29 jun 2025

Recibir un premio/ Vicente Quirarte

La Jornada Morelos,  JUN 29, 2025

Recibir un premio/ Vicente Quirarte

Cuando recibí la noticia, pensé en mis amigos que ya no están de manera tangible entre nosotros y a quienes les dedico de manera especial esta distinción: Sandro Cohen, Eusebio Ruvalcaba, José Francisco Conde Ortgea, Arturo Trejo Villafuerte, Ignacio Trejo Fuentes, Hernán Lara Zavala. Ellos hacen suya mi alegría. También pienso en en la gran cantidad de escritores que aún no han recibido el premio nacional, pero yo a mis 70 años de edad ya no soy un escritor joven y lo que realizado ha sido por lealtad a esa vocación despierta desde mi adolescencia.

Terminé el primer año de preparatoria con la seguridad de que deseaba ser un escritor de ciencia ficción o un autor de novelas de horror que añadiera nuevos anillos al apenas descubierto planeta Lovecraft. Pero el tiempo y las mujeres ‑como siempre‑ señalaban otros derroteros. En 1971 conocí otra forma del terror y otra forma del ángel bajo la forma de una muchacha que iba escolarmente un año abajo que yo y todos los años luz encima de mí. Y yo, que consideraba que la escritura era viril en la prosa y que la poesía estaba bien para las mujeres, me ví escribiendo los primeros versos de amor de mi vida. Supongo que, al igual que para muchos, la pasión amorosa va unida a una absoluta necesidad de unirse a un cuerpo más vasto. Esa sensación de eternidad, de poder absoluto mezclado al desamparo, era nueva e inédita para mí. Para desventura del muchacho que entonces era y para fortuna del poeta que quería ser, la muchacha dijo un No mayúsculo, breve y definitorio, que nutrió los dos años restantes de la Preparatoria. La negativa me dio pretexto para probar las armas que comenzaba a descubrir.

 Estas eran muy rudimentarias, porque mi lectura de poemas era tan escasa como mi experiencia amorosa. Pero si la lectura de la poesía y su práctica en la vida me han dado algunos de los instantes más altos de mí existencia, de aquella etapa de mi iniciación recuerdo iluminaciones que sólo ahora comprendo cabalmente. Nacer a la poesía era descubrir en mí y en los poetas que me habían antecedido una nueva forma de existencia que nunca había previsto. Entonces comprendí en todo su peso el significado de la frase enunciada en el número inicial de El Hombre Araña, cuando Peter Parker está a punto de entrar en el segundo de sus ritos de paso: “un gran poder implica una gran responsabilidad”. Vinculo algunas de mis sensaciones inolvidables con el descubrimiento de los tesoros que había estado siempre ahí y habían pasado desapercibidos: Me veo en Monterrey, bajo la lluvia, leyendo en la cima del Monte del Grillo las Odas elementales de Pablo Neruda; o el aire en mi rostro, en una camioneta pick‑up por la carretera hacia Toluca, circundada por altos y verdinegros pinos, y en mis manos las Elegías de Duino de Rainer María Rilke; o llevando abrazado y personalmente al Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes mi primer libro de los que llamaba poemas, y que a mis 17 años titulaba ingenuamente Testamento poético, aunque aún no conociera a Chattterton ni el definitivo nombre de Rimbaud comenzara apenas a sonar en mis oídos. 

Ahí estoy en la terminal de autobuses, en la madrugada, mirando el cielo enrojecido y repitiendo de memoria los versos de “El barco ebrio” como si por primera vez fueran escritos. Ahora aquellos recuerdos son algunos de los más felices de mi vida, pero en ese entonces yo me sentía absolutamente infeliz, aislado y sin recursos para enfrentar esa metamorfosis que se operaba en mí. Me acompañaba la convicción de que era más importante resistir que vivir de acuerdo con los esquemas que parecían satisfacer a los compañeros a los que yo despreciaba y que también realmente pensaban que yo era un loco irredento. Ese marasmo donde uno se siente el corazón del mundo, donde no hay tema más importante que lo que uno le sucede, tuvo un cambio de orientación con la matanza del 10 de junio de 1970 en la Calzada de San Cosme. 

Al día siguiente, varios de nuestros compañeros estaban desaparecidos, presos o heridos. Aunque yo tenía 14 años cuando el movimiento del 68 y no participé directamente de las manifestaciones, la circunstancia de que viviéramos en el centro y que mi hermano mayor y mi padre estuvieran vinculados a la preparatoria de San Ildefonso, donde un disparo de bazooka hizo realidad nuevamente el grito de “Muera la inteligencia y viva la muerte”, nos llevó a concluir que algo andaba mal. De tal modo, alternaba mis lecturas literarias con las de revistas políticas. Por el talento natural de su autor, por la simpatía que en nosotros despertaba, los Apuntes sobre la guerra Ernesto Guevara eran una las lecturas que más nos llevaban al corazón de la Sierra Maestra. De la mano de mí maestro Neruda derivé después en otros poetas de alto contenido social: Efraín Huerta me enseñó a descubrir una ciudad de México poblada por manifestaciones y los secretos hombres del alba; en Ernesto Cardenal y Jaime Sabines descubrí que se podía escribir como se habla, aunque eso no sea del todo cierto; mi fervor por los poetas revolucionarios ‑luego he sabido que una palabra va unida necesariamente a la otra‑ duró hasta mi ingreso a la Universidad donde Oscar Oliva, que de poesía social sabe en la teoría y en la práctica, me enseñó que la literatura permitía otros muchos caminos.

De hecho, fueron dos inolvidables profesoras de literatura de la Preparatoria quienes por primera vez me hablaron de nombres desconocidos. La primera fue la ya fallecida Gloria Gamiochipi de Liguori a quien, cuando leyó un cuento que había ganado un concurso en la Preparatoria 2 ‑rey entre los tuertos‑ me preguntó qué influencias recogía. Gloria Gamiochipi, compañera de toda la vida del poeta Francisco Liguori y autora de un libro fundamental sobre Agustín Yáñez, me daba con esa pregunta una dimensión completamente nueva de la literatura: luego entonces uno nunca estaba solo y necesitaba de la sabiduría de otros para expresar de nuevo y reincidentemente el discurso de la tribu. Le respondí que detrás de mi cuento estaba la lectura de los cuentos de Oscar Wilde, sobre todo del titulado “La esfinge sin secreto”. Wilde fue uno de los autores que más me perturbaron en la infancia, no sólo en las obras que supuestamente no debía leer a esas edades, sino en sus propios cuentos para niños. A ellos vuelvo constantemente como quien escucha una sonata perfecta: pueden ser leídos como una metáfora de la imposibilidad amorosa y la sed que de la pasión tienen todos los seres, desde el ruiseñor y la rosa hasta el gigante egoísta. “El niño astro” era un cuento que me dolía en la carne y en el alma, y siempre me gustó la ironía de Wilde al decir al final que, no obstante todos sus avatares, al final de su vida, el rey ni fue feliz ni vivió para siempre. La lectura de El retrato de Dorian Grey cuando yo tenía ocho años de edad fue también una experiencia decisiva. Recuerdo cómo en los fragmentos donde se habla de los pecados y tortuosidades del personaje, yo intuía, sin comprenderla del todo, una atmósfera densa, esa que más tarde exploré con fascinación creciente, de los laberintos mentales de Thomas de Quincey a las confesiones opiómanas de Jean Cocteau.

La otra profesora inolvidable fue Esperanza Meneses, jubilada hace unos cuantos años pero aún activa y llena de amor por la literatura. Mis compañeros de entonces, incluidos aquellos que no se dedicaron a las humanidades, la recuerdan como el motor más importante y sensible de aquellos años. No nos llenaba de nombres; nos enseñaba a entrar en el laberinto con un cordel plateado que nos ayudara a descifrar y a encontrar la salida. Ella fue quien me dijo un día: “Usted debe leer a Rimbaud”. El encuentro con el poeta y el hombre que iban a ser tan decisivos en mi modo de concebir la obra‑vida, como bien dice Alain Borer, tuvo lugar en una Librería de Cristal, cuando conseguí una edición de la Poesía de Rimbaud publicada por Le Livre de Poche. El deslumbramiento de la vida y el fulgor de la poesía me fustigaban mientras leía ese pequeño libro negro en la fila para inscribirme al servicio militar.

Al igual que otros ilusos que creemos en que para escribir hay que entrar a una escuela de letras, en 1973 ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras, en la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas. Mi decisión obedecía a dos razones: la primera, una negativa a estudiar la carrera de arquitecto, que era la que de acuerdo con mi padre y su único hermano iba a garantizar mi felicidad; la segunda, el pleno convencimiento de que el mejor escritor de México cruzaba los umbrales de la Universidad. Había ganado todos los concursos de oratoria de la Preparatoria, así como el primer lugar de poesía y otro de cuento. Pequeña era la cancha para la victoria, minúscula la llanura para desbocar mi potro. Por fortuna, desde el principio me enfrenté a entrenadores que a golpes me hicieron comprender que cada aventura verbal, como decía Eliot, es un experimento y una excursión en lo inarticulado. Tuve el privilegio de que Óscar Oliva, Eduardo Lizalde y Salvador Elizondo fueran mis profesores y nunca tuvieran piedad con los textos que comenzaba a escribir. Hernán Lavín Cerda, apenas llegado de Chile, nos introducía en un universo de reminiscencias personales y colectivas, a través de su voz dulce y generosa. A Lizalde y Elizondo les debo también la convicción, que jamás me ha abandonado, de que escribir es una tarea imposible que uno hace porque no tiene más remedio. Lo que puede sonar a falsa modestia es en realidad la mejor defensa que he tenido al sentir que un texto ya está terminado. El único consuelo que le queda a un escritor en actividad es que su próximo trabajo siempre sea el mejor.

Nunca me he arrepentido de haber ingresado a una Facultad donde ahora soy profesor, obtuve mi Doctorado y de la cual no he recibido sino satisfacciones. Por la diferencia de expectativas y por la disfunción que todos enfrentamos al entrar a destiempo a hacer lo que más amamos y entonces, como ahora, sé que los jóvenes escritores que continúan ingresando a ella, tienen todo el derecho y la razón del mundo cuando se expresan con los peores epítetos de esa madrastra exigente e ingrata, que no es sino una de tantas sucursales de la Vida, esa profesión que nunca aprendemos con suficiente habilidad. Ernesto Sábato, parafraseando a Emerson, declara que el verdadero escritor nace en la calle y no en las Facultades de Letras. Precisamente el primer libro de ficción de Ernesto Sábato, El túnel, fue mi compañero decisivo de esos meses difíciles cuando la vida quiere y uno no puede con ella. A los pocos meses de entrar a la Facultad donde pensé que todo iba a ser felicidad, recibí una prolongada visita de Nuestra Señora Melancolía, llamada en otro tiempo bilis negra, acedia, demonio del mediodía. Era una enemiga más poderosa y letal que los villanos que enfrentaba Peter Parker. Despertaba con la conciencia de que estaba al pie de mi cama, con sus alas de Arpía y su cabeza de Gorgona. Releía y vivía los poemas más angustiosos de Neruda en Residencia en la tierra; otro Tigre en la casa velaba debajo de mi almohada; me buscaba en el desamparo existencial del Rafael Alberti de Sobre los ángeles, emprendía largas caminatas solitarias bajo la lluvia en el Pantéon Francés de la Piedad.

Volvamos a la alegría. Recibir el Premio Nacional de Literatura es la mayor distinción para un ser que vive por las letras. Recibirlo de la Presidencia de la República es ser doblemente mexicano.

Vicente Quirarte, Premio Nacional de Literatura

En el campo de la Lingüística y Literatura el ganador del Premio Nacional de Artes y Literatura 2025, galardón que entrega el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), fue el escritor Vicente Quirarte Castañeda.

A través de un comunicado, el INBAL señaló: “se distingue al escritor y académico Vicente Quirarte Castañeda, cuyo pensamiento reflexivo y espíritu poético han enriquecido el campo de la Lingüística y la Literatura. El también crítico ha aportado un rigor analítico y una prosa evocadora que desentraña los hilos ocultos del texto, y transforma el ejercicio crítico en un acto de revelación lírica que fortalece la difusión cultural y análisis de nuestras letras”.

Vicente Quirarte ha escrito más de 20 libros y 150 artículos especializados, además de capítulos, prólogos y estudios introductorios sobre autores y obras de los siglos XIX y XX, así como cuentos, ensayos y una novela. Su producción poética ha sido traducida a varios idiomas, incluyendo inglés, francés, alemán y portugués. En 1991 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por su libro El ángel es vampiro, y en 2011 obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde por el conjunto de su obra. Como dramaturgo, ha escrito obras basadas en hechos y personajes históricos que han sido llevadas a escena. Ganó el Premio de Dramaturgia Sergio Magaña para autor nacional.

Ha recibido otros premios y distinciones como el Premio Universidad Nacional para Jóvenes Académicos en el área de Creación Artística y Extensión de la Cultura en 1994. Fue elegido miembro numerario de la Academia Mexicana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española en 2003. Recibió el Premio Universidad Nacional en 2012, y en 2016 ingresó a El Colegio Nacional, donde impartió su lección inaugural titulada El laurel invisible.

Además, fue director general de Publicaciones entre 1990 y 1997, titular del Instituto de Investigaciones Bibliográficas durante el periodo 1999-2003 e integrante de la Junta de Gobierno de la UNAM (2017-2024).

En su discurso de ingreso a El Colegio Nacional en 2016, Vicente Quirarte expresó que “el poeta no es solamente el hacedor de versos, sino quien consagra su energía a perpetuar la iluminación del instante o a levantar edificios verbales inmunes al paso de los años (…) El nacimiento a la poesía debe tener la fuerza instantánea del relámpago: furia y fulgor al mismo tiempo. Trueno y despertar. La irrupción del prodigio no puede ser ni frágil ni predecible: es hiperbólica, intempestiva y permanente”.

Escritor, académico y Premio Nacional de Artes y Literatura 2025, 


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