21 mar 2020

Covid-19 y sus metáforas/Jorge Volpi

Covid-19 y sus metáforas/Jorge Volpi
REFORMA, 21 Mar. 2020
Miedo al otro. Pánico a las multitudes y a las aglomeraciones. Individualismo exacerbado. Desconfianza hacia las autoridades. Teorías de la conspiración sobre el origen de la pandemia. Teorías de la conspiración sobre el número de infectados. Recuento diario de enfermos y muertos, como en una guerra. La guerra como estrategia política. Fascinación morbosa ante la curva epidémica. Falta de información. Exceso de información. Y, por supuesto, el encierro. Cada uno en su propio país, en su propia ciudad, en su propia casa. Confinamiento voluntario y luego obligatorio. Estados de emergencia y excepción. Fronteras clausuradas. Suspensión de vuelos. Aislamiento frente al resto del mundo. Nacionalismo como legitimación de las medidas extremas. Xenofobia. Expulsión de los extranjeros. La calle como peligro. El mundo virtual como única conexión con el exterior. Aburrimiento, acedia, apatía, depresión. Aumento de la violencia intrafamiliar, de la violencia de género y del abuso infantil. Nuevas formas de convivencia. Encierro. Encierro. Encierro.

Como advertía Susan Sontag en su visionario La enfermedad y sus metáforas (1978), que daba cuenta de la forma de referirnos a los afectados por la tuberculosis y el cáncer, y posteriormente en su El sida y sus metáforas (1989), lo peor que podemos hacer con un padecimiento clínico es asociarlo con el carácter de quien lo sufre. En vez de ello, deberíamos pensar que cualquier enfermedad, como la producida ahora por el Covid-19, es sólo eso y no un cúmulo de imágenes que nos llevan a actuar frente a ella y quienes la padecen a partir de nuestros prejuicios. La tarea de reducir a su carácter puramente científico este nuevo coronavirus se torna, sin embargo, ilusoria. Tan misterioso como amenazante, tendemos a antropomorfizarlo, a cubrirlo de significados y luego, de modo irremediable, a politizarlo al extremo.
Invisibles, ubicuos, capaces de invadirnos desde dentro, los virus nos obsesionan y perturban en idéntica medida. Por eso nos encanta calificarlos de enemigos -como si esos tenaces fragmentos de material genético tuviesen voluntad- cuyo único objetivo fuera nuestra destrucción. Por eso proclamamos, como Emmanuel Macron, que estamos en guerra contra ellos. El carácter bélico de la confrontación nos lanza, entonces, a imponer el estado de excepción o de sitio: el orden jurídico y los derechos humanos se suspenden -en particular el libre tránsito- y se nos ordena permanecer atrincherados como las tropas de reserva en un combate desigual. A partir de allí, la autoridad impone sus decretos por la fuerza, siempre presumiendo el bien común.
En este ambiente, florece el miedo y en particular el miedo hacia los otros. Y si esos otros son un poco distintos, extranjeros en particular, más aún. A fin de cuentas, el virus ha llegado hasta nosotros desde la remota China traída por viajeros irresponsables: es un mal que, como quiso insinuar Trump, viene de fuera para despedazarnos por dentro. La distancia social para evitar el contagio se transmuta en cuarentena -otro término lleno de connotaciones apocalípticas-, cerramos nuestras fronteras creyendo que esa medida va a protegernos y, entretanto, desconfiamos de todo lo que se nos dice.
Frente a la alarma social, casi todos los políticos del planeta reciben la crítica o el escarnio, sea por actuar demasiado lento o demasiado rápido. Todo es nuevo y nadie parece tener un plan concreto: si Estados Unidos y la Unión Europea, con toda su riqueza y toda su ciencia, se ven sobrepasados, ¿qué habrá de ocurrir con nosotros?
En países como el nuestro, la epidemia adquiere otras metáforas: un encierro completo generará sin duda miseria y destrucción inigualables; no actuar, por otro lado, parece tan temerario como inadmisible. La elección no es entre la economía y la salud, sino entre dos males tratando de calibrar el mal menor. Sea como fuere, el Covid-19 nos lanza hacia una nueva era, aún incierta y desasosegante, de encierro y vida virtual que nos transforma a todos, por unos meses, en hikikomoris. Seres obligados a pensarnos de nuevo en este largo viaje alrededor de nuestros cuartos.
@jvolpi

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