Traducción: Esteban Flamini.
Project Syndicate | 23 de septiembre de 2014
Al final, la democracia acudió al rescate. El pueblo escocés votó por la
permanencia en el Reino Unido, por un cómodo margen de alrededor del 10%. El
resultado se debió en buena medida a la campaña de tres políticos laboristas:
Alastair Darling, Gordon Brown y Jim Murphy.
Hubo momentos en que parecía que el resultado sería mucho más parejo, o
incluso que los británicos nos enfrentaríamos a la tarea de desmembrar un país
que durante siglos reunió a cuatro comunidades nacionales: Inglaterra, Gales,
Irlanda del Norte y Escocia. Los escoceses han sido parte del estado británico
por más de trescientos años, y un elemento fundamental de la cultura
protestante, imperial, aventurera y volcada al exterior que forjó la identidad
británica. Aunque esa identidad se fracturó, espero que la ruptura no sea irreparable.
Pero de todos modos, ya nada será lo mismo.
Ahora el pueblo de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte (que a fin de
cuentas no recibió un rechazo) deberá esforzarse por rescatar algo valioso de
los pasados debates, que a veces fueron ásperos y divisorios. Tenemos que
mostrar magnanimidad, virtud difícil de practicar incluso en el mejor de los
tiempos. Pero antes de encarar el desafío, ¿qué enseñanza nos dejó este paseo
al borde del abismo?
A pesar de la enorme concurrencia de los escoceses a las urnas, los
referendos son un modo lamentable de intentar resolver grandes cuestiones
políticas. Quienes establecieron y desarrollaron la democracia parlamentaria en
Gran Bretaña lo sabían muy bien. Los referendos son el recurso favorito de los
populistas y los dictadores en potencia. Subsumen cuestiones complejas en un
solo día de votación y en una única pregunta que, en muchos casos, ni siquiera
es la que mucha gente realmente está respondiendo. Las democracias
parlamentarias no deberían tener ningún lugar para referendos.
En este jueves de septiembre de 2014 en particular, el resultado fue no
echar a la basura trescientos años de experiencia y prosperidad compartidas.
Pero hubo momentos en que pareció que estábamos a punto de hacerlo, y esto se
explica por tres razones; ninguna de ellas habla bien del estado de la política
británica ni permite asegurar, en mi opinión, que nuestro futuro vaya a ser y
deba ser diferente.
En primer lugar, a pesar de que las raíces y las aspiraciones del
nacionalismo escocés son muchas y muy respetables, durante la campaña y su
preparación quedó de manifiesto un desagradable matiz chauvinista que en
ocasiones llegó a ser una grosera hostilidad contraria al pluralismo. Esto se
vio reflejado, por ejemplo, en las intimidaciones que recibieron algunos
periodistas. En términos generales, la campaña por la independencia puso a los
ingleses en el lugar de lo que los filósofos y sociólogos llaman “el otro”, una
fuerza extraña y amenazante culpable de todo lo malo. Ahora habrá que tratar de
olvidar todo eso.
En segundo lugar, Gran Bretaña, como otros países europeos, sufre el
ascenso de fuerzas políticas furiosas, populistas y oscurantistas movidas por
teorías conspirativas. Un ejemplo es el éxito electoral en Inglaterra del
Partido de la Independencia del Reino Unido. Demagogos que amontonan prejuicios
sobre medias verdades y descartan cualquier intento de conectar el debate con
la realidad tildando con arrogancia a sus adversarios de deshonestos e
interesados. Los líderes políticos responsables deben ser más decididos,
audaces y enérgicos en la confrontación de tales interlocutores.
Finalmente y en el ámbito de las políticas, los británicos hemos caído en
la ilusión de creer que algunos retoquecitos bastarían para mantener nuestro
sistema de gobierno, cuyas falta de representatividad, ineficiencia y exceso de
centralismo son cada vez más evidentes.
Esta creencia se mantuvo porque convenía a los dos partidos políticos
principales. El laborismo intentó evitar el debate constitucional porque cualquier
cambio en dirección a instituciones más federales obliga a discutir su
sobrerrepresentación en el parlamento del Reino Unido. No es justo transferir
más poderes al parlamento escocés y al mismo tiempo seguir dando una influencia
desproporcionada sobre los asuntos de Inglaterra al laborismo, que controla 41
escaños escoceses en la Cámara de los Comunes.
En cuanto a los conservadores, dejaron que su fe en la unión de las partes
constituyentes del país clausurara toda discusión sobre cómo modernizar esa
unión. Para evitar que el Reino Unido se despedace, tenemos que cambiar su modo
de gobierno, un proceso al cual el primer ministro David Cameron propuso
imprimirle una velocidad asombrosa.
Hace menos de sesenta años, los conservadores tenían una mayoría de los
escaños de Escocia. Hoy, de los 59 representantes escoceses al parlamento del
Reino Unido, sólo uno es conservador, una clara señal de cómo los tories se
dejaron excluir de algunas partes del país.
En algunos aspectos, este es el mayor desafío al que se enfrenta la cultura
política del Reino Unido. Los conservadores están perdiendo contacto con partes
del país donde alguna vez fueron fuertes (no sólo Escocia, sino también
ciudades del norte de Inglaterra), y hay una creciente desconexión entre el partido
y las cada vez más importantes minorías étnicas de Gran Bretaña.
Algunos de estos problemas también afectan al laborismo. Los dos grandes
partidos tendrán que encarar estas cuestiones mientras comenzamos la larga y
difícil tarea de reformar un país que perdió parte del aglutinante de afinidad
y solidaridad que lo mantuvo unido durante tanto tiempo.
Para algunos ciudadanos británicos al sur de la frontera escocesa, será
difícil actuar con la buena voluntad que ahora se necesita para superar el
episodio del referendo. No sé hasta qué punto Alex Salmond, el renunciante
líder del Partido Nacionalista Escocés y promotor del referendo, habrá
contribuido a aumentar el apoyo a su partido, pero me temo que con sus acciones
haya estimulado un exceso de sentimiento nacionalista en Inglaterra.
Oí a un comentarista decir que la campaña por el referendo fue “hermosa”.
Quizá a fin de cuentas sea alentador pensar que realmente pudimos “confiar en
el pueblo”. Que otros que se oponen a la democracia en sus propios países tomen
nota. Pero por momentos la campaña estuvo demasiado cerca de convertirse en un
triunfo de la sinrazón. El desafío ahora es ver cómo desterrar de nuestra
política las medias verdades y las grandes mentiras, y restaurar la razón y la
moderación en nuestro país dividido.
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