14 sept 2009

Osiel

Sed de poder, sed de sangre.../RICARDO RAVELO
Revista Proceso # 1715, 13 de septiembre de 2009;
Un retrato vívido y documentado de quien fuera amo y señor del cártel del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén, capo sanguinario en cuya organización delictiva se gestaron Los Zetas –el grupo armado que hoy opera por su cuenta imponiendo el terror en buena parte del territorio nacional–, sale a la luz en el libro Osiel. Vida y tragedia de un capo, gracias al trabajo de investigación de Ricardo Ravelo, reportero de Proceso. Su infancia y su juventud, sus inicios como criminal, el crecimiento de su emporio delictivo, los detonantes de la caída que lo llevó finalmente a una prisión de Estados Unidos, son relatados en los fragmentos que a continuación publicamos con autorización de la editorial Grijalbo.
La vida de Osiel Cárdenas Guillén, el reconstructor del cártel del Golfo, la pieza criminal más sanguinaria del México contemporáneo, no ha sido distinta a las de sus predecesores en el negocio de la droga. Calamitosa desde la infancia, una existencia como la suya acaba en rebeldía y puede sumir a cualquier individuo en la más profunda ruindad. A lo largo de su niñez y parte de su juventud, bordeó la tragedia y fue un azaroso golpe del destino el que lo arrojó a las redes de la delincuencia. Presa de una sed de poder, fue víctima de su propio entorno social, de la miseria padecida durante su infancia extraviada por falta de dirección. Fue esa adversidad la que apagó su alegría y, al correr de los años, abrió paso al odio y a la crueldad, que anidaron en su alma desprotegida y lo transformaron en un adolescente veleidoso.
La infancia y la adolescencia, que para cualquier ser ordi­nario son formativas, en Osiel se convirtieron en tétricos túneles de espesa oscuridad. En su juventud y hasta su cap­tura en 2003, sólo lo jalona la voracidad por el dinero y los placeres. Ausente la madre y con un padre adoptivo, a Osiel le fascinan las mujeres bellas y bien formadas, son su debili­dad, su refugio. Con ellas sacia sus ancestrales carencias que lo contristaron; rudo por naturaleza, ante ellas se doblega, incluso se muestra tierno mientras el gozo lo envuelve. Desea tenerlas a todas, una diferente cada noche.
Crecido en la miseria, el adolescente Osiel la rechaza tanto como la sufre. Sin recursos y abandonado a su suerte, sólo puede estudiar la secundaria en una escuela noctur­na ubicada en la calle Cuarta y González, en Matamoros, Tamaulipas. Alterna sus estudios con un trabajo de mesero en el restaurante El Mexicano. Allí lava platos y sirve como mandadero. Sólo tiene 18 años y vive rumiando acerca de la vida que lleva. Pero también guarda sueños y ambiciones en los que funda la seguridad de tener las capacidades necesarias para conducir una alta empresa, vivir como príncipe, vestir prendas elegantes y frotar su piel con perfumes finos. No obstante esas proyecciones se esfuman apenas la mente del adolescente se enfrenta con la cruda realidad que le rodea. Y esos contrastes oprobiosos lo hacen vivir al acecho, osci­lando con frecuencia entre el poder y el sufrimiento, calami­dades que se prolongan con los años y le impiden, aún hoy, tener un solo instante de sosiego y serenidad interior.
Ya como delincuente, cambia su nombre por el de Alberto Salazar González en un juego perverso por ocul­tar su identidad. Le disgusta también su aspecto físico; lo acompleja su estatura de un metro con 67 centímetros y ciertas partes amorfas de su cuerpo, como sus pies. Calza del número nueve y medio y siente que esa medida no es proporcional con su altura. Recurre a las máscaras. Cuando comienza a escalar el pináculo del crimen, Osiel exige que le digan “ingeniero”. Luego, vanidoso, ordena a un ciruja­no plástico un implante de pelo para evitar que la calvicie avance y termine por devorarle el cabello; también que le cumpla un capricho: que con sus manos le parta el mentón, para más tarde poder dar rienda suelta a su galantería. Con esos lujos Osiel reacciona con furia ante su origen, quiere ser otro a como dé lugar.
Cerca ya de los 20 años, su entorno social está cubier­to de espinas que le provocan dolor y rabia. Enorme es su rencor y rebeldía ante la hostilidad que lo rodea, y enorme también la furia del destino que lo azota. Pero él no cede. Tan pronto como se siente dueño de su vida y del mundo, irrumpe en el mapa criminal, y lo hace por medio de asesi­natos y traiciones. Ya tiene 25 años y aspira a ser amo y señor del narcotráfico, pero aún debe esperar su tiempo.
Al cumplir 31 años, Osiel grita a los cuatro vientos que quiere ser poderoso, dice estar dispuesto a pagar cualquier costo. Para él es la hora decisiva pues todo comienza a aco­modarse a la medida de sus ambiciones. Vertiginoso y fulgu­rante fue su ascenso en el mundo del narcotráfico, estrepitosa, dolorosa, su caída, y más grave aún su desgracia. Hoy, a los 42 años de edad, en plenitud de sus facultades, Osiel purga una condena en un penal de Estados Unidos en el que ve cómo languidece su vida. Sabe, debe saberlo, que el ocaso va a llegar mientras esté recluido. También sabe que no hay forma de romper ningún eslabón de las varias cadenas perpetuas que ya lo esperan. La vida ha perdido todo sentido. Por eso cuan­do se ve a sí mismo y reconoce que está condenado a vivir los años que le restan en una cárcel, se sume en prolongados silencios. Lo perturban pensamientos trágicos como la muer­te.(…)
La traición
(…) A mediados de 1999, Osiel Cárdenas viaja a Tomatlán, Jalisco, y se instala en La Trementina, uno de sus fastuosos ranchos. Lo acompañan Eduardo Costilla, Víctor Manuel Vázquez Mireles, Arturo Guzmán Decena y Paquito, su inseparable asistente personal. Ahí pasa unos días y luego se instala en un lujoso penthouse, en la ciudad de Guadalajara, registrado a nombre de César Leobardo Gómez Cárdenas, su sobrino, a quien se le conoce como Curva dentro de la organización.
Por esas fechas está programado el bautizo de una hija que Osiel Cárdenas procreó con Liliana Dávila González. La ceremonia será en Tuxpan, Veracruz, y el padrino, Sal­vador Gómez Herrera, organiza los preparativos de la cere­monia y la fiesta.
Cómodamente sentado en un sofá, Osiel Cárdenas le habla por teléfono a El Chava Gómez y le dice que no podrá asistir al bautizo porque ha sido operado de emergencia de la vesícula. Osiel miente. En realidad aprovecha sus días de descanso en su rancho para someterse a una liposucción y a una cirugía plástica: se parte el mentón y decide implan­tarse cabello para ocultar su calvicie.
El Chava Gómez comprende el imprevisto y le desea pronta recuperación. Pasan los días, sin ninguna novedad, hasta que Osiel va a su encuentro tan pronto como se siente recuperado de sus intervenciones estéticas. Acuerdan verse en el puerto El Mezquital, en Tamaulipas. Salvador Gómez está escondido en Tuxpan, Veracruz, pero decide viajar por lancha, pues teme ser aprehendido por la policía que lo busca desde su fuga de la casa de arraigo junto con Osiel y Manuel Alquicires.
Osiel Cárdenas se desplaza desde Tomatlán en una ca­mioneta Durango del año. Lo acompañan en ese trayecto Arturo Guzmán Decena y Víctor Manuel Vázquez Mireles, Meme El Cabezón. Después recogen a Gómez Herrera en el puerto El Mezquital. Acaba de bajar de una de las lanchas de su propiedad, utilizada para transportar droga desde Vera­cruz hasta Tamaulipas.
Después de un efusivo saludo, El Chava Gómez aborda la camioneta y se acomoda en el asiento del copiloto. Charlan unos minutos y, en medio de las risas y las bromas, Guzmán Decena, que va sentado en el asiento trasero, toma su pistola y le dispara a Gómez Herrera en la cabeza. En fracciones de segundos termina la vida del legendario Salvador Gómez Herrera, cuyo rostro se muestra en ese momento con el mentón rígido por la expresión de risa en la que lo sorprende la muerte. También son asesinados algunos de sus gatilleros; otros deciden sumarse a la banda de Osiel Cárdenas.
Pero surge un problema. Qué hacer con el cuerpo. Váz­quez Mireles sugiere que sea colocado en un paraje, con una pistola en su mano derecha. Así lo deciden y entonces acomodan el cuerpo en un zacatal, muy cerca del rancho El Caracol, donde nació Osiel Cárdenas. La tríada no deja un cabo suelto: a través de sus operadores, reparten dinero entre la prensa para que publiquen que El Chava Gómez fue asesinado por grupos enemigos al cártel del Golfo.
Osiel Cárdenas y Arturo Guzmán Decena regresan a Tomatlán y realizan una reunión en la que el primero toma la palabra. Con este mensaje, Osiel se erige como amo y señor del narco en Tamaulipas. Expresa: “Quiero decirles que el cártel del Golfo ya chingó a su madre. Ahora es mi organización, es mi empresa…”.
Vázquez Mireles permanece en Matamoros y asesina a otros gatilleros de Gómez Herrera. Transcurren varios días sin que el cuerpo de Salvador Gómez sea hallado. La noticia de su muerte se difunde en los periódicos locales, pero las autoridades no encuentran aún la evidencia. Por instruc­ciones de Osiel, Vázquez Mireles da aviso a la procuraduría estatal, mediante una llamada anónima, sobre la ubicación del cuerpo. Sólo así es encontrado.
Cuando el equipo de médicos forenses arriba al lugar, junto con los agentes del Ministerio Público, el cuerpo de El Chava Gómez despide un pestilente olor. Está inflamado, tiene el rostro desfigurado y el vientre carcomido. (…)
El presagio de la gitana
(…) Osiel Cárdenas no está des­tinado a la contemplación y la quietud. La perturbación retorna y reclama espacio en su tenso cuerpo. A la distancia se divisa una mujer de atuendos ondeantes que camina por la playa y se acerca a la gente que descansa. Sus largos aretes se mecen al ritmo de sus pasos firmes. Anda a la caza de supersticiosos, comerciando con el don de la adivinación.
“Te leo la mano, amigo, te adivino la suerte, tu futuro”, ofrece caminando entre la gente que la rechaza con un “no, gracias”.
La mujer sigue caminando y se aproxima a Osiel, que abre los ojos cuando una sombra le cubre el rostro y escucha la voz melodiosa de la gitana: “¿Te puedo leer la mano, tu suerte y tu futuro?”.
Envuelto en la espesa neblina de las dudas, el encanto de la gitana resulta infalible para Osiel Cárdenas, que se incor­pora como si lo hubieran sacudido. Con una transparencia sorprendente el capo pregunta si ve en sus manos la cárcel, las rejas o la muerte. La gitana observa las líneas de la mano izquierda de Osiel –la que los gitanos prefieren leer porque contiene la información con la que se nace, según su sabidu­ría– y le responde: “No hay cárcel ni muerte ni rejas, pero sí veo a una persona de tez blanca, que está muy cerca de ti y que hablará de muchos secretos tuyos”.
Osiel se queda perplejo. El primer rostro que se dibuja en su afiebrada mente es el de Paquito, quien se desempeña como su asistente personal desde hace más de tres años. Sin el más mínimo reparo, envuelto en presagios ominosos, des­pide a la gitana no sin antes pagarle por su servicio. Medita un largo rato y no duda un ápice en ordenarle a Heriberto Lazcano Lazcano, Lazca, jefe de Los Zetas, que asesine a Paquito, quien desde ese momento ya es visto por Osiel como un traidor.
El presagio de la gitana fue el detonante de una crisis de mayores dimensiones dentro del cártel del Golfo. Con el transcurso de los meses, Osiel se muestra cansado, has­tiado por los problemas y harto de vivir a salto de mata. En no pocas ocasiones fue visto por sus socios derrumbarse en una cama casi exhausto. Las presiones lo consumen porque unos 200 miembros de la organización exigen sus pagos; sus informantes y protectores han dejado de recibir los 100 mil dólares semanales por sus servicios; los proveedores colom­bianos le van cerrando la llave del suministro, y peor aún, la persecución militar y policiaca traba la marcha del negocio y le impide colocar cargamentos de droga en Estados Unidos. Pero el mayor enfado lo enfrenta en el interior del cártel: sus principales elementos, como Víctor Manuel Vázquez Mireles, comienzan a perder la cabeza, y a pasar más tiem­po de la cuenta en holgazanerías, en estado de ebriedad, y visitando burdeles. En distintas ocasiones, Osiel, el eterno desordenado, se molesta y llama a la disciplina: “¡Hijos de puta, cuídense, no se expongan, y guarden su dinero por­que algún día esto se va a acabar!”.Pero sus palabras carecen de fuerza en ese momento. Ningún orden puede lograrse por decreto y menos aún si la cabeza de la empresa criminal no ha decidido cambiar, como demostrará más tarde afe­rrándose al poder.
Los infortunios acosan a Osiel por todos los frentes. Uno de ellos, el más débil, es la familia. Su esposa, Celia Salinas, no puede aguantar más el peso de las circunstancias y se refugia en una iglesia evangélica de la colonia La Esperanza, en Matamoros. La pesadumbre y el hartazgo también han minado sus fuerzas y han frustrado su esperanza de tener un hogar y una familia integrada. Osiel se da cuenta del des­concierto que impera en el seno familiar –que sin duda le evoca sus aciagos días de infancia– y de cómo ha arrastrado lo que más ama al caos y a la desdicha. Y aunque nada puede hacer, porque si se une a su familia aumenta el riesgo de ser ubicado y aprehendido, les confiesa a sus allegados su deseo de retirarse de la organización. Expresa con disgusto que no quiere saber nada de problemas y presiones. Y en un grito de desesperación le dice a sus subalternos: “Les doy mi palabra que si me voy por un tiempo no habrá problemas con los gastos de nuestras familias”.
Este momento resulta clave. Osiel tiene resuelto el futu­ro del cártel con la decisión de retirarse. Le comunica a su círculo próximo que Eduardo Costilla, El Coss, lo relevará en la jefatura del grupo criminal. Pero Osiel Cárdenas, y quizás éste fue su mayor error, no renuncia a su adicción más destructiva: el poder. Su vida sólo parece tener sentido siempre y cuando permanezca atada a los reflectores, aunque contradictoriamente busca no ser perseguido.
Y ésa es la trampa de su existencia trágica. Cuando su conducta debió acomodarse a un bajo perfil, como el de un buen capo que vive oculto entre las sombras y al mismo tiempo ejerce el poder, la parte demoniaca de ese poder que siente como una extensión de su cuerpo lo enferma aún más. Osiel quiere demostrar que sigue siendo fuerte. La locura lo envuelve de nuevo, y lo que era importante deja de serlo: la familia pasa a segundo término. Le está negado tener un hogar feliz y al mismo tiempo detentar el control mafioso. Los amigos se vuelven enemigos. Los rivales lo acechan. Es tan perturbadora la duda que se le ha metido en la cabeza sobre la lealtad de Paquito, que ordena en tres ocasiones más –entre el 15 de noviembre de 2001 y el 12 de enero de 2002– que lo asesinen. (…)
La captura
(…) Los mariachis y los tríos comienzan a tocar en forma alternada. Osiel pide que se prolongue el tiempo contrata­do y que no falte la música. En las calles de Matamoros, un grupo de agentes federales adscritos a la SIEDO, enviados por José Luis Santiago Vasconcelos, trata por su cuenta de encon­trar la casa de Osiel, supuestamente para detenerlo en pleno festejo. Sólo se guían por dos datos: que en la casa de Osiel se celebra una fiesta y que donde huela a carne asada ahí está departiendo el capo. Nunca localizaron el domicilio.
La fiesta se prolonga toda la noche. Al amanecer, Osiel Cárdenas se quita los zapatos y la camisa, luego se tiende en la cama sólo con el pantalón puesto. A las 9:57 de la mañana, cuando el sol brilla esplendoroso, Osiel se queda dormido. En ese momento, 40 efectivos del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales irrumpen en la casa del capo; son repe­lidos con disparos y granadas por 20 hombres que están en dos vehículos custodiando al jefe del cártel del Golfo. Al escuchar las detonaciones, Osiel se levanta como impulsado por un resorte y corre a la parte trasera de su casa, se brinca la barda y trepa al techo de algunas de las casas de sus vecinos. Sólo lleva el pantalón puesto. En medio del tiroteo, Osiel pretende salir por una calle lateral, pero se lleva una des­agradable sorpresa: toda la cuadra está cercada por elementos del Ejército Mexicano, quienes de inmediato lo detienen.
Lo esposan y lo colocan casi en forma fetal, a fin de someterlo. En poco menos de una hora, ponen fin a la vida criminal de Osiel Cárdenas, quien hasta el último momen­to lucha por escapar. Los Zetas intentan liberarlo sin éxito. Durante la detención hay tres enfrentamientos: el primero, cuando los militares llegan a la casa del capo; el segundo con francotiradores, y el tercero cuando Osiel es trasladado al aeropuerto de Matamoros. Allí lo intentan rescatar sus cómplices y desatan una balacera con la Policía Federal Pre­ventiva, que se suma al operativo.
Osiel Cárdenas, el capo más sanguinario, cae vencido ante el poder militar. Su futuro se plaga de claroscuros y su vida de presagios aciagos. El capo es subido a un avión de la Fuerza Aérea y trasladado a la Ciudad de México. Era un viaje sin retorno. La aeronave aterriza a las 13:30 horas en la base San­ta Lucía. De allí es llevado en helicóptero al Campo Militar Número Uno, donde es puesto a disposición de la UEDO.
La dependencia lo espera con un rosario de cargos: delitos contra la salud, lavado de dinero, delincuencia organizada, portación de armas de fuego de uso exclusivo del Ejército, usurpación de funciones, uso indebido de insignias y siglas oficiales, cohecho y homicidio.
Durante el interrogatorio al que es sometido en la UEDO le preguntan qué sucedió con cuatro agentes federales que desaparecieron en Tamaulipas. No responde, pero por voz de otros testigos la PGR supo que los policías fueron secuestrados por miembros del cártel del Golfo y enterrados vivos bajo pesadas losas de cemento.
Osiel es trasladado al penal de máxima seguridad enton­ces conocido como Almoloya de Juárez –hoy penal del Altiplano– y encerrado en un área de castigo por ser un delincuente de alta peligrosidad. Pero el temerario Osiel no baja los brazos. La cárcel no sería el fin de su historia. Dentro de la prisión se convierte en una pesadilla para el gobierno, pues con un celular sigue dirigiendo su empresa incluso en condiciones de mayor seguridad.
Pronto, muy pronto, en la prisión sólo impera una ley: la del capo Osiel Cárdenas.
***
Small Los Zetas: el ejército de Osiel*
RICARDO RAVELO
Como él ansía todo el poder, un día de julio de 1998 analiza el affaire de su seguridad y concluye que debe crear un grupo de protección tan poderoso y efectivo que ni el propio Ejército pueda abatirlo. Así, inmerso en una atmósfera convulsa, surge el grupo armado Los Zetas, bien llamado el ejército del narco, para nutrir al engendro mafioso que es Osiel.
El momento que vive el país no puede ser más propicio para el surgimiento de Los Zetas. Quizá sin propónselo –o bien como parte de un proyecto maquinado desde el poder, eso tal vez nunca se sepa–, el gobierno federal pone la primera piedra para que el cártel del Golfo cree su propio cerco de protección con hombres entrenados en la milicia. (…)
El dique de contención, las estructuras policiacas, estalla, perforado por el dinero sucio. El panorama parece tan complicado como irreversible. Es tan oscuro este México de finales de los noventa que el presidente Ernesto Zedillo toma la decisión de echar mano del Ejército para enfrentar al crimen organizado. Sin embargo, no advierte que su determinación derivará en una pesadilla. (…)
Al darse cuenta de la debilidad del Estado, al ver ante sus ojos un verdadero regalo del gobierno y que lo pue­de tomar con sólo extender sus manos, Arturo Guzmán Decena –expolicía federal, cómplice del capo– pone en marcha la estrategia que ha maquinado después de una conversación con Osiel. Con ofrecimientos millonarios –y privilegios que un militar jamás podría obtener en el Ejército, donde una élite acapara los beneficios y canonjías– los efectivos del Ejército son convencidos de algo que las propias autoridades tardaron en entender: que el narco paga mejor que el gobierno. Dura realidad, pero esa es la razón por la que muchos soldados desertan para engancharse en la aventura del narcotráfico.
Poco a poco, como hormigas que abandonan el agujero, decenas de soldados empiezan a desaparecer. De un día para otro ya no asisten a sus áreas de trabajo. El pase de lista obli­gado está plagado de silencios. Nadie responde al llamado del alto mando. La preocupación cunde por doquier. ¿Dónde están?, se preguntan una y otra vez los jefes castrenses. Por varios meses se piensa que fueron secuestrados o asesinados por la mafia. Las respuestas no llegan y la desesperación paraliza a los altos mandos de la Sedena, que deben rendir cuentas sobre el paradero de los soldados.
Con todos los conocimientos adquiridos en el Ejército, Guzmán Decena estructura otra milicia. El nombre de Los Zetas surge porque varios de los primeros militares que se incorporaron al cártel del Golfo estuvieron adscritos, en cali­dad de policías, a la base Zeta de Miguel Alemán, Tamauli­pas. Otra versión establece que el nombre deriva de las claves que los integrantes de este grupo paramilitar utilizan para comunicarse y no ser detectados.
(…) Así, el capo se convierte en el delincuente más protegido. Antes de que alguien intente tocarle un pelo o decida enca­rarlo, debe derribar primero a esa poderosa muralla humana. A partir de este momento el cártel del Golfo ya no puede seguir considerándose como una organización más, que rueda con sus ejes engrasados alrededor del tráfico de dro­gas. Los Zetas permiten que el cártel del Golfo se posicione en la geografía mexicana con los instrumentos más cortan­tes: la violencia y el miedo. Ningún otro cártel dispone de una valla como ésa y nadie le puede competir a Osiel en el campo del narcotráfico.
Nadie sabe si en el origen de Los Zetas el propósito con­sistió en implicar de lleno al Ejército en el narcotráfico como un proyecto articulado por el Estado, de manera que sólo la Presidencia de la República manejara los hilos del narco. Lo cierto es que el proyecto de Ernesto Zedillo de involucrar a los militares en la lucha antidrogas da pie a ese paramilitarismo asociado con el narcotráfico y con la más tortuosa pesadilla que jamás haya vivido el país, cuya democracia flaquea porque sigue atada a una vieja dictadura: la del narco.
Pero a Osiel no parece importarle tanto el desgajamiento del país. Él quiere seguir perforando las estructuras del poder político para mantenerse impune. El caos es su mejor elemen­to para vivir. Con el cerco protector en su máximo esplendor puede moverse a sus anchas. Sabe que antes de que una mano criminal lo toque, el muro de protección atacará primero, se anticipará al plan asesino en su defensa. El monstruo criminal crecerá y sembrará terror. Su evolución es tremenda. Este grupo armado que despliega saña es el reflejo de la demencia de Osiel Cárdenas.
Los primeros miembros de Los Zetas no rebasan los 60 hombres de todas las estaturas y rangos militares. Casi todos tienen un rasgo en común: el rostro endurecido, en el sem­blante las grietas que provoca el castigo y el rigor de la mili­cia. En otros, brota de sus ojos el rencor, la frustración, y no pocos transpiran venganza, el vapor del odio que los quema por dentro.
(…) Con el paso de los años, Los Zetas dejan de ser militares puros –algunos de ellos son asesinados, otros son deteni­dos– pero aún hoy conservan algo de su linaje castrense, que no se perdió ni con el crimen de su fundador, Arturo Guzmán Decena, el Z-1, perpetrado el 21 de noviembre de 2002 cuando departía desarmado en un restaurante de la calle Herrera y Nueve, de Matamoros.
Su lugar no puede ser ocupado por un improvisado. Por eso el trabajo se le encomienda a un militar de igual o mejor perfil que el propio Guzmán Decena. Su posición la toma entonces Heriberto Lazcano Lazcano, El Lazca o Z-3, metal forjado con las más altas temperaturas de la milicia, otro desertor del GAFE que también fue entrenado en diversas disciplinas y que hasta la fecha es inamovible como jefe de Los Zetas.
Durante su evolución Los Zetas llegan a tener cerca de 750 miembros. Con el paso del tiempo refuerzan su estruc­tura con la incrustación de kaibiles, desertores del ejército de Guatemala que se suman al cártel del Golfo para imponer sus más sanguinarias prácticas de muerte: la tortura, la decapi­tación y el descuartizamiento. Amantes de la guerra, afinan tan bien su estrategia bélica, que logran infundir miedo, un paralizante miedo en todo el país y en particular entre sus rivales, quienes no tienen más opción que responder con la misma saña y con el mismo horror.
(…) Con la incorporación de kaibiles no sólo se refuerzan los cimientos y las columnas que sostienen a Los Zetas, sino que también cambian las formas de asesinar en México. La ejecución tradicional realizada hasta entonces por un fran­cotirador se vuelve práctica obsoleta. Los sicarios del cártel del Golfo que no son de extracción militar deben ahora decidir su futuro: incorporarse a otro cártel mostrando sus mejores credenciales como asesinos, quedarse desempleados o entrenarse para aprender a matar con mayor saña, como lo exigen las reglas de Los Zetas, quienes imponen el baño de sangre, lo mismo que la decapitación y el despedazamiento de personas. Cuando esta suerte de engendro bélico decide matar, las cabezas humanas ruedan por doquier. Entre algu­nos miembros de Los Zetas se cuenta que decapitan cuando las personas aún están con vida y –sólo las víctimas saben lo que ocurre en ese último segundo de su existencia– pueden tener conciencia de verse en ese estado.
Cortar cabezas se vuelve una fiebre que se extiende de Baja California a Quintana Roo. No hay una franja del territorio nacional donde no se cuente la historia de un decapitado. Cuando se trata de muertes violentas, como las del narco, los médicos forenses dejan de practicar las tradi­cionales necropsias para trabajar ahora con mayores dosis de horror: armar cuerpos con los despojos de que disponen. En el peor de los casos entregan a sus deudos cadáveres incom­pletos, sin extremidades superiores o inferiores; sin lengua si el difunto fue un soplón; sin manos si tomó algo indebido; sin ojos si miró lo que le prohibieron ver; sin pene si rebasó límites por el impulso afiebrado del deseo. l
* Fragmentos del capítulo 9.

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