Vatican Insider, 05/11/2015
De
Fidel a Raúl, el diálogo con la Iglesia en voz alta
El
primero se hizo «legitimar» por Wojtyla; el segundo da le da un papel político.
Es otra Revolución
MIMMO
CÁNDITO
Dentro
de esa pequeña habitación llena de preciosos adornos, en la que Francisco y
Raúl se entretuvieron durante casi una hora, en la que hablaban un español sin
sibilantes y en la que reconocían una identidad común, en medio de ese silencio
obligado por las normas del protocolo sabían muy bien que no estaban solos:
allí, al lado, estaba, aunque plegada por los años, la sombra de ese otro gran
viejo, Fidel. Pero esa sombra, un poco en los primeros minutos y después
mientras iban pasando los minutos, se fue desvaneciendo; tal vez seguía
presente por la inercia de una memoria latente aunque muda (¡fue increíbe que
Raúl reconociera «los errores» del régimen en cuanto a los derechos humanos!).
Hoy,
Cuba ya no es la misma Cuba que vio llegar a Papa Wojtyla ni la Cuba en la que
Fidel se inclinó ante su presencia, sin su uniforme de guerrillero eterno; él,
el comunista de la revolución utópica, y el otro, cazador despiadado de los
comunistas reales. Aquella Cuba ya se encontraba en el “periodo especial” a la
que la había arrojado el abandono de Moscú, pero Fidel seguía siendo el Líder
Máximo, siempre orgulloso, siempre “todólogo”, pero extraordinariamente feliz
de aquella legitimación que el Papa polaco estaba transmitiendo a un régimen
lleno de grietas y fallos. Esa inclinación profunda ante el viejo Papa tenía
dos significados, que vinculaban al hombre público con el antiguo estudiante
del colegio de los jesuitas: Fidel se inclinaba agradecido, como líder de una
revolución benignamente legitimada en medio de una tormenta, pero también se
inclinaba al líder de la Iglesia sobre cuya doctrina había configurado las
raíces de su pensamiento político.
Desde
entonces se entrelazaban los primeros diálogos entre la Revolución y la Iglesia
de la Virgen del Cobre, pero era una conversación reservada, en la que el
cardenal pedía la autorización para llevar en procesión por las calles de la
isla la estatua milagrosa. Todos sabían, pero nadie lo decía, que se negociaba
sobre la procesión pero se trataba de política. Fue el máximo: Fidel detestaba
la perestroika y la glasnost, y, aunque buscaba apoyos para salir de una crisis
dramática, no pretendía opacar la pureza de su poder, rígidamente basado en el
principio de que el Partido comunista cubano era el único garante del proceso
político nacional-revolucionario. Él y el Partido de la Revolución, uno y
trino, sin otros que pudieran contaminar esta unidad de fe y de poder.
Hoy,
con Raúl, el mundo es completamente diferente. Aunque el partido siga
momificado en su papel de garante único de la revolución-régimen, hay un tiempo
nuevo que ha perdido el recuerdo del anti-imperialismo yanqui, que sufre un
turismo dolarizado en el que se pervierten las costumbres y las fidelidades
ideológicas, que revela a una sociedad en general plegada a una sdhesión
rutinaria del castrismo; este tiempo ha impusto cambios que se van haciendo
casi genéticos, por lo menos en la medida en la que la cúpula de la Revolución
pudiera permitirse modelos nuevos. En este escenario, todavía sin partidos, la
Iglesia católica puede, una vez más, ofrecer una ayuda a este tiempo nuevo y a
sus necesidades, revistiendo públicamente, a la luz del sol, ese papel político
que Fidel no quiso concederle. La Iglesia no es un partido, pero es la única
institución que funge hoy como único intermediario entre el régimen y la
sociedad cubana: es un interlocutor político sin ser una estructura política,
es la voz creíble de “otro” pensamiento sin ser voz de la disidencia, es, en
suma, la llave que abre la puerta a un sistema político prisionero de su dogma
doctrinario.
En
la época de Fidel y de la visita del Papa polaco, Raúl estaba alejado de los
reflectores, en fila anónima con los dignatarios del régimen. Ahora, en el
tiempo de del histórico apretón de manos de Raúl con el Papa argentino, Fidel
es una sombra que se va desvaneciendo, mientra va llegando a La Habana una
nueva estación política. La Revolución hace la revolución.
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