Vatican Insider, 8/25/2015
Crónica
del cónclave que eligió a don Albino/ Andrea Tornielli.
La
tarde del 26 de agosto de 1978, solo un día después de las votaciones, los 111
cardenales designaron al patriarca de Venecia Luciani. Aquí, la historia y los
detalles de aquellas horas
El
patriarca Albino Luciani deja por última vez Venecia a las 6 de la mañana el 10
de agosto, acompañado solo por su secretario. Salida casi secreta, nadie lo
espera para despedirlo. Son los últimos instantes que transcurre en la ciudad
de las lagunas a donde había llegado ocho años antes y de la que se había
alejado poco y solamente por breves periodos. Un fotógrafo, que se había
quedado al acecho durante toda la noche, conseguirá tomar la imagen del
cardenal que desde la puerta trasera del patriarcado sube a la lancha.
En
Roma Luciano se aloja en el convento de los padres Agostinianos, frente al ex
Santo Oficio, a dos pasos de la plaza de San Pedro. Come en el comedor con los
frailes que lo ven a menudo pasear en el jardín recitando el rosario. Es muy
puntual a las congregaciones generales de los cardenales, pero no toma nunca la
palabra. “Parecía casi que se escondiese, que tuviera miedo a dejarse ver”,
contarán después del cónclave algunos “colegas” cardenales. Las reuniones más o
menos secretas, durante las cuales los grupos de cardenales intercambian ideas
y hablan de las candidaturas, no lo ven nunca presente. Una ausencia de la que
se dan cuenta.
El
21 de agosto, cuando faltan cuatro días para el inicio del cónclave, el
cardenal brasileño Aloisio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza, define en una
entrevista el perfil del nuevo Papa: “Un hombre de la esperanza... No debería
intentar imponer soluciones cristianas a los no cristianos. Debería ser
sensible a los problemas sociales, abierto al diálogo... Debería ser antes que
nada un buen pastor... respetar y alentar a la colegialidad de los obispos...
Se debería haber buscado una solución para controlar la natalidad, no en
oposición a la Humanae vitae, sino como su proseguimiento”. Un retrato de papa
Luciani. Así, mientras muchos periódicos pintan al patriarca como un gris
conservador por las noticias y opiniones recogidas por los intelectuales del
clero venecianos que se habían enfrentado a él, los cardenales latinoamericanos
progresistas, que ya lo conocen, deciden apoyar su candidatura.
El
cardenal africano Hyacinthe Thiandoum, arzobispo de Dakar, conoce desde hace
años a Luciani y en 1977 fue su huésped en Venecia durante cinco días. “Antes
de irme”, escribió Thiandoum en un artículo publicado en la revista “30 Días”
(julio-agosto 1998), “no vacilé en manifestar algunas impresiones y reflexiones
basadas todas en una única certeza, la de haber estado junto al futuro
Pontífice de la Iglesia Católica. Convicción que hice notar sin vacilación a
don Diego, su secretario particular”.
Pocas
horas antes del inicio del cónclave, el arzobispo de Dakar invita a almorzar al
cardenal Luciani en su residencia romana, en un convento de monjas en la calle
De Gasperi. Después de haber dejado la mesa, los dos cardenales se acomodaron
en una pequeña sala para tomar el café. Y entonces fue que Thuiandoum se
dirigió a Luciani diciéndole “mi patriarca, le esperamos”. Luciani, adivinando demasido bien el pensamiento del
cardenal, le respondió: “Yo soy el patriarca de Venecia”. Thiandoum respondió
más explícito: “Nosotros estamos con usted”. Y Luciani, subrayando su más total
extrañeza a los ojos del cónclave, replicó: “Esto no tiene nada que ver
conmigo”.
La
tarde del 25 de agosto de 1978 el patriarca deja el convento de los
Agostinianos para entrar en clausura en la Capilla Sixtina. Baja a la portería
llevando su maleta. Y dice a un fraile: “Esperemos que sea rápido. Mi maleta
está preparada para volver a Venecia”. Más que parecer convencido, la frase
parece un gesto supersticioso. Luciani sabe que está “en peligro”, pero espera
que esto no ocurra. El día antes escribe una carta a la sobrina Pia. Según
monseñor Gioacchino Muccin, obispo emérito de Feltre-Belluno, de ésta y de otra
carta se evidencia que “tenía temor e intentaba esconderlo con sus parientes”.
“Querida
Pia...”, escribe Luciani, “hoy hemos concluido el pre-cónclave con la última
Congregatio generalis”. Después, echadas a suerte las celdas, hemos ido a
verla. A mí me ha tocado el número 60, un saloncito adaptado como habitación
para dormir. Y como en el seminario de Feltre en 1923: cama de hierro, un colchón, y un cuenco para lavarse. En el 61
está el cardenal Tomasek de Praga. Más allá los cardenales Tarancón (Madrid),
Medeiros (Boston), Sin (Manila), Malula (Kinshasa). Falta Australia y se podría
decir que está “concentrado” todo el mundo. No se cuanto durará el cónclave.
Difícil encontrar una persona que se enfrente a tantos problemas, hay cruces
muy pesadas. Por fortuna, yo estoy fuera de peligro. Es ya muy grave la
responsabilidad de votar en esta circunstancia”. La segunda carta es del 25 de
agosto y está dirigida a su hermana, Antonia Luciani en Petri. “Querida
hermana, te escribo antes de entrar en el cónclave. Son momentos de gran
responsabilidad: a pesar de que no hay ningún peligro para mí –no obstante las
habladurías de los periódicos-- votar a un papa en estos momentos es un peso”.
“Esas
'habladurías'”, subraya el obispo Muccin, “y ese insistir en el hecho de que
“yo estoy fuera de peligro” tienen para él un “sabor agridulce” y se parecen al
tono de algunas cartas escritas a los familiares de Sotto il Monte, y, una
también a mí, del cardenal Roncalli antes del cónclave de octubre de 1958. La
que estaba dirigida a mí terminaba incluso con un Silentium meum loquitur tibi
(mi silencio te habla, nda). De los tres patriarcas de Venecia convertidos en
sucesores de Pedro en este siglo, fue una sorpresa absoluta solo la elección
del cardenal Giuseppe Sarto en el cónclave del 1903”.
En
la tarde del viernes 25 de agosto de 1978, cuando los 111 cardenales electores
ingresaron en la Capilla Sixtina, la de Luciani es mucho más que una
candidatura genérica. Dentro del recinto del cónclave los cardenales sufren por
el calor y por la organización no adecuada de sus exigencias: en muchas
habitaciones no hay agua corriente, los baños son comunes. Ya una semana antes
el cardenal Giuseppe Siri, veterano absoluto de los cónclaves habiendo vivido
ya dos, dirá al amigo periodista Benny Lai: “El cónclave no durará más de tres
días, máximo cuatro. Después de tres días no se puede vivir en estas
condiciones. Igual se coge una silla y se la hace papa con tal de salir de
aquí. ¿Sabe qué es lo que llevo conmigo en clausura? Media botella de cognac.
No para mí sino para el elegido. Lo he hecho en precedentes cónclaves y ha
servido, me crea”.
“Mi
habitación era un horno”, recordará el cardenal Suenens en su libro 'Recuerdos
y esperanzas', “una especie de sauna. Es difícil imaginar lo que significa
dormir en un horno. Había solo una ventana pero estaba sellada. Al día
siguiente, con las fuerzas de las manos, conseguí abrirla: qué don divino el
oxígeno y un poco de aire fresco. Se podía correr el riesgo de ponerse
enfermo”.
Sábado
26 de agosto, después de la celebración de la Misa y del desayuno, los 111
cardenales se encontraron en la Capilla Sixtina para la primera votación. El
cónclave aparentemente no se presentaba fácil: son necesarios para la elección
al menos 75 votos, dos tercios más uno del consenso. “Se podía creer que el
cónclave iba a ser largo y difícil”, dirá el cardenal Franz Koening, arzobispo
de Viena. En realidad era evidente desde la primera votación quienes eran los
verdaderos candidatos. Según las confidencias del cardenal de Guatemala Mario
Casariego, que había sido consagrado obispo por Juan XXIII el 27 de diciembre
de 1958 junto a Luciani, éste habría sido el resultado de la primera votación:
Giuseppe Siri 25 votos, Albino Luciani 23, Sergio Pignedoli 18, Sebastiano
Baggio 9, Franz Koenig 8, Paolo Bertoli 5, Eduardo Pironio 4, Pericle Felici 2
y Aloisio Lorscheider 2. Uno de los dos votos obtenidos por el cardenal
brasileño había sido con toda probabilidad del cardenal Luciani.
El
segundo escrutinio se lleva a cabo inmediatamente, sin pausa. Luciani ve aumentar
en modo considerable los votos que llegan hasta 53, mientras Siri mantiene
prácticamente invariables los suyos (de 25 baja a 24). Las otras preferencias
se pierden y por primera vez sobre algunas fichas aparece el nombre del
arzobispo de Cracovia Karol Wojtyla. La primera fumata, al final de la mañana,
es negra. “Recuerdo que el sábado por la mañana, saliendo de la Capilla
Sixtina, encontramos al patriarca Luciani”, recuerda el cardenal húngaro Lazlo
Lékai, “entonces le dijimos: “Los votos están aumentando”. Él bromeó: “Esto es
solo un temporal de verano”. Una respuesta parecida de Luciani obtendrá el
cardenal africano Joseph Malula, que cuenta haber abrazado al patriarca antes
del inicio de las votaciones de la tarde “porque estaba claro que algo se estaba
preparando”.
Decisivo
para la elección es la pausa del almuerzo. Durante esas horas el cardenal
español Vicente Enrique y Tarancón reúne a algunos colegas cardenales en su
habitación para decidir cuál es la actitud que hay que tener frente a una elección
que parecía ya inevitable entre Luciani y Siri. “Estaban presentes los
cardenales Suenens, Alfrink, Koenig, Cordeiro y otros más... Hablamos entre nosotros porque nos sentíamos
fuera de la pista”. Tarancón deja caer que muchos cardenales progresistas se
orientan hacia Luciani incluso si inicialmente lo consideraban “un hombre
tímido... Entrando en el cónclave suponía que Luciani podría ser la solución
del tercer día, después de distintas votaciones”.
“Después
de las primeras votaciones”, recuerda el cardenal Silvio Oddi, “salió
inmediatamente el nombre. Inesperado. Luciani, ¿por qué no? Dijeron en tantos.
Una persona buena, inteligente y pía. Y el conseno se difundió rápidamente.
Pensamos en él como en un nuevo Pío X, también él patriarca de Venecia, un Papa
bueno y santo”.
Se
vota por tercera vez, y a las 16,30 el nombre del patriarca resuena en la
Capilla Sixtina con unos sesenta votos. Falta poco a la elección. Y es entonces
que el cardenal Felici manda una nota a Luciani dirigida “al nuevo Papa”, una
pequeña Vía Crucis. “Gracias”, respondió inmediatamente el patrica, “pero no
está todavía decidido”. “Después del tercer escrutinio”, dijo Juan Pablo I, “me
hubiera gustado desaparecer sin que nadie se diera cuenta”.
El
cuarto escrutinio comienza en un clima de creciente excitación. Según las
reconstrucciones más acreditatas, Luciani obtiene 101 votos sobre 111. “Una
mayoría extraordinaria, tres cuartos de los votos para una personalidad poco
conocida”, observará el cardenal Suenens. “El martes sucesivo a la elección”,
cuenta Camillo Bassotto, biógrafo de papa Luciani, “nos encontramos en
audiencia privada con el Papa, junto al vicario de la diócesis de Venecia,
monseñor Bosa. A penas Juan Pablo I nos recibió, en la habitación anterior del
estudio privado, monseñor Bosa le preguntó: “Santidad, ¿es cierto que ha sido
elegido por unanimidad?”. Y el Papa: “Casi por unanimidad”.
Cuando
el nombre del elegido resuena por la 75 vez, en la Capilla Sixtina estalla un
caluroso aplauso. “Nos pusimos en pie a aplaudir”, cuenta el cardenal Enrique y
Tarancón, “pero no lo vimos. Estaba agachado en su silla, se había hecho
pequeño pequeño, quería casi esconderse”. Al final de la votación, Luciani
aparece “preocupado y angustiado”. Pero cuando el cardenal Siri, Villot y
Felici se le acercan para preguntarle si acepta la elección, el patriarca
responde “acepto”. Y anuncia querer llamarse “Juan Pablo I”.
Después
de vestir el hábito blanco, el más pequeño de los tres preparados por el sastre
pontificio Gammarelli, que le estaba sin embargo demasiado ancho, el nuevo Papa
vuelve a entrar en la Capilla Sixtina para recibir el homenaje de los
cardenales: “Soy un pobre Papa, soy un humilde Papa...” repite a todos
pidiéndoles rezar.
Poco
después de las 19 una densa fumata de color gris inicia a salir desde la
chimenea de la Capilla Sixtina. No se entiende si es blanca o negra. Pero la
intensidad creciente del humo y un cierto movimiento que se ve dentro de los
grandes balcones de San Pedro hace intuir que la elección se haya producido. La
aparición del cardenal protodiacono Pericle Felice en la logia central de San
Pedro lo confirma. El cardenal lee la fórmula y anuncia: “Habemus Papam”. Antes
de que llegue a pronunciar el apellido del elegido la multitud aplaude. Basta solo
con el nombre de pila, Luciani es el único de los 111 en el cónclave que se
llama Albino.
A
las 19,31 el nuevo Papa hace su primera aparición desde el balcón. Sonríe, está
visiblemente emocionado. El hábito blanco, demasiado grande, se le escurre de
un lado. Juan Pablo I habría querido dirigir alguna palabra a la multitud, pero
el ceremoniero, monseñor Virgilio Noè, le dice que no se suele hacer. Leyendo
la fórmula de la bendición “Urbi et Orbi”, Luciani tiene la voz rota de la
emoción. Mientras vuelve y se dirige hacia el aula, reprocha bromeando a los
cardenales: “Que Dios os perdone por lo que habéis hecho”. El cónclave ha
terminado pero Juan Pablo I, por sorpresa, pide a los cardenales que se queden
una noche más para poder cenar todos juntos, y en la mesa se sienta en el mismo
sitio que ocupaba los días anteriores. Un cardenal español, que desea por fín
fumar, se acerca al Papa y le pide el permiso. “Le permito hacerlo a condición
de que el humo sea blanco”, responde irónicamente el nuevo Papa.
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