El
papa Francisco en el Parque Bicentenario de Quito, Ecuador...
Portaba una casulla hecha por
artesanos ecuatorianos...
Servicio
religioso de Francisco ante más de un millón y medio de fieles...que coreaban:
¡Francisco amigo, estoy haciendo lío! ¡Te queremos Francisco, te queremos!
A
las 10 de la mañana, Francisco empezó su recorrido de 4 kilómetros en el
papamóvil, desde donde pudo saludar y bendecir a la multitud ecuatoriana...
Cientos de banderas no solo ecuatorianas, sino también de otros países
latinoamericanos, se alzaban ante el paso del papa...
Al
igual que este lunes en el Palacio Presidencial, unos grandes arreglos florales
con 80 mil rosas donadas por los cultivadores, decoraban el altar desde donde
el papa celebraría la eucaristía.
El
Pontífice llevaba una casulla con decoraciones típicas indígenas y la segunda
lectura fue leída en Kichwa.
La misa fue concelebrada por 2 mil sacerdotes...
La misa fue concelebrada por 2 mil sacerdotes...
Al
finalizar el servicio religioso monseñor Fausto Gabriel Trávez Trávez, ofm,
arzobispo de Quito, y Presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, ha
dirigido unas palabras de agradecimiento. Así, ha asegurado que “nuestro pueblo
tiene hambre de Dios” y que “ necesitamos una palabra de esperanza que nos
ayude a renovar la fe”.
En
ese lugar -parque del Bicentenario- hace tiempo estaba el aeropuerto que en
1985 acogió a Juan Pablo II, Papa Francisco..
Después
de las Lecturas del día, leídas en español y en lengua indígena kichwa, Francisco
pronuncia una conmovedora homilía. El “susurro de Jesús en la última Cena”, en
favor de la unidad de los cristianos...
La
homilía papal...
La palabra de Dios nos invita
a vivir la unidad para que el mundo crea.
Me
imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en esta misa que
celebramos en «El Parque Bicentenario».
Imaginémoslo juntos. El
Bicentenario de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica. Ése fue un
grito, nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo
exprimidos, saqueados, «sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos
de turno» (Evangelii gaudium 213).
Quisiera que hoy los dos
gritos concorden bajo el hermoso desafío de la evangelización. No
desde palabras altisonantes, ni con términos complicados, sino que nazca de «la
alegría del Evangelio», que «llena el corazón y la vida entera de los que se
encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado,
de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento» de la conciencia aislada
(Evangelii gaudium 1). Nosotros, aquí reunidos, todos juntos alrededor de la
mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la convicción de que su
presencia nos impulsa a la unidad, «señala un horizonte bello, ofrece un
banquete deseable» (Evangelii gaudium 14).
«Padre,
que sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando al cielo.
A
Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: Como tú me has enviado al
mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el Señor está
experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aun así,
con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la cabeza, no se
lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerado
por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la división y el
odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los grupos sociales.
En realidad, son manifestación de ese «difuso
individualismo» que nos separa y nos enfrenta (cf. Evangelii gaudium, 99), son
manifestación de la herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas
consecuencias sufre también la sociedad y la creación entera. Precisamente, a
este mundo desafiante, con sus egoísmos Jesús nos envía, y nuestra respuesta no
es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la realidad nos
sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la gracia y la
tarea de la unidad.
A
aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le faltó ni
convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo fue contundente
cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la falta
de comprensión de otros procesos libertarios con características distintas pero
no por eso antagónicas.
Y la
evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades,
ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso creemos y gritamos.
«Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas
formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos queremos insistir en
nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir
puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas”»
(Evangelii gaudium 67).
El
anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar, la
convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y que comunicándolo, se
arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta experiencia adquiere más
sensibilidad para las necesidades de los demás (cf. Evangelii gaudium 9). De
ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos los niveles, luchar por la
inclusión a todos los niveles evitando egoísmos, promoviendo la comunicación y
el diálogo, incentivando la colaboración. Hay que confiar el corazón al
compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo
artesanal, porque la paz es algo artesanal» (Evangelii gaudium 244), es
impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en
guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o
seguridad económica.
Y
esto a costilla de los más pobres, de los más excluídos de los más indefensos,
de los que no pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días. Esta
unidad es ya una acción misionera «para que el mundo crea». La evangelización
no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una caricatura de la
evangelización, sino evangelizar es atraer con nuestro testimonio a los
alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios y
en la Iglesia, acercarse a los que se sienten juzgados y condenados a priori
por los que se sienten perfectos y puros, acercarnos a los que son temerosos o
a los indiferentes para decirles: «El Señor también te llama a ser parte de su
pueblo y lo hace con gran respeto y amor» (Evangelii gaudium 113). Porque
nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado. Con qué este llamamiento del Señor, con qué
humildad y con qué respeto lo describe en el texto del Apocalipsis: “Mira,
estoy a la puerta y llamo, si querés abrir” No fuerza, no hace saltar la
cerradura, simplemente toca el timbre, golpea suavemente y espera, ese es
nuestro Dios.
La
misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su identidad
como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las
naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto
más se ve favorecida la misión (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 22). Poner
a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión pues no se trata
ya de una acción sólo hacia afuera… nos misionamos también hacia adentro y
misionamos hacia afuera como se manifiesta una madre que sale al encuentro,
como se manifiesta una casa acogedora, una escuela permanente de comunión
misionera» (Aparecida 370).
Este
sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos me consagro a mí
mismo, dice para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19).
La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se
confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio; una
espiritualidad quizás difusa. Jesús nos consagra para suscitar un encuentro con
Él, persona a persona, un encuentro que alimenta el encuentro con los demás, el
compromiso en el mundo y la pasión evangelizadora (Cf. Evangelii gaudium 78).
La
intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes que
nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide
Jesús no es uniformidad sino la «multiforme armonía que atrae» (Evangelii
gaudium 117). La inmensa riqueza de lo variado, de lo múltiple que alcanza la
unidad cada vez que hacemos memoria de aquel jueves santo, nos aleja de
tentaciones de propuestas unicistas más cercanas a dictaduras, a ideologías, a
sectarismos. La propuesta de Jesús es concreta, es concreta, no es de ideas, es
concreta, “Andá y hacé lo mismo” le dice a aquel que le preguntó: ¿Quién es tu
prójimo? Después de haber contado la Parábola del Buen Samaritano: “Andá y Hacé
lo mismo” Tampoco la propuesta de Jesús
es un arreglo hecho a nuestra medida, en el que nosotros ponemos las
condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los demás. Esta
religiosidad de elite no es la propuesta de Jesús.
Jesús
reza para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro
Padre y todos nosotros somos hermanos. Nadie es excluido y esto no se
fundamenta en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos
talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha
destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos
hermanos porque «Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo,
que clama ¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6). Somos hermanos porque, justificados por la
sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9), hemos pasado de la muerte a la vida
haciéndonos «coherederos» de la promesa (cf. Ga 3,26-29; Rm 8, 17). Esa es la
salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia: formar parte de un
nosotros que llega hasta el «nosotros» divino.
Nuestro
grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de
San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co 9,16). Es tan urgente y
apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar
fascinación, tiene el mismo fuego que atrae. Hermanos, tengan los sentimientos
de Jesús ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve
resplandeciente! Y qué lindo sería que todos pudieran admirar cómo nos cuidamos
unos a otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don
de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando
«cosas», sino dándose a sí mismo. En cualquier donación se ofrece la propia
persona. «Darse» significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor
que es el Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en
los momentos más difíciles, como aquel Jueves Santo de Jesús, donde Él sabía
cómo se tejían las traiciones y las intrigas pero se dio y se dio a sí mismo
con su proyecto de Salvación. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí
mismo con verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él,
dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar,
ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe siempre es revolucionaria–, ése es
nuestro más profundo y constante grito.
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