Terrorismo sin fronteras, opinión pública y prensa/FERNANDO REINARES
Publicado en El País, 27/05/2002;
Abordar la problemática del terrorismo internacional tras los sucesos del pasado 11 de septiembre, tomando en consideración los pareceres de la opinión pública y el papel de los medios de comunicación, es algo que adquiere especial sentido desde una perspectiva española. No en vano en España se ha podido consolidar una democracia liberal pese a la actividad terrorista que vienen sufriendo sus ciudadanos y que continúa afectando a la vida política desde el inicio mismo de la transición a partir del anterior régimen franquista, hace ya más de veinticinco años. De hecho, se trata en buena medida de un envenenado legado de la dictadura que ha persistido hasta nuestros días, porque los terroristas no reivindican la democracia ni son demócratas, sino que aspiran a imponer despóticamente sus ideas totalitarias cualquiera que sea el contexto político en que se desenvuelven. En concreto, la banda armada ETA, inspirada en los postulados de un nacionalismo vasco étnico y excluyente, es responsable del noventa por ciento de las más de ochocientas víctimas mortales ocasionadas por el terrorismo en España, desde la segunda mitad de los setenta hasta nuestros días. Por cierto que los atentados contra Estados Unidos de hace ya ocho meses provocaron más bien regocijo en el entorno encubridor y cómplice de dicha organización terrorista.
Precisamente cuando la globalización del terrorismo se hizo de súbito manifiesta aquel 11 de septiembre, los españoles reaccionaron de una manera que resulta interesante conocer. No se trata de meras especulaciones al respecto. A finales de ese fatídico mes, el Centro de Investigaciones Sociológicas, un ente oficial prestigioso por la calidad de sus estudios demoscópicos, llevó a cabo una encuesta sobre el tema, seleccionando para ello una muestra estadísticamente representativa de personas adultas residentes en el territorio español. Como cabría suponer, de los resultados se deduce que aquellos actos de megaterrorismo maquinados y cometidos por fundamentalistas islámicos fueron seguidos con extraordinario interés por la población española, a través de los distintos medios de comunicación y en especial de la televisión. Más allá de eso, ocho de cada diez individuos entrevistados declararon sentirse cercano al pueblo estadounidense e hicieron explícitos sus sentimientos de solidaridad para con el mismo. El sondeo puso asimismo de manifiesto que los sucesos del 11 de septiembre y sus consecuencias se habían convertido en fuente de gran preocupación para la opinión pública española.
Seis de cada diez personas que respondieron al cuestionario creían que se trataba no de un incidente terrorista más sino del comienzo de una nueva etapa en la evolución de dicho tipo de violencia, al tiempo que se mostraban convencidas de la existencia de un entramado terrorista internacional. Indicativo a mi entender de una cultura cívica saludable, la proporción de los entrevistados que rechazaba la posibilidad de recortar libertades públicas con el pretexto de combatir mejor el terrorismo resultaba significativamente mayor que la de cuantos se mostraban partidarios de dicha idea. Sin embargo, hasta un 85 por ciento del total de los mismos se decantaba con nitidez a favor de una coalición internacional para contrarrestar un fenómeno que atraviesa jurisdicciones estatales, aunque apenas siete de cada diez atribuyeran a dicha coalición eficacia suficiente bajo las circunstancias entonces existentes. Parece lógico que la opinión pública española se decante con tanta claridad respecto a la necesaria cooperación internacional contra un terrorismo sin fronteras. Así lo expresan mujeres y hombres frecuentemente afectados por un terrorismo, como es el que practica ETA, ampliamente transnacionalizado. En consonancia con ello, los sucesivos Gobiernos españoles, al margen del partido político al que los electores hayan encomendado las tareas del Ejecutivo, destacan por su insistencia en fomentar la colaboración internacional contra el terrorismo, tanto en el seno de la Unión Europea como en otros foros intergubernamentales.
Ahora bien, cuando nos referimos al modo en que las democracias liberales deben hacer frente a los desafíos del terrorismo lo hacemos tanto de respuestas estatales como de reacciones sociales. Otro tanto cabe argumentar, salvando prudentemente las distancias, en el ámbito internacional, al menos entre regímenes políticos afines. Es precisa la cooperación intergubernamental en aspectos policiales y judiciales, militares en determinados supuestos, pero resulta igualmente necesaria la solidaridad entre las sociedades civiles de distintos países. Desgraciadamente, este no es siempre el caso y la prensa, en tanto que componente fundamental de esas sociedades civiles, proporciona ella misma pruebas lacerantes. Demasiado a menudo, por ejemplo, las agencias de noticias y los periódicos estadounidenses tienden a presentar como terroristas a aquellos grupos que atentan sistemáticamente contra ciudadanos e intereses norteamericanos, eludiendo calificar de igual modo a organizaciones que hacen exactamente lo mismo pero contra ciudadanos de otras nacionalidades e intereses de otros países, incluso democráticos. Al Qaeda es así inequívocamente presentada en la prensa estadounidense como una red terrorista internacional, de igual modo que hacen los medios de comunicación españoles. Por el contrario, ETA raras veces es descrita como una organización terrorista en los rotativos y canales de televisión de EE EE, aun a pesar de que hace ya mucho tiempo que cierne su cruenta amenaza sobre los profesionales de la prensa española en general y de la vasca en particular. Incluso ha causado víctimas mortales entre miembros del Grupo Correo de Comunicación, representado en el comité ejecutivo del propio Instituto Internacional de Prensa, al que pertenecen ejecutivos y profesionales de los más influyentes periódicos tanto estadounidenses como de otros cien países. Esta asociación tiene precisamente entre sus principales objetivos, además de proteger la libertad de opinión y expresión, velar por la seguridad de los periodistas.
Una buena ilustración de esa conducta habitual de la prensa estadounidense, de entre los innumerables ejemplos a que podría hacerse referencia, la proporciona el modo en que fue tratado informativamente, por parte del International Herald Tribune, el pasado 20 de febrero, el atentado de ETA perpetrado la mañana del día anterior contra el joven secretario de política institucional del Partido Socialista de Euskadi, Eduardo Madina, quien perdió una de sus piernas tras estallar una bomba adosada a los bajos de su automóvil. Recogiendo un escrito distribuido por la agencia de noticias Reuters, dicho incidente se ofreció en las páginas del citado diario con el siguiente titular: 'Basque bomb wounds politician'. Es decir, 'Bomba vasca hiere a un político'. Llama poderosamente la atención, en primer lugar, el hecho de que lo vasco sea predicado de una bomba y reducido así a la actividad de la banda armada que coloca ese tipo de artefactos. Por otra parte, en el texto que sigue a dicho titular no se alude a la circunstancia, sin duda relevante, de que la víctima es no sólo un joven político sino, para ser más precisos, un joven político vasco. Añádase a todo ello que ETA es descrita sencillamente como 'grupo separatista vasco', que los términos terrorismo o terrorista no aparecen por ninguna parte, y se podrá deducir con cierta facilidad el modo en que un lector estadounidense o europeo medio, generalmente desconocedor de la pluralidad constitutiva de la sociedad vasca y de las instituciones de autogobierno allí vigentes desde hace más de veinte años, tenderá a descodificar la noticia recibida.
Si tenemos en cuenta el papel que los medios de comunicación desempeñan a la hora de configurar las percepciones del público y de enmarcar su conocimiento de temas especialmente sensibles, tan flagrante inconsistencia opera, según mi opinión, en beneficio de los terroristas que logran no ser etiquetados como tales. También en detrimento de la recíproca comprensión con que los ciudadanos de distintas democracias deben respaldar las medidas de cooperación internacional desarrolladas por sus respectivas autoridades para hacer frente a un terrorismo sin fronteras, transnacionalizado en unos casos y hasta globalizado en otros. Un terrorismo que necesita de unos márgenes suficientes de tolerancia social y pasividad popular, también a escala internacional, para movilizar los recursos con que autoperpetuarse y seguir amenazando tanto el mantenimiento de determinadas democracias como incluso la paz mundial. No se trata de constreñir la libertad de expresión o la independencia editorial de la prensa. En este sentido, suscribo la resolución sobre terrorismo y medios de comunicación adoptada por la Unesco a principios de este mismo mes. Se trata, simple y llanamente, de que en el empeño común que las democracias liberales deben asumir contra el terrorismo, ese elemento fundamental de nuestras sociedades civiles que es la prensa no incurra irreflexivamente en hábitos poco ecuánimes y nada precisos, de los cuales puedan sacar provecho las organizaciones terroristas, sea cual fuere la nacionalidad de la personas y los intereses que convierten en blanco de su criminal violencia. A la postre, el Instituto Internacional de Prensa también tiene entre sus fines declarados los de mejorar la práctica del periodismo y contribuir así al entendimiento entre las gentes de todo el mundo.
Precisamente cuando la globalización del terrorismo se hizo de súbito manifiesta aquel 11 de septiembre, los españoles reaccionaron de una manera que resulta interesante conocer. No se trata de meras especulaciones al respecto. A finales de ese fatídico mes, el Centro de Investigaciones Sociológicas, un ente oficial prestigioso por la calidad de sus estudios demoscópicos, llevó a cabo una encuesta sobre el tema, seleccionando para ello una muestra estadísticamente representativa de personas adultas residentes en el territorio español. Como cabría suponer, de los resultados se deduce que aquellos actos de megaterrorismo maquinados y cometidos por fundamentalistas islámicos fueron seguidos con extraordinario interés por la población española, a través de los distintos medios de comunicación y en especial de la televisión. Más allá de eso, ocho de cada diez individuos entrevistados declararon sentirse cercano al pueblo estadounidense e hicieron explícitos sus sentimientos de solidaridad para con el mismo. El sondeo puso asimismo de manifiesto que los sucesos del 11 de septiembre y sus consecuencias se habían convertido en fuente de gran preocupación para la opinión pública española.
Seis de cada diez personas que respondieron al cuestionario creían que se trataba no de un incidente terrorista más sino del comienzo de una nueva etapa en la evolución de dicho tipo de violencia, al tiempo que se mostraban convencidas de la existencia de un entramado terrorista internacional. Indicativo a mi entender de una cultura cívica saludable, la proporción de los entrevistados que rechazaba la posibilidad de recortar libertades públicas con el pretexto de combatir mejor el terrorismo resultaba significativamente mayor que la de cuantos se mostraban partidarios de dicha idea. Sin embargo, hasta un 85 por ciento del total de los mismos se decantaba con nitidez a favor de una coalición internacional para contrarrestar un fenómeno que atraviesa jurisdicciones estatales, aunque apenas siete de cada diez atribuyeran a dicha coalición eficacia suficiente bajo las circunstancias entonces existentes. Parece lógico que la opinión pública española se decante con tanta claridad respecto a la necesaria cooperación internacional contra un terrorismo sin fronteras. Así lo expresan mujeres y hombres frecuentemente afectados por un terrorismo, como es el que practica ETA, ampliamente transnacionalizado. En consonancia con ello, los sucesivos Gobiernos españoles, al margen del partido político al que los electores hayan encomendado las tareas del Ejecutivo, destacan por su insistencia en fomentar la colaboración internacional contra el terrorismo, tanto en el seno de la Unión Europea como en otros foros intergubernamentales.
Ahora bien, cuando nos referimos al modo en que las democracias liberales deben hacer frente a los desafíos del terrorismo lo hacemos tanto de respuestas estatales como de reacciones sociales. Otro tanto cabe argumentar, salvando prudentemente las distancias, en el ámbito internacional, al menos entre regímenes políticos afines. Es precisa la cooperación intergubernamental en aspectos policiales y judiciales, militares en determinados supuestos, pero resulta igualmente necesaria la solidaridad entre las sociedades civiles de distintos países. Desgraciadamente, este no es siempre el caso y la prensa, en tanto que componente fundamental de esas sociedades civiles, proporciona ella misma pruebas lacerantes. Demasiado a menudo, por ejemplo, las agencias de noticias y los periódicos estadounidenses tienden a presentar como terroristas a aquellos grupos que atentan sistemáticamente contra ciudadanos e intereses norteamericanos, eludiendo calificar de igual modo a organizaciones que hacen exactamente lo mismo pero contra ciudadanos de otras nacionalidades e intereses de otros países, incluso democráticos. Al Qaeda es así inequívocamente presentada en la prensa estadounidense como una red terrorista internacional, de igual modo que hacen los medios de comunicación españoles. Por el contrario, ETA raras veces es descrita como una organización terrorista en los rotativos y canales de televisión de EE EE, aun a pesar de que hace ya mucho tiempo que cierne su cruenta amenaza sobre los profesionales de la prensa española en general y de la vasca en particular. Incluso ha causado víctimas mortales entre miembros del Grupo Correo de Comunicación, representado en el comité ejecutivo del propio Instituto Internacional de Prensa, al que pertenecen ejecutivos y profesionales de los más influyentes periódicos tanto estadounidenses como de otros cien países. Esta asociación tiene precisamente entre sus principales objetivos, además de proteger la libertad de opinión y expresión, velar por la seguridad de los periodistas.
Una buena ilustración de esa conducta habitual de la prensa estadounidense, de entre los innumerables ejemplos a que podría hacerse referencia, la proporciona el modo en que fue tratado informativamente, por parte del International Herald Tribune, el pasado 20 de febrero, el atentado de ETA perpetrado la mañana del día anterior contra el joven secretario de política institucional del Partido Socialista de Euskadi, Eduardo Madina, quien perdió una de sus piernas tras estallar una bomba adosada a los bajos de su automóvil. Recogiendo un escrito distribuido por la agencia de noticias Reuters, dicho incidente se ofreció en las páginas del citado diario con el siguiente titular: 'Basque bomb wounds politician'. Es decir, 'Bomba vasca hiere a un político'. Llama poderosamente la atención, en primer lugar, el hecho de que lo vasco sea predicado de una bomba y reducido así a la actividad de la banda armada que coloca ese tipo de artefactos. Por otra parte, en el texto que sigue a dicho titular no se alude a la circunstancia, sin duda relevante, de que la víctima es no sólo un joven político sino, para ser más precisos, un joven político vasco. Añádase a todo ello que ETA es descrita sencillamente como 'grupo separatista vasco', que los términos terrorismo o terrorista no aparecen por ninguna parte, y se podrá deducir con cierta facilidad el modo en que un lector estadounidense o europeo medio, generalmente desconocedor de la pluralidad constitutiva de la sociedad vasca y de las instituciones de autogobierno allí vigentes desde hace más de veinte años, tenderá a descodificar la noticia recibida.
Si tenemos en cuenta el papel que los medios de comunicación desempeñan a la hora de configurar las percepciones del público y de enmarcar su conocimiento de temas especialmente sensibles, tan flagrante inconsistencia opera, según mi opinión, en beneficio de los terroristas que logran no ser etiquetados como tales. También en detrimento de la recíproca comprensión con que los ciudadanos de distintas democracias deben respaldar las medidas de cooperación internacional desarrolladas por sus respectivas autoridades para hacer frente a un terrorismo sin fronteras, transnacionalizado en unos casos y hasta globalizado en otros. Un terrorismo que necesita de unos márgenes suficientes de tolerancia social y pasividad popular, también a escala internacional, para movilizar los recursos con que autoperpetuarse y seguir amenazando tanto el mantenimiento de determinadas democracias como incluso la paz mundial. No se trata de constreñir la libertad de expresión o la independencia editorial de la prensa. En este sentido, suscribo la resolución sobre terrorismo y medios de comunicación adoptada por la Unesco a principios de este mismo mes. Se trata, simple y llanamente, de que en el empeño común que las democracias liberales deben asumir contra el terrorismo, ese elemento fundamental de nuestras sociedades civiles que es la prensa no incurra irreflexivamente en hábitos poco ecuánimes y nada precisos, de los cuales puedan sacar provecho las organizaciones terroristas, sea cual fuere la nacionalidad de la personas y los intereses que convierten en blanco de su criminal violencia. A la postre, el Instituto Internacional de Prensa también tiene entre sus fines declarados los de mejorar la práctica del periodismo y contribuir así al entendimiento entre las gentes de todo el mundo.
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