7 sept 2014

El reportaje de Marcela Turati, hoy, 7 de septiembre

 El cadáver equivocado/MARCELA TURATI
Revista Proceso # 1975, 6 de septiembre de 2014;
Oficialmente no está muerto… pero ya está enterrado en su natal Honduras. Se trata de Misael Castro, uno de los 72 migrantes asesinados en Tamaulipas hace cuatro años y cuyo cadáver –mal identificado– le fue entregado a los deudos de otra de las víctimas de esa matanza. Su familia vive ahora un vía crucis, pues no hay un acta de defunción para Misael y debido a eso su hijo, de nueve años, no ha podido acceder a una beca. El gobierno mexicano no enmendó su error ni se ha comunicado con los parientes del hondureño asesinado en San Fernando.
OMOA, HONDURAS.- J corre a la casita de tabicón donde vive con su abuela y regresa con una foto enmarcada de Misael, su papá, a quien dejó de ver una madrugada de hace cuatro años, cuando se despidieron con un beso porque se iba a Estados Unidos. “No se vaya, papito”, le dijo entonces, adormilado. Cada tanto, al recordar el adiós, le dice a su abuela Ángela: “Si me hubiera hecho caso no lo hubieran matado”.
Misael Castro Bardales, padre de J, fue uno de los 72 migrantes asesinados por Los Zetas en agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas.
Es un muerto vivo pues aunque su cadáver fue identificado por sus familiares, las autoridades mexicanas no lo reconocen entre los muertos. En México lo identificaron mal, enviaron su cuerpo a Honduras con el nombre de otra de las víctimas y nunca corrigieron el error.

Esa omisión ha hecho que doña Ángela batalle para todo. Hasta para conseguirle una beca a su nieto. “Me habían ofrecido un bono de 10 mil lempiras (anuales, unos 500 dólares) y no podemos lograr porque no hay difunción”, dice la mujer.
 Su nieto, flaquillo, larguirucho y cariñoso, la abraza por la espalda mientras escucha atento, debajo de un árbol de mango, el relato del asesinato de su padre. No dice nada. Sólo mira la foto. A ratos mordisquea una empanada.
 “Mire, aquí está él, 27 años tenía. Pobrecito. Ese día está en Omoa, en las playas, le gustaba comer en ese restaurante”, dice la joven abuela al mostrar el cuadrito de madera que enmarca la imagen de Misael –delgado, larguirucho– sentado sobre una tabla plana, en un changarro playero.
 “Iba a Houston, Tecsas”, agrega J.
 El niño tiene nueve años, estudia cuarto grado. Es flaco por naturaleza, pero ahora está más delgado porque el dengue le rebajó la talla. Tiene manchitas de tinta negra en la nariz pues acaba de hacer una ejercicio escolar.
 “Él estaba de cinco años, no asimilaba. Ahora sí pregunta y cuando mira que otros cipotes (niños) tienen a su papá, sí le afecta”, dice la abuela cuando J se aleja a jugar con sus sobrinos y tíos que se amontonan en una hamaca deshilachada, colgada de los árboles del terreno donde viven, cerca de la carretera.
 J es un niño estudioso, bueno para las matemáticas. Cuando termina los ejercicios que el profesor pone en el pizarrón se levanta a explicárselos a sus compañeros.
 Miriam, una de las hijas de Ángela, hermana de Misael, contará después que tras la tragedia, su madre se volcó a atender al nieto y desde entonces siempre están juntos. Ahora mismo platican de una tarea que él debe entregar.
 J es uno de los niños y niñas huérfanos de San Fernando. Las víctimas de esa matanza eran de Honduras, Guatemala, El Salvador, Brasil, Ecuador e India.
 “Él está regular, a él le está dañando. A veces se pone a pensar. El día 10 me dijo: ‘Mi papá se fue hace cuatro años’. Y yo le digo: ‘Sí, pero lo mataron el 22’”, dice la abuela mientras lo mira alejarse.
 Misael era ayudante de albañil. En el pueblo lo recuerdan lancheros, mototaxistas y restauranteros porque jugaba futbol. Parece que todos en el pueblo conocían a Pepel, como le decían.
 “El 18 mi hijo me llamó, fue la última vez que le escuché la voz. Me dijo: ‘Mamá, voy con un coyote bueno, me dan de comer’. Dijo que estaba en Veracruz. Que le depositáramos dinero en un número. No me gustó que dijo que iban 40 con él. Cortaron la llamada, yo sentí algo, como que estaba secuestrado”, recuerda Ángela, quien asegura que escuchó la voz de un hombre presionándolo para pedir el dinero.
 “‘Pórtate bien, agárrate a Dios’, le dije. Me cortaron la llamada pero sé que sí escuchó y el hombre también. Lo dejaron vivir cuatro días más”, dice la mujer. Después agrega lo que no le dijo en el teléfono: “Pórtese bien, hijo… Para que no lo maten”.
 El 25 de agosto de 2010 los Castro Bardales escucharon la noticia de la matanza de 72 personas inocentes, desarmadas, que cruzaban por rutas controladas por Los Zetas. El nombre de Misael no estaba en la lista de cuerpos identificados porque ya no llevaba cédula de identidad. Se la quitaron en el primer asalto que sufrió en México.
 “Me decían que no me preocupara, que él estaba bien (…) Pero una como madre… el corazón no se engaña y me preocupé, me preocupé”, dice Ángela.
 Un desconocido con tatuajes
 J cursaba el kínder cuando mataron a su papá. Tenía cinco años. Misael regresó a casa en un ataúd, de pura casualidad. Estuvo a punto de quedar en una bóveda ajena: Su cuerpo fue entregado a la familia de Carlos Alejandro Espinoza, la cual se empeñó en desobedecer las reglas marcadas desde México de no abrir la caja que le entregaron en una ceremonia fúnebre a la que acudió el presidente hondureño Porfirio Lobo. El cadáver era de otro hombre. El desconocido tenía tatuajes.
 Días después la familia Castro Bardales supo por la televisión que debían comunicarse a la cancillería las personas que tuvieran a un familiar desaparecido en México. Lo hicieron porque Pepel no se había vuelto a comunicar.
En Tegucigalpa, Daysi, otra hermana de Misael, vio los tatuajes que llevaba el cadáver desconocido entregado a los Espinoza. Eran inconfundibles. En cada dedo una letra: “P-A-P-E-L”. También las letras MCB, las iniciales de su nombre. En la pantorrilla tenía grabado un corazón con una flecha y el nombre de una novia.
Pareciera que Misael se marcó la piel con tinta como si hubiera presentido algo, como para no perderse. Para regresar con J, su hijo, que –dicen las mujeres– era su adoración.
Misael había quedado en el limbo de los no reclamados, junto al cadáver de un brasileño y otros dos desconocidos enviados desde Tamaulipas con nombres errados. Por negligencia la Procuraduría General de la República no intervino en el levantamiento de cadáveres y las primeras identificaciones.
“De casualidad encontramos el cuerpo de mi hermano”, dice Miriam, quien recuerda que los tatuajes se los hizo al probar una maquinita que construyó con sus amigos. “Sin esos tatuajes se hubiera perdido, y esa es la mejor ventaja, porque pudimos enterrarlo. Otros nunca hallaron al suyo”.
El 7 de septiembre de 2010 Misael volvió a casa. El 9 lo enterraron. Por parte del gobierno de Porfirio Lobo recibieron 20 mil lempiras para gastos funerarios. Nada del mexicano.
“No puedo demandar por indemnización porque no tengo la difunción. 50 mil (lempiras) les dieron a los padres, porque las demandas todos la firmamos en cancillería. Fui con el alcalde de Omoa y me ayudó, hasta mandó La Prensa; mandó mis papeles por fax pero no pudimos identificarlo porque venía con el nombre de Carlos Espinoza, porque su cédula de mi hijo la botaron”, explica Ángela.
Disparo a la cabeza
En la constancia que recibió dice que la causa de muerte fue traumatismo craneal provocado por herida de arma de fuego. Balazo a la cabeza, como todos sus compañeros.­
“Si es triste enterrar a la familia, peor al hijo. Yo nunca había sentido un dolor así. Todavía fuera que murió de enfermedad, pero ¡que lo maten!”, dice Ángela triste pero tranquila. Un año después de la matanza ella aseguraba que su hijo estaba vivo, que seguramente enterró un cuerpo confundido. Eso quería creer.
Ahora lamenta que México aún no rectifica que Misael es Misael y no Carlos.
“Fue un error por haber venido él con un papel que no era de él. Pero no aceptan que sí es él, sigue con el nombre del otro muerto. La difunción de él está como vivo porque los papeles no llegaron de México. Hasta el alcalde me quiso ayudar, pero no pudo.”
Luego muestra la plegaria firmada por el presidente Lobo en condolencia por la muerte de su hijo: “¿Qué más seguridad se puede tener si ese papel lo firma el presidente?”.
Los Castro van al cementerio de Chivana, a dos kilómetros de casa. Este día –a bordo del mototaxi que los transporta– Miriam y J pasan por la llave a la casa del cuidador. El panteón es un campo arbolado, con la maleza del monte y del trópico.
J se detiene en la tumba de su papá, le limpia el polvo, luego la observa sentado sobre la lápida vecina.
La tumba de Misael es alta como mesa y alargada, porque no sabían de qué tamaño era el cajón llegado de México. Se le han despegado los mosaicos cafés. Miriam dice que pronto van a remodelarla.
“Seguido venimos a visitarlo y recordarlo”, dice ella.
“Cuando lo visito, le limpio”, agrega sereno el niño.
La tumba lleva una placa de metal en forma de Biblia –a la que acompaña una paloma– donde se lee: “Misael Castro Bardales *14 marzo 1983 + 22 agosto 2010 Recuerdo de sus padres, hermanos, esposa e hijos y demás familiares. Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida. Él que cree en mí aunque esté muerto vivirá”.
Al pie de la tumba un laurel comienza a crecer.
Este texto forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations.

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