En San Ignacio, Sinaloa, la población de las comunidades de la sierra vive bajo el miedo de quienes quieren obligarlos a sembrar amapola y marihuana.
Redacción | Especiales LSR | 2015-03-05 00:00:00
ELOTA.- “Ya no tenemos nada que nos una con nuestro antiguo hogar, salvo algunos antepasados que ahí están sepultados”, suspira Gregorio Pereda Pérez, originario de la comunidad de Colonos, municipio de San Ignacio, un pueblo enclavado en la sierra cercano a Durango. Este hombre habla con la voz entrecortada, como si acabara de salir huyendo de la violencia. Pero no es así, él y su familia salieron de su pueblo cargando lo que pudieron en 2011, cuando un grupo armado llegó, saqueó su rancho y los extorsionó. “La vida de nuestros hijos nos dio valor para buscar primero refugio en la cabecera municipal”, pero luego se establecieron en este municipio, en la comunidad pesquera Celestino Gazca.
La ilusión de volver algún día a San Ignacio está rota. “Ahí la vida de nosotros no vale nada”, dice.
San Ignacio es un municipio de la zona sur de Sinaloa en el que las comunidades colindantes con Durango que se encuentran en la sierra llevan padeciendo desde hace años el acoso de cárteles de la droga Gavilleros, los llama el gobierno del estado. La versión oficial es que son pequeñas bandas relacionadas a los cárteles los que infunden el temor en esa zona.
Lo cierto es que en los
últimos tres años al menos 900 familias han dejado el lugar que los vio nacer y
crecer en la sierra sinaloense. Sólo en febrero se registró el asesinato de
seis personas.
El
último hecho que estremeció San Ignacio fue el asesinato del síndico de la
comunidad de San Juan, el pasado 17 de febrero, Arturo Pereda Zamora. A él
simplemente hombres armados llegaron a su casa, lo sacaron a la fuerza sin
ningún disparo y horas después el cuerpo del síndico apareció a espaldas de una
escuela secundaria. Su cuerpo tenía tres disparos.
Tres
años y medio antes el síndico que le precedió, Saúl Salcido Morales, también
fue asesinado. Él fue igual sacado de su casa por hombres vestidos de negro, y
su cuerpo hallado un día después a 190 kilómetros de ahí, en Navolato, con
cinco impactos de bala y huellas de tortura.
¿Por
qué esta violencia en la sierra de Sinaloa? Desde hace años, la sierra de San
Ignacio, pero también de La Concordia, es disputada por la fertilidad de su
tierra para la producción de amapola y marihuana. Grupos locales han controlado
la siembra, y ahora, obligado a las familias a que produzcan.
Según
la investigación de Arturo Lizárraga, “Narcotráfico, violencia, migración al
extranjero: el caso del estado de Sinaloa, México”, desde hace décadas la
población está acostumbrada a la siembra de enervantes.
“En el municipio de San Ignacio, durante y
después de la década de los cuarenta, por el narcocultivo hubo demanda de
fuerza de trabajo. Por ejemplo, doña Paulina Sánchez, de la localidad de El
Chaco, a unos cuantos kilómetros de la cabecera municipal, en esos años
participó como trabajadora en un campo de amapola como rayadora de la planta:
‘con una navajita se raya el bulbo; al día siguiente o a los dos, se regresa
para recoger la gomita. Se van haciendo bolitas y éstas se vacían a un molde de
donde salen los panes. Todos mis hermanos y yo le entrábamos’. Y cuenta esto
con la mayor naturalidad”.
“Yo soy de los meros altos y nadie me lo
quitará; si voy a Piaxtla de Abajo luego quiero regresar,si Dimas tiene su
encanto, también La Hacienda y San Juan”, dice el corrido sobre el municipio,
cuya cabecera tiene una iglesia principal colorida de colores mostaza y
ladrillo y una plaza donde, de día, pareciera que no pasa nada.
Pero
en la cabecera de ese municipio y otros como Elota decenas de personas siguen
llegando aterradas por el miedo.
En
octubre del año pasado se volvió a dar otro éxodo. Las familias llegan de las
comunidades de Ajoya, Guillopa, la Ciénega, el Guayabo, el Espinal Rincón del
Chilar y Vado Hondo. Ahí, dicen, el crimen quería forzarlos trabajar para ellos.
Ahora
municipios como Elota reciben a las familias. Aquí 23 de ellas sobreviven en
viviendas rústicas totalmente improvisadas con madera y láminas. Familias que
antes lo tenían todo: producción de alimentos para autoconsumo, ganado, un
espacio propio.
Juan
Ernesto Millán, secretario de Desarrollo Social en el estado, confirmó el éxodo
y aseguró que el gobierno ayuda. “Fue necesario impulsar un programa de empleo
temporal para los varones y la
implementación de otro para mitigar el impacto de verse desplazados”, dijo.
Pero
la gente sigue sin poder regresar a la tierra donde tenían su vida y el estado
reconoce que no tiene capacidad. Genaro García Castro, secretario de Seguridad
Pública del estado reconoció no hay suficientes elementos estatales por lo que
se necesita de la Marina y el Ejército.
Mientras,
pobladores como Gregorio Pereda lamentan haberlo perdido todo y no tener
garantías para volver a su hogar. “El rancho fue saqueado, los animales robados
y la parcela destruida”.
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