25 jun 2017

Los inmigrantes que nadie quiere/Anita Isaacs

Los inmigrantes que nadie quiere/Anita Isaacs es profesora de ciencias políticas en Haverford College.
The New York Times, sábado, 24/Jun/2017
Un miércoles reciente, cerca de 75 guatemaltecos descendieron de uno de los tres vuelos chárter programados para ese día. El grupo, conformado por personas deportadas de Estados Unidos, fue llevado a un hangar donde las autoridades les dieron una bienvenida indiferente: un saludo, algunos alimentos y un boleto de camión para llegar a su destino.
La relación del gobierno guatemalteco con los deportados terminó ahí. Al considerarlos una carga, e incluso una vergüenza, la sociedad y el Estado guatemaltecos no tienen ni la capacidad ni la voluntad de ayudar a los cientos de migrantes que han sido enviados de regreso a casa.
Sin duda, reintegrarlos es un desafío, pero también lo es no hacer nada. Tanto Guatemala como Estados Unidos tienen mucho más por ganar si aprovechan el capital económico, social y político con el que estos migrantes regresan a su país.
Una razón por la que Guatemala no hace mucho por los deportados es la creencia extendida de que no se quedarán por mucho tiempo.

En una visita reciente a ese país, escuché a hombres de negocios, funcionarios gubernamentales y activistas comunitarios insistir en que Donald Trump y su muro no intimidarán a quienes desean emigrar. De manera simultánea, los migrantes no están perdiendo el tiempo; como me dijo un líder comunitario: “todo el mundo dice que más les vale apurarse, antes de que Trump termine el muro”.
De hecho, muchos guatemaltecos quieren que los migrantes se vayan de nuevo. Su regreso a Guatemala anuncia el fin de las remesas que hoy en día constituyen cerca del diez por ciento del producto interno bruto. Además, los migrantes que han regresado están inundando un sector laboral de por sí deprimido, en el que tres cuartos de la fuerza laboral tienen empleos informales.
Como es de esperarse, los migrantes deportados no son bien recibidos. Los guatemaltecos se imaginan que los enviaron de vuelta por haber violado la ley; a quienes tienen tatuajes se les aplica el ostracismo, pues se cree que pertenecen a una pandilla callejera violenta. Los empleadores no los contratan y los transeúntes hacen como que no los ven.
Por supuesto, ese trato resulta en que sea una profecía autocumplida, y negar a los migrantes la ayuda para que se reintegren económica y socialmente solo empeorará los problemas de Guatemala. Los marginados a menudo se unen a las pandillas callejeras en busca de un sentido de pertenencia y los traficantes tanto de drogas como de personas reclutan a los migrantes deportados. Saben cómo pasar la frontera; muchos han vivido en comunidades donde abundan las pandillas y el crimen organizado, y son los guatemaltecos que mejor conocen Estados Unidos.
Si bien es cierto que algunos migrantes se dirigirán de nuevo al norte, a muchos ya no les interesa. Un hombre que conozco –cuyas remesas sirvieron para establecer una fábrica de camisetas en su pueblo, donde da empleo a sus diez hijos— regresó a casa para quedarse. Entre quienes han regresado, los de mayor edad –en especial aquellos que ahorraron lo suficiente para sobrevivir–, están cansados y ya les atrae Estados Unidos.
Calificar a todos los deportados como delincuentes también es erróneo. Aunque una minoría son criminales, muchos cometieron delitos menores y la mayoría son culpables solo de haber cruzado la frontera de manera ilegal y de trabajar sin permiso.
De hecho, muchos migrantes son recursos desaprovechados. La mayoría dejaron su país como campesinos no calificados, pero mediante su iniciativa y arduo trabajo en Estados Unidos adquirieron un nuevo y variado conjunto de habilidades profesionales.
Durante mi visita, me topé con albañiles y carpinteros que se encargaban de sofisticados proyectos de renovación de casas, paisajistas profesionales que trabajaban en campos de golf, un artesano en piel que supervisaba un negocio de fabricación de portafolios y un joven chef de sushi que hablaba inglés con fluidez e incluso un japonés rudimentario. Están ansiosos de utilizar sus habilidades en Guatemala, ya sea abriendo su propio negocio o asociándose con alguien del sector privado.
Para empezar, el gobierno debería otorgarles créditos y hacer más sencillos los engorrosos requisitos de certificación para quienes trabajan en las industrias de la construcción y el turismo, con el fin de que puedan ejercer su oficio de inmediato. Las autoridades, trabajando en conjunto con el sector privado, también podrían desarrollar un programa de vinculación laboral específico para los migrantes repatriados en el que puedan anunciar sus habilidades, y asociarlo a un esfuerzo adicional para vincularlos con miembros potenciales del sector privado comprometidos con la diversificación y modernización de la economía guatemalteca.
Estados Unidos también podría beneficiarse de las habilidades de los deportados. La Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte, un plan al cual el gobierno estadounidense ha destinado 1400 millones de dólares, busca detener la migración al paliar la pobreza, la ilegalidad y la violencia. Entre otras cosas, promoverá inversiones internacionales públicas y privadas en educación, atención a la salud y capacitación vocacional, metas que los migrantes calificados que regresan pueden ayudar a alcanzar.
En mis conversaciones con migrantes recientemente retornados surgió un patrón. Dijeron que su sueño no es regresar a Estados Unidos sino, como me explicó un hombre, “hacer que Guatemala se parezca un poquito más a Estados Unidos”. Para algunos, eso significa comenzar su propio negocio; para otros, implica fomentar en sus comunidades y lugares de trabajo en Guatemala el tipo de habilidades que favorezcan un espíritu de equipo y el liderazgo que encontraron por medio de sus trabajos en Estados Unidos.
Un deportado hizo una analogía específica, con la convicción firme de que los migrantes que regresan pueden ser una parte central en la reforma de la sociedad guatemalteca: La gente se va a Estados Unidos para escapar de “una casa llena de cucarachas”, donde reinan la pobreza y la ilegalidad. La respuesta, dice, es “fumigar la casa, y hacernos parte del equipo de fumigación”.

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