Piezas
de ficción/ Jordi Soler
El
País |26 de septiembre de 2015
En
su novela La sombra del maguey, Pere Calders nos cuenta la vida de un catalán
exiliado en la Ciudad de México. Este hombre está casado con una mujer mexicana
y tiene un hijo al que ha llamado Jordi y con el que pretende formar un
microcosmos catalán dentro de su hogar que es, por imposición de su mujer,
rigurosamente mexicano. Este hombre se empeña en hablar en catalán con su hijo,
pero el niño ya tiene suficiente con la manera despiadada en que se mofan sus
amiguitos de ese nombre, Jordi, que en México es una rareza. El pobre exiliado
termina arrinconado por la mexicanidad del entorno y usando el catalán
exclusivamente con su perro, que es el único que entiende cuando le pide, en su
lengua materna, que le lleve las pantuflas o el periódico.
Lo
mejor de Pere Calders son sus impagables cuentos, pero ese personaje de novela
que se empeña en conservar su catalanidad me ha parecido siempre entrañable,
seguramente porque nací en México, en una familia de exiliados catalanes, y muy
pronto comprobé que allá mi nombre, como el del niño de la novela, era también
una rareza.
Mi
familia perdió la guerra y se fue al exilio y, igual que otras miles de
familias, terminó instalándose en México y, como el personaje de Calders, se
empeñó en conservar su catalanidad en aquel país en el que la palabra Cataluña,
antes de Serrat y de la difusión planetaria del Barça, sonaba a pueblo húngaro.
Los catalanes que se exiliaron en México, y en otros países de Latinoamérica,
mantuvieron su lengua y su cultura mientras aquí Franco imponía la España
monolingüe; un esfuerzo conmovedor al que, por cierto, el establishment de los
catalanes que consiguieron quedarse aquí nunca ha concedido la dimensión que
tiene, ni les ha hecho ningún caso, con la excepción de esta temporada en la
que el independentismo coquetea con sus votos. Aquellos catalanes de ultramar
estaban en México, pero vivían en una Cataluña imaginaria, en un país de
ficción que no estaba anclado a la realidad.
Pensaba
en esto durante las vacaciones de verano porque en más de una ocasión, en
California y en México, tuve que explicar lo que está sucediendo en Cataluña;
una tarea muy fácil si se es independentista o si se está en contra de la
independencia, pero muy complicada si se mira el fenómeno desde el
escepticismo, si se tratan de encontrar elementos universales para desmontar,
de forma más o menos racional, el proceso independentista.
Curiosamente,
California ha sido alguna vez el referente de lo que podría ser Cataluña si se
independizara, y México, al haberse independizado de España hace 205 años, es
visto con cierta complicidad por el independentismo, a pesar de que se trata de
procesos históricos radicalmente distintos.
El
independentismo catalán y su contraparte, los detractores del independentismo,
son dos historias cuya narrativa está fundamentada en la creencia, los datos
que ofrece uno y otro bando son escasos y ambos nos pintan una Cataluña tan
ficticia como aquella de ultramar. “Los problemas económicos de Cataluña
desaparecerán en cuanto seamos independientes”; esta pieza de ficción tiene su
contraparte en esta otra: “Una Cataluña independiente se quedará durante años
orbitando fuera de la Unión Europea”. Estamos ante ese vertiginoso pensamiento
dogmático que con tanto éxito han implantado los curas. ¿Por qué no aparece el
president en la televisión y nos explica los elementos, los datos duros que lo
hacen pensar que la independencia nos convertiría en un país más próspero?
Pero
esta explicación, para convencernos a los escépticos, tendría que estar
minuciosamente atornillada a la realidad, tendría que presentarnos datos
comprobables y proporcionarnos las fuentes de las que proviene su información,
y lo mismo tendría que hacer el presidente Rajoy, explicarnos con datos duros y
verificables las desventajas de la independencia. ¿Por qué no lo hacen?,
probablemente porque ninguno tiene datos suficientes pero, sobre todo, porque
no hace falta, porque es mucho más efectiva una encendida arenga nacionalista,
aunque sea del todo irracional, y en este caso el problema ya no es ni del
presidente ni del president, que como buenos políticos hacen lo que pueden para
mantener su posición; el problema por desgracia es nuestro.
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