Homilía en español en la Catedral de San Pedro
y San Pablo:
- Rezo por cada uno de ustedes, y les pido, por favor, que lo hagan por mí.
Pensylvania, a 26 de septiembre de 2015
Esta
mañana he aprendido algo sobre la historia de esta hermosa Catedral: la
historia que hay detrás de sus altos muros y ventanas. Me gusta pensar, sin
embargo, que la historia de la Iglesia en esta ciudad y en este Estado es
realmente una historia que no trata solo de la construcción de muros, sino
también de derribarlos. Es una historia que nos habla de generaciones y
generaciones de católicos comprometidos que han salido a las periferias y
construido comunidades para el culto, para la educación, para la caridad y el
servicio a la sociedad en general.
Esa
historia se ve en los muchos santuarios que salpican esta ciudad y las
numerosas iglesias parroquiales cuyas torres y campanarios hablan de la
presencia de Dios en medio de nuestras comunidades. Se ve en el esfuerzo de
todos aquellos sacerdotes, religiosos y laicos que, con dedicación, durante más
de dos siglos, han atendido las necesidades espirituales de los pobres, los
inmigrantes, los enfermos y los encarcelados. Y se ve en los cientos de
escuelas en las que hermanos y hermanas religiosos han enseñado a los niños a
leer y a escribir, a amar a Dios y al prójimo y a contribuir como buenos
ciudadanos a la vida de la sociedad estadounidense. Todo esto es un gran legado
que ustedes han recibido y que están llamados a enriquecer y a transmitir.
La
mayoría de ustedes conocen la historia de Santa Catalina Drexel, una de las
grandes santas que esta Iglesia local ha dado. Cuando le habló al Papa León
XIII de las necesidades de las misiones, el Papa –era un Papa muy sabio– le
preguntó intencionadamente: «¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?». Esas palabras
cambiaron la vida de Catalina, porque le recordaron que al final todo
cristiano, hombre o mujer, en virtud del bautismo, ha recibido una misión. Cada
uno de nosotros tiene que responder lo mejor que pueda al llamado del Señor
para edificar su Cuerpo, la Iglesia.
«¿Y
tú?». Me gustaría hacer hincapié en dos aspectos de estas palabras en el
contexto de nuestra misión específica de transmitir la alegría del Evangelio y
edificar la Iglesia, ya sea como sacerdotes, diáconos, miembros varones y
mujeres de institutos de vida consagrada.
En
primer lugar, aquellas palabras –«¿Y tú?»– fueron dirigidas a una persona
joven, a una mujer joven con altos ideales, y le cambiaron la vida. Le hicieron
pensar en el inmenso trabajo que había que hacer y la llevaron a darse cuenta
de que estaba siendo llamada a hacer algo al respecto. ¡Cuántos jóvenes en
nuestras parroquias y escuelas tienen los mismos ideales, generosidad de
espíritu y amor por Cristo y la Iglesia!. Les
pregunto, nosotros ¿Los desafiamos? ¿Les damos espacio y les ayudamos a
que realicen su cometido? ¿Encontramos el modo de compartir su entusiasmo y sus
dones con nuestras comunidades, sobre todo en la práctica de las obras de
misericordia y en la preocupación por los demás? ¿Compartimos nuestra propia
alegría y entusiasmo en el servicio al Señor? .
Uno
de los grandes desafíos de la Iglesia en este momento es fomentar en todos los
fieles el sentido de la responsabilidad personal en la misión de la Iglesia, y
capacitarlos para que puedan cumplir con tal responsabilidad como discípulos
misioneros, como fermento del Evangelio en nuestro mundo. Esto requiere
creatividad para adaptarse a los cambios de las situaciones, transmitiendo el
legado del pasado, no solo a través del mantenimiento de estructuras e instituciones, que son útiles,
sino sobre todo abriéndose a las posibilidades que el Espíritu nos descubre y
mediante la comunicación de la alegría del Evangelio, todos los días y en todas
las etapas de nuestra vida.
«¿Y
tú?». Es significativo que esas palabras del anciano Papa fueran dirigidas a
una mujer laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia, en una sociedad que
cambia rápidamente, reclama ya desde ahora una participación de los laicos
mucho más activa. La Iglesia en los Estados Unidos ha dedicado siempre un gran
esfuerzo a la catequesis y a la educación. Nuestro reto hoy es construir sobre
esos cimientos sólidos y fomentar un sentido de colaboración y responsabilidad
compartida en la planificación del futuro de nuestras parroquias e
instituciones. Esto no significa renunciar a la autoridad espiritual que se nos
ha confiado; más bien, significa discernir y emplear sabiamente los múltiples
dones que el Espíritu derrama sobre la Iglesia. De manera particular, significa
valorar la inmensa contribución que las mujeres, laicas y religiosas, han hecho
y siguen haciendo en la vida de nuestras
comunidades.
Queridos
hermanos y hermanas, les doy las gracias por la forma en que cada uno de
ustedes ha respondido a la pregunta que Jesús inspiró su propia vocación: «¿Y
tú?». Los animo a que renueven la alegría,el estupor, de ese primer encuentro
con Jesús y a sacar de esa alegría renovada fidelidad y fuerza. Espero con
ilusión compartir con ustedes estos días y les pido que lleven mi saludo afectuoso
a los que no pudieron estar con nosotros, especialmente a los numerosos
sacerdotes, religiosos y religiosas ancianos que se unen espiritualmente.
Durante
estos días del Encuentro Mundial de las Familias, les pediría de modo especial
que reflexionen sobre nuestro servicio a las familias, a las parejas que se
preparan para el matrimonio y a nuestros jóvenes. Sé lo mucho que se está
haciendo en las iglesias particulares para responder a las necesidades de las
familias y apoyarlas en su camino de fe. Les pido que oren fervientemente por
ellas, así como por las deliberaciones del próximo Sínodo sobre la Familia.
Con
gratitud por todo lo que hemos recibido, y con segura confianza en medio de
nuestras necesidades, nos dirigimos a María, nuestra Madre Santísima. Que con
su amor de madre interceda por la Iglesia en América, para que siga creciendo
en el testimonio profético del poder que tiene la cruz de su Hijo para traer
alegría, esperanza y fuerza a nuestro mundo.
Rezo por cada uno de ustedes, y
les pido, por favor, que lo hagan por mí.
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