Krauze y el diálogo
desde la Conspiratio/JAVIER SICILIA
Revista Proceso 1841, 12 de febrero de 2012, págs. 70ç73
(ENSAYO)
El texto que
Javier Sicilia leyó en noviembre último con motivo de la presentación de
Redentores de Enrique Krauze –en la FIL de Guadalajara–, publicado íntegro en
el número 1832 de Proceso, y la posterior respuesta del historiador al poeta en
la edición 158 de Letras Libres, tomaron el cauce de una polémica inusitada –en
tribunas distintas y hasta disímbolas–, que desnuda el pensamiento político y
social de ambos intelectuales. El texto que se presenta ahora en estas páginas
es una suerte de ensayo-contrarréplica en el que Sicilia refuta o precisa,
acepta o rechaza las objeciones de Krauze.
En el número 158
de Letras Libres, Enrique Krauze escribe un artículo, “Conspiratio con
Sicilia”, en el que de una manera fina y penetrante responde al que bajo el
título de “Las trampas de la fe democrática” publiqué en la edición 1832 de
Proceso, con motivo de la aparición de su libro Redentores (Random House
Mondadori, 2011). Su crítica, como he dicho, es fina y penetrante. Fina,
porque
al retomar un concepto muy amado por mí, la conspiratio –ese intercambio de
alientos de la primera liturgia cristiana que al abolir las diferencias creó la
primera comunidad verdaderamente democrática que amenazaba a los estamentos
imperiales– me invita, en el intercambio de alientos de la escritura y de las
ideas, a ejercer una virtud defendida por todos pero criticada también por
todos cuando se ejerce: el diálogo. Penetrante, porque a través de esa
invitación y de la manera en que aborda su crítica a mis ideas, Krauze ahonda
en algo tan fundamental como mal interpretado por las izquierdas duras: la
tradición liberal. Krauze, contra las opiniones del embrutecimiento
redentorista –que ha perdido cualquier capacidad crítica, es decir, cualquier
capacidad de distinguir entre derecha, fascismo, militarismo y liberalismo–, no
es un hombre de derecha, sino un liberal, es decir, un crítico de los
totalitarismos, un hombre de diálogo y un defensor de las sociedades abiertas. Desde
allí, ha comprendido como pocos no sólo mi anarquismo cristiano, sino la lucha
misma del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y la tradición de las
izquierdas democráticas.
Sin embargo, esa
fuerza de su pensamiento es también, en el orden de las precisiones que hace
“las trampas de la fe democrática”, su debilidad. El liberalismo, obnubilado
por combatir las expresiones duras de los totalitarismos, sobre todo de la
izquierda –esas antiguallas de las que sólo quedan remanentes y tentaciones–, no
logra ver el mal que habita, no en la teoría liberal –las teorías son siempre
hermosas–, sino en el liberalismo aplicado y las sociedades abiertas que hoy
señorean al mundo y que producen el malestar en el que vivimos. Es fácil
criticar los remanentes de las formas perversas del pasado, sobre todo cuando
se tienen pensadores que, como Popper, Berlin o, del lado de la izquierda,
Camus, tuvieron que vérselas realmente con ellas. Es difícil, en medio del
supuesto triunfo de las libertades, criticar las aberraciones del presente. De
allí que los abordajes críticos de los liberales a las sociedades abiertas
suelan ser siempre cosméticos. Los filósofos, decía un filósofo, habría que
decirlo también de los historiadores, “tienen razón en lo que afirman, pero se equivocan
en lo que niegan”.
Desde esa
dificultad, Krauze, amparado en la inobjetabilidad del liberalismo entendido no
como una ideología, sino como una actitud (“Más que una ideología –escribe
frente a la imposibilidad objetiva del anarquismo en la vida política y los
desastres de los redentorismos– [el liberalismo] es una actitud: una
disposición a razonar y argumentar, no a imponer; a demostrar y fundamentar, no
a vociferar. El liberalismo en su esencia, no tiene que ver con la voluntad de
poder, sino con la voluntad de saber (su valor supremo) es la tolerancia […]”)
me critica, sin atender realmente a lo que “Las trampas de la fe democrática”
distingue, 1) que confundo “dos vertientes del liberalismo: el político y el
económico” y 2) que atribuyo al liberalismo “una naturaleza ‘totalitaria’” que
no sólo equivoca las genealogías, sino que, además, vacía “a la palabra
(liberalismo) de contenido o [la relativiza] hasta la trivialidad”.
Contra lo que
señala Krauze –un pretexto, más que una evidencia en mi artículo, para darnos
una clase, necesaria para los “redentores”, de la teoría política del
liberalismo y, citando a Hannah Arendt, de sus respectivas genealogías–, nunca
confundí ni al liberalismo político con el liberalismo económico, ni mucho
menos al liberalismo con el totalitarismo. La frase que usé fue la siguiente:
“[…] de las entrañas del liberalismo (de ese nosotros democrático) o, mejor, de
la búsqueda de justicia y libertad, que se paralizó bajo la cuchilla de la
guillotina, surgieron, a partir de Hegel y de la idea del devenir histórico,
las ideologías totalitarias, incluyendo la que hoy nos domina, la del mercado y
su rostro más seductor: la técnica”. De sus entrañas, digo bien, hablando
metafóricamente –y no, como pretende Krauze, torciendo, él sí, hacia el lado de
la equivocidad, el sentido– de su naturaleza.
Usaré, para
explicitarlo mejor, una frase que Iván Illich tomó de San Jerónimo y que yo,
siguiendo a Illich, he usado también para criticar a mi Iglesia y a mi
cristianismo: “La corrupción de lo mejor es lo peor”. De la corrupción del
liberalismo y de la democracia –lo mejor en el espectro político occidental
que, como lo señalé en “Las trampas de la fe democrática”, proviene de la
tradición profética y evangélica, es decir, de la conspiratio, que elogia
Krauze– han surgido los totalitarismos y el mercado, entendido éste en el
sentido del liberalismo económico. Krauze tiene, en este sentido, razón cuando,
citando a Hannah Arendt, señala que “el totalitarismo representó (y representa
aún) un régimen de dominación absoluta desconocido y distinto de las tiranías,
despotismos o dictaduras anteriores en la historia”. En lo que se equivoca es
en omitir que esa realidad desconocida surgió de las entrañas mismas de esa
otra realidad desconocida, el liberalismo, que, después de la Revolución
Francesa, se extendió como un incendio por el mundo. El nazismo –inspirado,
como lo señala bien Krauze, “en el irracionalismo alemán […] que va de Fichte
(padre del mesianismo alemán) a Carlyle (apologista del poder absoluto, del
alma germana y sus mitos telúricos) y desde luego a Nietzsche” […]– surgió del
fondo de la sociedad liberal y democrática de la República de Weimar, y el
totalitarismo soviético –hay que releer las críticas de Dostoievski a las
influencias occidentales en Rusia– de las ideas socialistas que llegaron al
mundo de los zares desde la Europa liberal vía Chernishevski, Belinski y
Turgenev. El propio Hegel, que influyó tanto en Belinski, frente al fracaso de
las ideas ilustradas después de la Revolución Francesa y la instauración del
Terror –el momento de mayor conciencia del derecho– observaba, parangoneando el
tiempo que va de Augusto a Alejandro Severo (235 a de C) con el de la
Revolución Francesa, que los ideales del liberalismo, traicionados por el Terror
jacobino, se encarnarán en el devenir histórico, y al concebirlo creó, en el
seno mismo del liberalismo, el caldo de cultivo donde florecieron el fascismo y
el marxismo –el intento de un economista liberal por domesticar el capital que
hacía estragos en el mundo liberal de su tiempo.
El mismo
liberalismo económico –un totalitarismo disfrazado de libertad– surgió también
en el centro del pensamiento liberal de los Ilustrados. Las ideas de Adam
Smith, de Ricardo, el laisser faire, laisser passer, la libertad total del
individuo, la restricción del ámbito de la competencia del Estado, la libre
competencia en el terreno de lo económico, el propio Marx y su lúcido análisis
de la economía moderna, sólo pudieron nacer de las entrañas de un mundo
liberal, hijo de las corrupciones del Evangelio, y ajeno a cualquier otra
tradición fuera de Occidente.
Sin ese
liberalismo económico –que, a pesar de distinguirlo del liberalismo político,
defiende Krauze, siempre y cuando se regule– “no hay –dice el autor de Redentores–
innovación ni crecimiento”, y agrega, a manera de ejemplo, “la India, que ha
sacado enormes contingentes humanos de la pobreza llevándolos a la clase media,
y Brasil, que ha instrumentado reformas sociales con desarrollo económico y ha
liberado con éxito su sector económico”.
Visto desde la
perspectiva del desarrollo, que es la perspectiva del poder económico del libre
mercado y del Estado, y que, como lo ha demostrado Iván Illich, es parte de la
corrupción del Evangelio y de la institucionalización de la caridad, de la que
he hablado abundantemente en la revista Conspiratio, el argumento es
inobjetable. Sin embargo, la realidad muestra que esa economía de mercado,
profundamente imperial –sólo esa forma del mercado, dicen sus defensores, una
forma de mercado que el totalitarismo comunista no transformó, simplemente
estatizó, es la única y verdadera; fuera de ella no hay salvación–, es
generadora de miseria. El mercado, que arropa el liberalismo (ese tipo de
mercado que Aristóteles llamó crematística: el arte de hacerse rico, de
adquirir riquezas) y su idea de progreso, se basan no en el cuidado de la casa
(es decir, de la “economía” en su sentido original y aristotélico, contrario a
la crematística del libre mercado), sino en el arrasamiento de territorios, de
formas económicas y culturales distintas a la lógica de la acumulación y del
progreso material –recomiendo en este sentido leer a Marshall Sahlins, La
economía en la edad de piedra, y la obra completa de Iván Illich–, de culturas
enteras y del medio ambiente –el cambio climático, la destrucción de miles de
especies animales y vegetales (otras formas de lo económico, en la gran
economía que es el planeta), la contaminación indiscriminada del agua y del
aire, el uso de la tierra, que se autosustenta, como un recurso, dice esa
economía, explotable, no conservable, etcétera, son hijos del libre mercado y
su idea de progreso–. La misma miseria de la India, que sigue, pese a lo que
dice Krauze, hundida en el horror, se debe a que, lejos de atender el programa
económico de la India de Gandhi, basado en economías de subsistencia y mercados
locales y limitados, continuó adoptando las del Estado liberal que impuso
Inglaterra en la época del colonialismo y que en su noción de libertad
mercantil arrasó las producciones y los mercados autóctonos. En México, los
mismos liberales, en nombre de esa economía sostenida por el Estado liberal,
que está a punto de destruir el territorio sagrado de Wirikuta, negaron las
autonomías a los pueblos indios, acusándolos de que balcanizarían al país. Con
ello, no sólo negaron a los indios y a los pueblos de México la posibilidad de
desarrollar sus propias culturas, sus propias economías y sus propias maneras
de vivir la democracia, sino que permitieron que prosperara el crimen organizado,
una manera extrema y terrible de la libre competencia económica que realmente
ha balcanizado al país y tiene, con excepción de las zonas que desprecia el
Estado liberal: la de los zapatistas, postrada y aterrorizada a la nación.
No es, en este
sentido, Monterrey, paradigma de lo que debería ser el país en el orden del
liberalismo económico y del Estado que lo consiente, quien vive hoy una vida
buena, sino las zonas zapatistas, paradigma de la premodernidad, de la pobreza
y del desprecio del mundo liberal que lo tiene cercado con el Ejército.
Recuerdo, a manera de ejemplo, cuando visitamos ambos sitios durante las
Caravanas del Consuelo y de la Paz. En Monterrey, las calles estaban vacías, la
población atomizada en sus individualidades y aterrada, y los policías que
resguardaban la caravana, tensos. Cuando llegamos a zona zapatista, los pueblos
estaban abiertos, la gente no tenía miedo y los mismos policías se
distendieron. Cuando le dije a uno de los comandantes –que había sido escolta
de Samuel Ruiz–: “Aquí ustedes no pueden entrar”, recibí esta respuesta que lo
dice todo: “Ustedes tranquilos y nosotros también. Aquí estamos seguros”.
La aceptación
ideológica del mercado liberal, lejos de dinamizar, como pretende Enrique, la
imaginación económica, la paraliza, destruye los tejidos sociales de la vida en
común, y somete a la gente a formas de control totalitario: los controles que
se ejercen en los aeropuertos, los que se ejercen en las grandes corporaciones
y las grandes burocracias, y los que ejerce la propaganda y la televisión,
disfrazando todo de divertimento y de promesas de paraísos inexistentes; en
síntesis, los controles que se expresan en esas terribles cosas llamadas
“calidad total” y consumo –realidades defendidas y alentadas por todos los Estados
liberales del mundo– son expresiones de lo que el orden del progreso y de libre
mercado hace en los cuerpos y en la imaginación. Si alguien, en medio del
despojamiento del mercado liberal, ha desarrollado la imaginación económica
para sobrevivir, son los indios de Chiapas con sus Caracoles, los informales, a
los que persiguen las leyes férreas e imperiales del mercado global, y los
marginales que se resisten a hacer de la acumulación y el consumo su modo de
vida. Son esos pobres los que, Zaid lo sabe, van gestando lo nuevo al margen
“del estatismo burocrático” y “del gigantismo capitalista”.
El problema de
Krauze, al igual que el de las izquierdas, es que se resisten a ver que vivimos
un parteaguas civilizatorio en el que las construcciones históricas que
señorearon al mundo desde la Revolución Francesa: Estado liberal y sus
variantes totalitarias –incluyo en ellas al mercado tal y como hoy los Estados
liberales lo conciben y protegen– entraron en crisis y se desmoronan como un
día se desmoronaron el imperio romano, el mundo feudal, las monarquías
absolutas, y esas variantes terribles del Estado hobbseano: el fascismo y el
sovietismo. La crisis de esas instituciones es, con sus características
particulares, global. De sus grietas –como lo escribí en mis artículos “Las
grietas del Estado” (Proceso 1837) y “Los nuevos odres” (Conspiratio 16)–
comienzan a emerger toda suerte de movimientos, desde el zapatismo hasta el
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, pasando por la llamada Primavera
Árabe, los Indignados y los Occupy.
Hay que señalar,
por ello, que ese parteaguas civilizatorio, muestra, contra las
simplificaciones de Krauze –que divide al mundo entre liberales y socialistas
demócratas y redentores–, la complejidad y las contradicciones inherentes al
camino que Occidente eligió desde hace siglos, un camino cuyos componentes son
la ciencia, la tecnología, el mercado, el capital y sus instituciones de
servicio –hijas corrompidas de la caridad cristiana–, y cuyas consecuencias no
son, contra lo que esperaban los defensores a ultranza de las sociedades
abiertas, la multiplicación de los panes, sino los artefactos de la información
y de la comunicación que en muchos sentidos sirven, en las sociedades abiertas,
para las manipulaciones sutiles de las conciencias. La ausencia de crítica a
esas tecnologías al servicio del mercado, de sus monopolios y del Estado, y a
sus consecuencias en todos los órdenes, es un dato grave en los defensores de
las libertades; no se diga –ya sabemos lo que hizo la Alemania nazi y los
totalitarismos soviéticos con ellos– en los defensores de los redentorismos.
Con esto, no
pretendo un retorno a la Edad de Piedra, como frecuentemente se me critica.
Simplemente señalo que la revolución informática y digital, que Krauze despacha
de manera preocupantemente simplificadora (“No me detengo –dice Krauze– [en la
crítica de Sicilia] a la técnica. Siendo un tema vastísimo, creo que ciertos
avances técnicos refutan esa condena genérica”), no sólo ha modificado al
capital, al mercado y al Estado moderno, sino que lejos de resolver los
desafíos de la igualdad, la justicia, la paz y la democracia, los ahonda en su
lógica competitiva y en su búsqueda de expandir su poder mercantil y sus
ganancias. Esta presencia de la tecnología lleva en su universo virtual una
enajenación que comienza a permear la vida cotidiana de los ciudadanos: las
ideologías han sido sustituidas por esas variantes tecnológicas cuyos formatos,
modelos y programas generan una dominación sutil: un control, con apariencia de
libertad, que los totalitarismos duros intentaron de manera brutal. Esta
imposición hegemónica –que se oferta como un bien neutro– es en realidad una
semilla que encontró tierra fértil en la tolerancia sin matices de las
sociedades liberales y en las dos vertientes de la economía de masas: el
mercado y el Estado. Allí, la libre empresa se ha ido apoderando de todo a
través de la naturaleza y diseño de las compañías monopólicas de la
comunicación.
Junto con la
Revolución Industrial, donde el cuerpo físico está sometido al reloj checador,
enclaustrado en los galerones de las fábricas y esclavizado a los artefactos
industriales que generan lo que Illich llamó “el trabajo fantasma” –ese trabajo
no remunerado que se realiza a través de consumos industriales y sin el cual la
sociedad industrial no podría existir–, la sociedad de los sistemas digitales
se ha apoderado de las mentes y de sus percepciones sometiéndolas no sólo a una
desencarnación de la realidad, sino a sus ritmos instantáneos. A esos
sometimientos, las sociedades abiertas –que se niegan a ver el lado oscuro de
la luna, la barbarie oculta de la era tecnológica, las contradicciones
inherentes a la química de la historia y a los falsos paraísos que oferta el
capitalismo– llaman curiosamente libertad, bienes del liberalismo y democracia.
Mirado desde ese
sometimiento, yo le pediría no sólo a Krauze, sino a los liberales y a los
socialistas –los redentoristas no son capaces de entrar en estas discusiones
sutiles–, que se preguntaran si no estamos ante un nuevo rostro del
totalitarismo donde la igualdad, la justicia y la paz se han convertido en
simples realidades virtuales que pueden desconectarse en cualquier momento al
antojo de los hackers legales o ilegales y de los nuevos héroes de la riqueza y
del poder que pueden mover sus capitales a su antojo de un territorio a otro
del mundo jugando con la vida de millones de seres humanos; si ese nuevo rostro
no está erosionando de manera veloz las libertades individuales y colectivas en
nombre de las producciones y consumos ilimitados que no sólo son cada vez más
uniformes y ajenos a la compleja y rica diversidad, sino destructivos de la
democracia y de la vida de la naturaleza.
Esa crítica es la
que de alguna forma está, de manera balbuciente aún, en los movimientos
sociales que he citado y que emergen de este parteaguas civilizatorio.
Ciertamente esos
movimientos –el de los indignados, el de la Primavera Árabe, el de los Occupy,
el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad– no representan, como dice
Krauze al criticarme, la verdadera democracia –los Padres del Desierto, esos
marginales que se fueron a los desiertos de Siria cuando el Imperio asimiló a
la Iglesia, tampoco representaron lo nuevo de su tiempo, sino hasta su
articulación monástica y la caída del imperio romano–. Son, sin embargo, la
expresión de algo que emerge del desmoronamiento de las instituciones que
concebimos y que expresa un nosotros que viene de la más pura tradición humana,
esa tradición que en Occidente se encuentra en el profetismo hebreo, en el
Evangelio, en lo que Krauze llama una “disposición” liberal o socialista, pero
que no es ni judaísmo ni cristianismo ni liberalismo ni socialismo. Simplemente
humanidad en sus diversas expresiones culturales. En realidad, y mirándolo a
fondo, no ha sido, como quiere Krauze, el “Occidente liberal” el que se alzó
contra los horrores totalitarios de Europa, ni “en nuestra América, el
liberalismo político [el que] ha combatido históricamente a los tiranos […], a
las dictaduras militares apoyadas por Estados Unidos, a los generales genocidas
del Cono Sur, a los sistemas políticos cerrados y hegemónicos […]”, sino todos
aquellos hombres y mujeres de buena voluntad que, desde diversas trincheras
ideológicas –socialista, comunista, católica, cristiana–, han defendido lo
humano, la libertad, la vida, esa cosa, decía Camus, “que sólo sirve para
existir y que nadie debe tocar”. Lo humano, lo profundamente humano, como lo
muestra esa hermosa novela de Vasili Grossman, Vida y destino, aunque tenga
argumentos ideológicos, siempre estará más allá de ellos, en lo humano, que
sobrepasa cualquier ismo.
Lo que comienza a
caracterizar a estos movimientos, que ya no creen en las ideologías, no es, por
lo tanto, la tolerancia –la tolerancia sin matices ha llevado a aceptar
realidades terribles–, mucho menos el mercado crematístico, entendido como
progreso, sino el límite, la proporción, la renuncia al poder, la fraternidad
–esa gran ausente de la igualdad socialista y de la libertad liberal–, la
exigencia de una libertad democrática, no sin adjetivos, sino con infinidad de
adjetivos, a la manera de cada conglomerado humano. Quizá, lo que insinúan en
medio de esa franja ambigua en la que nos encontramos –entre el desmoronamiento
de nuestras construcciones históricas y las que tendremos que edificar si no nos
destruimos antes tratando de preservarlas– es un mundo confederado, con
economías pobres, autolimitadas, proporcionales, como el que soñó Gandhi y
comienzan a soñar los kurdos a partir de las tesis de Abdullah Ocalan y las
asambleas kurdas en Turquía (véase Roberto Ochoa, “Nuevos caminos de
civilidad”, Conspiratio 15). Se trata, como quería Douglas Lummis, de una
“democracia radical”, que tiene mil rostros, mil maneras de ser.
Decir radical, no
quiere decir, como suele interpretarse desde la Revolución Francesa, moverse a
un extremo o a otro de las ideologías políticas –hacia la izquierda o hacia la
derecha, es decir, hacia lo que Krauze define bien como “redentorismos”–, sino
ir al origen. Lo radical es, dice Ochoa, “un movimiento central que surge
directamente de la fuente” y que tiene tantas formas como culturas hay; es,
dice el Oxford English Dictionary, “Humedad radical, humor, humectación, savia;
en filosofía medieval, el humor o la humedad inherente de manera natural a
todas las plantas y animales […]”; “la fuente vital –dice Lummis, llevando el
sentido biológico de lo radical a las culturas humanas– de la energía en el
centro de toda política viviente”.
Contra el Estado,
que desde Hobbes se presenta como el eje de la estructuración social y que
manipula la democracia; contra el liberalismo económico de Adam Smith y de los
Estados liberales y socialistas modernos que le han dado carta de
naturalización y han entrado en una crisis histórica profunda, la democracia
radical o las democracias son las fuerzas vitales de una nueva organización
política y económica cuyos rostros aún desconocemos, pero que esos movimientos
balbucean en sus particularidades. En ellas, como señalé en “Las trampas de la
fe democrática”, la gente comienza a recuperar el poder que el Estado y la
economía les roban paralizando su imaginación, su autonomía y su libertad.
Esto no es
anarquismo utópico; tampoco, como lo quiere Krauze, su variante suave, el
liberalismo, entendido como pura tolerancia; mucho menos un retorno a los
redentorismos, sino la construcción, siempre reiniciada en medio de las
injusticias del poder, de la conspiratio, de ese intercambio de alientos –la
raíz metafórica de lo humano– que va creando una atmósfera común o, para
decirlo con los zapatistas, “un mundo donde quepan muchos mundos, todos los
mundos”. Obligar al poder del Estado y al poder económico a autolimitarse desde
cualquier tradición cuya base sea lo humano, es mantener viva la savia de la
diversidad de la vida política y de sus proporciones sin la cual lo humano y el
mundo en el que vive dejarán de existir.
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