La casa de Molière/Mario Vargas LLosa
Publicado en EL PAÍS, 12/02/12:
A fines de los años
cincuenta, cuando vine a vivir a París, aunque uno fuera paupérrimo podía darse
el lujo supremo de un buen teatro, por lo menos una vez por semana. La Comédie
Française tenía las matinés escolares, no recuerdo si los martes o los jueves,
y esas tardes representaba las obras clásicas de su repertorio. Las funciones
se llenaban de chiquillos con sus profesores, y las entradas sobrantes se
vendían al público muy baratas, al extremo que las del gallinero —desde donde
se veía sólo las cabezas de los actores— costaban apenas 100 francos (pocos
centavos de un euro de hoy). Las puestas en escena solían ser tradicionales y
convencionales, pero era un gran placer escuchar el cadencioso francés de
Corneille, Racine y Molière (sobre todo el de este último), y, también, muy
divertido, en los entreactos, escuchar los comentarios y discusiones de los
estudiantes sobre las obras que estaban viendo.
Desde entonces me
acostumbré a venir regularmente a la Comédie Française y lo he seguido haciendo
a lo largo de más de medio siglo, en todos mis viajes a París: Francia ha
cambiado mucho en todo este tiempo, pero no en la perfecta dicción y entonación
de estos comediantes que convierten en conciertos las representaciones de sus
clásicos.
Vine también ahora y me
encontré que la Gran Sala Richelieu estaba cerrada por trabajos en la cúpula
que tomarán todavía más de un año. Para reemplazarla se ha construido en el
patio del Palais Royal un auditorio provisional muy apropiadamente llamado el
Théâtre Éphémère. El local es precario, el frío siberiano de estos días
parisinos se cuela por los techos y rendijas y los acomodadores (nunca había
visto algo semejante) nos reparten a los ateridos y heroicos espectadores unas
gruesas mantas para protegernos del resfrío y la pulmonía. Pero todos esos
inconvenientes se esfuman cuando se corre el telón, comienza el espectáculo y
el genio y la lengua de Molière se adueñan de la noche.
Se representa Le Malade
imaginaire, la última obra que escribió Jean-Baptiste Poquelin, que haría
famoso el nombre de pluma de Molière, y en la que estaba actuando él mismo la
infausta tarde del 17 de febrero de 1673, en el papel de Argan, el enfermo
imaginario, víctima de lo que los fisiólogos de la época llamaban
deliciosamente “la melancolía hipocondríaca”. Era la cuarta función y el teatro
llamado entonces del Palais Royal estaba repleto de nobles y burgueses. A media
representación el autoritario y delirante Argan tuvo un acceso de tos interminable
que, sin duda, los presentes creyeron parte de la ficción teatral. Pero no, era
una tos real, cruda, dura e inesperada. La función debió suspenderse y el
actor, llevado de urgencia a su casa vecina con una vena reventada por la
violencia del acceso, fallecería unas cuatro horas después. Había cumplido 51
y, como no tuvo tiempo de confesarse, los comediantes de la compañía formada y
dirigida por él, junto con su viuda, debieron pedir una dispensa especial al
arzobispo de París para que recibiera una sepultura cristiana.
Buena parte de esos 51
años de existencia se los pasó Molière viviendo no en la realidad cotidiana
sino en la fantasía y haciendo viajar a sus contemporáneos —campesinos,
artesanos, clérigos, burócratas, comerciantes, nobles— al sueño y la ilusión.
Las milimétricas investigaciones sobre su vida de ejércitos de filólogos y
biógrafos a lo largo de cuatro siglos arrojan casi exclusivamente las idas y
venidas del actor J.B. Poquelin a lo largo de los años por todas las provincias
de Francia, actuando en plazas públicas, patios, atrios, palacios, ferias,
jardines, carpas, y, luego de su instalación en París, escribiendo, dirigiendo
y encarnando a los personajes de obras suyas y ajenas de manera incesante. Y,
cuando no lo hacía, contrayendo o pagando deudas de los teatros que alquilaba,
compraba o vendía, de tal modo que, se puede decir, la vida de Molière
consistió casi exclusivamente —además de casarse con una hija de su amante y
producir de paso unos vástagos que solían morirse a poco de nacer— en vivir y
difundir unas ficciones que eran unos espejos risueños y deformantes, y, a
veces, luciferinamente críticos de la sociedad y las creencias y costumbres de
su tiempo.
Llegó a ser muy famoso y
considerado por unos y otros el más grande comediante de la época, insuperable
en el dominio de la farsa y el humor, pero, detrás de la risa, la gracia y el
ingenio que a todos seducían, sus obras provocaron a veces violentas reacciones
de las autoridades civiles y eclesiásticas —el Tartufo fue prohibido por ambas
en varias ocasiones— y el propio Luis XIV, que lo admiraba e invitó a su
compañía a actuar en Versalles y en los palacios de París y alrededores ante la
corte, y fue a menudo a aplaudirlo al teatro del Palais Royal, se vio obligado
también en dos ocasiones a censurar las mismas obras que en privado había
celebrado.
El enfermo imaginario no
tiene la complejidad sociológica y moral del Tartufo, ni la chispeante sutileza
de El Avaro, ni la fuerza dramática de Don Juan, pero entre el melodrama rocambolesco
y la leve intriga amorosa hay una astuta meditación sobre la enfermedad y la
muerte y la manera como ambas socavan la vida de las gentes.
Cuando escribió la obra,
estaba de moda —él había contribuido a fomentarla— incorporar a las comedias
números musicales y de danza —el propio Rey y los príncipes acostumbraban a
acompañar a los bailarines en las coreografías— y la estructura original de El
enfermo imaginario es la de una opereta, con coros y bailes que se entrelazan
constantemente con la peripecia anecdótica. Pero en este excelente montaje del
fallecido Claude Stratz, esas infiltraciones de música y ballet se han
reducido, con buen criterio, a su mínima expresión.
Paso dos horas y media
magníficas y, casi tanto como lo que ocurre en el escenario, me fascina el
espectáculo que ofrecen los espectadores: su atención sostenida, sus carcajadas
y sonrisas, el estado de trance de los niños a los que sus padres han traído
consigo abrigados como osos, las ráfagas de aplausos que provocan ciertas
réplicas. Una vez más compruebo, como en mis años mozos, que Molière está vivo
y sus comedias tan frescas y actuales como si las acabara de escribir con su
pluma de ganso en papel pergamino. El público las reconoce, se reconoce en sus
situaciones, caricaturas y exageraciones, goza con sus gracias y con la
vitalidad y belleza de su lengua.
Viene ocurriendo aquí hace
más de cuatro siglos y ésa es una de las manifestaciones más flagrantes de lo
que quiere decir la palabra civilización: un ritual compartido, en el que una pequeña
colectividad, elevada espiritual, intelectual y emocionalmente por una vivencia
común que anula momentáneamente todo lo que hay en ella de encono, miseria y
violencia y exalta lo que alberga de generosidad, amplitud de visión y
sentimiento, se trasciende a sí misma. Entre estas vivencias que hacen
progresar de veras a la especie, ocupa un papel preponderante aquello a lo que
Molière dedicó su vida entera: la ficción. Es decir, la creación imaginaria de
mundos donde podemos refugiarnos cuando aquel en el que estamos sumidos nos
resulta insoportable, mundos en los que transitoriamente somos mejores de lo
que en verdad somos, mundos que son el mundo real y a la vez mundos soberanos y
distintos, con sus leyes, sus ritmos, sus valores, su música, sus ideas,
sostenidos por una conjunción milagrosa de la fantasía y la palabra.
Pocos creadores de su tiempo ayudaron tanto a los franceses, y luego al
mundo entero, como el autor de El enfermo imaginario, a salir de los
quebrantos, las infamias, la coyunda y las rutinas cotidianas y a transformar
las amarguras y los rencores en alegría, esperanza, contento, a descubrir la
solidaridad y la importancia de los rituales y las formas que desanimalizan al
ser humano y lo vuelven menos carnicero. La historia, más que una lucha de
religiones o de clases, ha opuesto siempre esos pequeños espacios de
civilización a la barbarie circundante, en todas las culturas y las épocas y a
todos los niveles de la escala social. Uno de esos pequeños espacios que nos
defienden y nos salvan de ser arrollados del todo por la estupidez y la
crueldad oceánicas que nos rodean es éste que creó Molière en el corazón de
París y no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecérselo como es
debido.
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