión dramatúrgica de un cabal hombre de teatro.
La obra de Vicente Leñero significa muchas cosas para la cultura mexicana de nuestro tiempo: renovación de la narrativa, ejemplo y cátedra del periodismo, dignidad artística en el cine y la televisión. Sin embargo, ninguno de estos significados considerables alcanza la dimensión y trascendencia que tiene el venir a ser el dramaturgo mexicano más consistente de la segunda mitad del siglo XX.
 Por caminos de rigurosa soledad literaria, Vicente Leñero accede al teatro, el arte de la traumática creación colectiva, que habría de transformar al escritor insólito en el ejemplar dramaturgo de la solidaria confabulación teatral. En Leñero el teatro mexicano de nuestro siglo agota el ciclo de los escritores de la literalidad del drama, y con él inicia la crisis renovadora de la experimentación, ya no escénica sino desde el texto mismo de la propuesta dramática. Crisis fecunda que habría de venir a descubrir lo que se sabía de antiguo, pero que había sido olvidado en los deslumbramientos de la inepta cultura de los paradigmas: que el lenguaje del teatro no es reductible a literatura, que su poder reside en el enigma que palpita en ese fulgor que precede a la palabra, en el instante vivo del escenario de aquel drama invisible que sucede en la mente del actor y que, en realidad, sólo puede escribirse en el tejido nervioso del espectador.
 La aventura de Vicente Leñero transita escenarios y vanguardias en un proceso de transteatralización incesante que nunca se autocomplace y va hacia la construcción de la mímesis realista de una existencia desrealizada que quisiera ser, utópicamente, la invención de un algo que pudiéramos llamar mexicano, porque aún no existe, entre otras cosas porque aún no se ha teatralizado.
 El realismo de Leñero es la visión perspicaz de quien consigue reconocer lo incorrecto dentro de lo habitual, la catástrofe oculta en la normalidad; un teatro cruel que sin embargo se conmueve ante la angustiada mediocridad de ese naufragio sentimental en que agoniza la clase media, unidad de medida de ese pueblo tan grande que quiso ser la ciudad moderna, pero que antes de llegar a serlo se convirtió en infierno milenarista.
 El realismo de Leñero es el drama de la menguante conciencia de la realidad y del presente que se convierte en la euforia de los recuerdos. Mímesis teatral donde lo mexicano irrumpe en el desencanto sufridor de un irónico pesimismo ideológico en el que al mismo tiempo, en la aguda sensibilidad con que se testimonia el fracaso, se adivina una irrenunciable capacidad humana para la esperanza: dolorosa fe en lo mexicano; tenacidad teatral por el realismo mexicano. Una esperanza más grande que la que alumbró cualquiera de las perspectivas programáticas del nacionalismo de Rodolfo Usigli y de sus discípulos.
 ún más, una esperanza que parece obstinarse frente al fracaso de ese nacionalismo. Una obstinación que el teatro de Leñero parece llevar lentamente por la fuerza afectiva de la negación de sentido a un extremo tal de ausencia de perspectivas que obliga a toda voluntad de sobrevivencia teatral a hacerse la misma pregunta: ¿qué hacer? Frente a esta imposibilidad, frente a esta catástrofe espiritual, frente a esta desrealización de la realidad, ¿qué otra cosa hacer, sino teatro? Hoy más que nunca teatro, y teatro realista, aquí precisamente, ahora, más que nunca mexicano, teatro realista mexicano.
 Los pasos teatrales de Leñero han ido señalando un deslinde donde el significado del teatro se radicaliza en su autonomía insustituible y en su poder intransferible. En el momento decisivo de ese trabajo creador descubrió que todos los caminos conducen al teatro.
 Todo es susceptible de ser teatralizado: la literatura, el cine, la historia, el deporte, el periodismo; al revés no se puede, sólo el teatro puede contenerse a sí mismo. Sólo el teatro es teatro, porque si todo es teatro, nada es teatro.
 La política, premática de la polis, se trama en la construcción, transformación o destrucción de la ciudad humana. La poética, discurrir de la poiesis, se afana en la invención del mundo, realiza el cosmos y sucumbe al caos.
 Diderot escribió el discurso de la política del actor, y así lo rescató de la excomunión política a la que Platón lo había sentenciado en su República ideal. Stanislavski y Chéjov, que no son la antípoda de Diderot, sino más bien su complemento, pretendieron llevar la política del actor a la dimensión de aquella poética en la que Aristóteles no pudo incluirlo cuando formuló la representación poética de la realidad. Nuestro tiempo parece recaer en esa recurrente catástrofe espiritual que ha pretendido subyugar la razón poética a la razón política. Sólo que ahora resulta peor: se hace a favor de una inopia política, ni real ni ideal: la alienación del mundo y el comercio de los sueños.
 Itinerario deslumbrante, la obra de Leñero, drama de hoy consumido en el instante del escenario, parece ser el legado más fecundo para el futuro de nuestro teatro. Un panorama contradictorio que entraña una sabia congruencia en la que parece realizarse el antiguo paradigma de que los modelos del teatro son más antiguos, más fuertes y con mayor capacidad de sobrevivencia que todo lo que podamos agregarles a partir de nuestra contemporaneidad.
 Así, el teatro de Leñero ha construido las paradojas de su eterno retorno. Desde el anuncio escandalizado de Pueblo rechazado hasta la blasfema transfiguración de Jesucristo Gómez se cumple el evangelio cruel de la paradoja: ésta es la noticia periodística: vino a los suyos y los suyos no lo conocieron.
 Del enigma de Los albañiles al thriller de Nadie sabe nada se consuma el crimen no resuelto que se oculta en todos los crímenes de cada día.
 De El juicio a León Toral a la alucinada Noche de Hernán Cortés se liberan los monstruos que engendra el sueño de la historia.
 De La mudanza a Todos somos Marcos se desciende a la semilla de la discordia social: la guerra civil reside latente en la incomunicación de los amantes. La lucha de clases entraña una lucha más antigua: el combate de los sexos.
 De Los hijos de Sánchez a Los perdedores se traza el horizonte del oprobio social: la derrota es insolidaria, la soledad del portero es la hija de la traición.
 Del misterioso asesinato de Compañero Che Guevara a El martirio de Morelos la historia se desrealiza en la relatividad del documento: la verdad es la consistencia indecible de la duda, la duda es el suspenso de la conciencia, y la historia, un invento de los rebaños.
 De La visita del ángel a ¡Qué pronto se hace tarde!, el fin es sólo el comienzo del presente, el tiempo siempre avanza hacia atrás porque es un invento de la memoria.
Paradoja poderosa, el teatro de Leñero puede ser una eficaz historia de intimista indagación psicológica, capaz de abrir una grieta en la trama monumental de la historia para desangrar ahí el torrente de la epopeya. A la vez que puede agitar una inmensa marea social capaz de invadir y avasallar el espacio sagrado de la intimidad con que se descorazona el tiempo de una realidad ausente. l




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