El
jueves pasado se publicaron en el Diario Oficial de la Federación dos reformas
constitucionales. El propósito fue darle cabida a las bases del nuevo sistema
de justicia penal para adolescentes, específicamente en lo que hace al carácter
oral y acusatorio de los procesos. Como resultado de la reforma, la Federación
y las entidades federativas deberán garantizar a “quienes se atribuya la
comisión o participación en un hecho que la ley señale como delito y tengan
entre doce años cumplidos y menos de dieciocho años de edad”, la más amplia
protección a sus derechos humanos, la aplicación de formas alternativas de
justicia, la reinserción y la reintegración social y familiar así como el
internamiento como medida extrema y breve.
La reforma también prevé que todos los
procesos penales en la materia deberán seguirse por las autoridades federales o
locales conforme a la legislación. Juzgar a los jóvenes en el rango de edad
señalado, por la comisión de conductas consideradas como delitos federales,
corresponderá a los juzgadores federales, y por la comisión de aquellas que
sean catalogadas como delitos locales a los juzgadores locales, siempre
conforme a la legislación procesal única emitida por el Congreso de la Unión.
Con
la reforma aprobada quedan establecidos los componentes acusatorio-orales de
todos los procesos penales que hayan de desahogarse en el país en los próximos
años. Ello es bueno y acorde con lo que en la materia, así sea a trompicones y
con retrasos, viene haciéndose desde 2008. Más allá de lo anterior, el texto
aprobado tiene una dimensión distinta que conviene indicar. Lo dispuesto en los
dos nuevos párrafos del artículo 18 constitucional pone de manifiesto las
tensiones que tenemos abiertas también, desde hace años, especialmente en las
circunstancias comprendidas en la llamada “guerra contra la delincuencia
organizada”.
Por
una parte, la reforma actualiza la expresión máxima de protección a los
derechos humanos de los posibles procesados, en este caso los adolescentes. Los
nuevos procesos deberán ser ágiles, orales, transparentes y garantizados. Las
penas serán flexibles y acordes. Los resultados deberán llevar a la
reincorporación familiar y a la reinserción social. Los jóvenes que hubieren
delinquido deberán estar de nuevo en sociedad y ser aptos para actuar en ella.
Frente a este postulado verdaderamente encomiable se presenta como primer y
gran problema la realidad misma. Ésta, no como forma de lo dado de una vez y
para siempre, sino como manera pertinaz de comportamiento humano. ¿Con qué jueces,
peritos, psicólogos, médicos, habrán de alcanzarse tan buenos resultados? ¿Con
qué sistema de internamiento habrán de lograrse las apuntadas reinserciones?
Sería una lástima que con los adolescentes pasara lo que acontece con el resto
de los adultos procesados y sentenciados por la comisión de un delito. Que más
allá de las gramáticas legales, las transformaciones procesales y sustantivas,
sigan siendo tan ordinariamente constantes como lo han sido hasta ahora.
La
tensión más importante de este tipo de cambios constitucionales no debemos
verla en el cambio normativo mismo. No es la reforma la que genera la parálisis
ni la frustración, ni es a ella a la que debemos imputarle los males. El
problema está más bien en la incapacidad de darle eficacia trasformadora a lo
puesto en la Constitución y las leyes. Sea por falta de pericia técnica para
redactar normas adicionales, o por la falta de capacitación de personal o
asignación de recursos, las cosas seguirán igual. Continuar sin cambios es un
mal asunto. Mantener las cosas iguales con base en un pretendido lenguaje y
espíritu transformador, es aún peor.
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