Revista
Proceso
# 1975, 6 de septiembre de 2014;
Oficialmente
no está muerto… pero ya está enterrado en su natal Honduras. Se trata de Misael
Castro, uno de los 72 migrantes asesinados en Tamaulipas hace cuatro años y
cuyo cadáver –mal identificado– le fue entregado a los deudos de otra de las víctimas
de esa matanza. Su familia vive ahora un vía crucis, pues no hay un acta de
defunción para Misael y debido a eso su hijo, de nueve años, no ha podido
acceder a una beca. El gobierno mexicano no enmendó su error ni se ha
comunicado con los parientes del hondureño asesinado en San Fernando.
OMOA,
HONDURAS.- J corre a la casita de tabicón donde vive con su abuela y regresa
con una foto enmarcada de Misael, su papá, a quien dejó de ver una madrugada de
hace cuatro años, cuando se despidieron con un beso porque se iba a Estados
Unidos. “No se vaya, papito”, le dijo entonces, adormilado. Cada tanto, al
recordar el adiós, le dice a su abuela Ángela: “Si me hubiera hecho caso no lo
hubieran matado”.
Misael
Castro Bardales, padre de J, fue uno de los 72 migrantes asesinados por Los
Zetas en agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas.
Es
un muerto vivo pues aunque su cadáver fue identificado por sus familiares, las
autoridades mexicanas no lo reconocen entre los muertos. En México lo
identificaron mal, enviaron su cuerpo a Honduras con el nombre de otra de las
víctimas y nunca corrigieron el error.
Esa
omisión ha hecho que doña Ángela batalle para todo. Hasta para conseguirle una
beca a su nieto. “Me habían ofrecido un bono de 10 mil lempiras (anuales, unos 500
dólares) y no podemos lograr porque no hay difunción”, dice la mujer.
En
Tegucigalpa, Daysi, otra hermana de Misael, vio los tatuajes que llevaba el
cadáver desconocido entregado a los Espinoza. Eran inconfundibles. En cada dedo
una letra: “P-A-P-E-L”. También las letras MCB, las iniciales de su nombre. En
la pantorrilla tenía grabado un corazón con una flecha y el nombre de una
novia.
Pareciera
que Misael se marcó la piel con tinta como si hubiera presentido algo, como
para no perderse. Para regresar con J, su hijo, que –dicen las mujeres– era su
adoración.
Misael
había quedado en el limbo de los no reclamados, junto al cadáver de un
brasileño y otros dos desconocidos enviados desde Tamaulipas con nombres
errados. Por negligencia la Procuraduría General de la República no intervino
en el levantamiento de cadáveres y las primeras identificaciones.
“De
casualidad encontramos el cuerpo de mi hermano”, dice Miriam, quien recuerda
que los tatuajes se los hizo al probar una maquinita que construyó con sus
amigos. “Sin esos tatuajes se hubiera perdido, y esa es la mejor ventaja,
porque pudimos enterrarlo. Otros nunca hallaron al suyo”.
El
7 de septiembre de 2010 Misael volvió a casa. El 9 lo enterraron. Por parte del
gobierno de Porfirio Lobo recibieron 20 mil lempiras para gastos funerarios.
Nada del mexicano.
“No
puedo demandar por indemnización porque no tengo la difunción. 50 mil
(lempiras) les dieron a los padres, porque las demandas todos la firmamos en
cancillería. Fui con el alcalde de Omoa y me ayudó, hasta mandó La Prensa;
mandó mis papeles por fax pero no pudimos identificarlo porque venía con el
nombre de Carlos Espinoza, porque su cédula de mi hijo la botaron”, explica
Ángela.
Disparo
a la cabeza
En
la constancia que recibió dice que la causa de muerte fue traumatismo craneal
provocado por herida de arma de fuego. Balazo a la cabeza, como todos sus
compañeros.
“Si
es triste enterrar a la familia, peor al hijo. Yo nunca había sentido un dolor
así. Todavía fuera que murió de enfermedad, pero ¡que lo maten!”, dice Ángela
triste pero tranquila. Un año después de la matanza ella aseguraba que su hijo
estaba vivo, que seguramente enterró un cuerpo confundido. Eso quería creer.
Ahora
lamenta que México aún no rectifica que Misael es Misael y no Carlos.
“Fue
un error por haber venido él con un papel que no era de él. Pero no aceptan que
sí es él, sigue con el nombre del otro muerto. La difunción de él está como
vivo porque los papeles no llegaron de México. Hasta el alcalde me quiso
ayudar, pero no pudo.”
Luego
muestra la plegaria firmada por el presidente Lobo en condolencia por la muerte
de su hijo: “¿Qué más seguridad se puede tener si ese papel lo firma el
presidente?”.
Los
Castro van al cementerio de Chivana, a dos kilómetros de casa. Este día –a
bordo del mototaxi que los transporta– Miriam y J pasan por la llave a la casa
del cuidador. El panteón es un campo arbolado, con la maleza del monte y del
trópico.
J
se detiene en la tumba de su papá, le limpia el polvo, luego la observa sentado
sobre la lápida vecina.
La
tumba de Misael es alta como mesa y alargada, porque no sabían de qué tamaño
era el cajón llegado de México. Se le han despegado los mosaicos cafés. Miriam
dice que pronto van a remodelarla.
“Seguido
venimos a visitarlo y recordarlo”, dice ella.
“Cuando
lo visito, le limpio”, agrega sereno el niño.
La
tumba lleva una placa de metal en forma de Biblia –a la que acompaña una
paloma– donde se lee: “Misael Castro Bardales *14 marzo 1983 + 22 agosto 2010
Recuerdo de sus padres, hermanos, esposa e hijos y demás familiares. Le dijo
Jesús: Yo soy la resurrección y la vida. Él que cree en mí aunque esté muerto
vivirá”.
Al
pie de la tumba un laurel comienza a crecer.
Este
texto forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de
Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations.
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