Lucía Morett, víctima del aventurerismo/Raúl Trejo Delarbre
Publicado en La Crónica de Hoy, 13 de Marzo de 2008;
Ni heroína ni engañada, y tampoco ingenua: Lucía Andrea Morett Álvarez fue víctima, si acaso, de su propio ofuscamiento. Sólo con una apreciación intensamente distorsionada de la realidad política latinoamericana, alguien puede considerar que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia luchan por la justicia. Sólo con un insensato fundamentalismo, alguien puede internarse en la selva en busca de un campamento guerrillero sin entender los riesgos que corre.
Ahora, esa ex estudiante de literatura dramática y teatro, junto con sus padres y algunos de sus profesores, sostiene que se encontraba en el reducto de las FARC en Ecuador, como parte de una investigación académica. Ni siquiera ellos se lo creen. Es natural que sus allegados quieran proteger a la joven mexicana, sobre todo mientras se resuelve su situación jurídica después de la violenta incursión del Ejército de Colombia, el 1 de marzo pasado, al campamento en donde dormían ella y los miembros de las FARC, con quienes se encontraba. Pero tanto su biografía política como la decisión misma de acudir a ese reducto, sugieren que Lucía Morett y el resto de sus acompañantes mexicanos hacían algo más que turismo revolucionario.
Ella se llevó un susto terrible y algunas heridas. Pero al menos varios de sus compañeros están muertos. Uno se puede preguntar, siempre sin entender plenamente su contexto, qué rabias e insatisfacciones convencieron a esos muchachos para secundar una causa tan sombría como la que representan las FARC. La indigencia de opciones para involucrarse en la vida política en nuestro país, la hostilidad que suelen encontrar los jóvenes cuando incursionan en asuntos públicos, el descrédito de partidos e instituciones, forman parte de ese panorama calamitoso y pesimista.
Pero también habrán influido la complacencia política y la charlatanería intelectual que han campeado en México respecto del aventurerismo político. Cuando Lucía Morett tenía 12 años estalló la revuelta neozapatista, a la cual se rindieron acríticamente todas las izquierdas. Cuando tenía 16 y estaba en la Preparatoria le gritó consignas en respaldo al EZLN al entonces presidente Ernesto Zedillo, durante un acto público en Texcoco. Cuando cumplía 18, había ocurrido la extensa cuan absurda huelga en la UNAM.
No sabemos qué impronta dejaron acontecimientos de tal corte en la formación política de esa estudiante de Literatura Dramática que a los 26, estaba en un campamento clandestino de la guerrilla colombiana. Pero varios de sus acompañantes a Ecuador se habían enredado con el zapatismo y más tarde, en el apoyo a grupos latinoamericanos como el que constituyen las FARC.
En ese compromiso personal y político se puede apreciar una actitud solidaria, generosa quizá, que llevó a tales jóvenes a respaldar la lucha armada mucho más allá de las actitudes testimoniales y en un país distinto del suyo. Pero junto con ello, hay una lamentable y en este caso, costosa miopía política cultivada en el estruendo que define todos los días a la vida pública mexicana y muy especialmente en la atonía deliberativa que —en contraste con el rebumbio mediático— impera en el campus universitario.
El hecho de que se familiarizaran con esas luchas y encontrasen cauces para respaldarlas dentro de la Universidad Nacional, ha suscitado opiniones apresuradas y prejuiciadas. Desde hace muchos años distintos movimientos políticos y sociales, de las más variadas latitudes, encuentran eco en la heterogénea comunidad universitaria.
La Universidad no sería eso —universal, abierta, plural— si no acogiera la diversidad e incluso la intensidad de esas expresiones políticas. El problema, entre otros, no es que estén presentes y obtengan adeptos sino que en algunas ocasiones el proselitismo alrededor de ellas ha ocurrido en contra del interés e incluso del patrimonio de la mayoría de los estudiantes y profesores.
Algunos medios de comunicación han difundido, escandalizados ante un hecho en absoluto nuevo, la existencia de cubículos, en algunas facultades del campus universitario, en donde se reúnen los simpatizantes de grupos política y militarmente beligerantes como las FARC. Que se manifiesten, no es inadecuado. Pero que los adherentes de esos grupos se apropien de espacios de reunión y salones de clase no es tanto indicio de pluralidad y tolerancia sino de temor o negligencia por parte de los universitarios.
Es grave que en la Universidad haya espacios académicos embargados por motivos políticos, pero lo es más el desinterés para recuperarlos. Desde hace una década el auditorio “Che Guevara” dejó de constituir el escenario privilegiado para la deliberación académica, la difusión cultural y también, claro, la discusión política, que había sido durante casi medio siglo. Desde la huelga de hace una década se encuentra ocupado por grupos aislados de la mayoría de los estudiantes y profesores.
Pero es más delicada y onerosa la abstinencia crítica que se ha mantenido respecto de esas acciones y, en general, del aventurerismo político independientemente de que tenga siglas zapatistas, colombianas, cegehachistas u obradoristas entre otras vertientes. Allí es donde la Universidad ha fallado como espacio de examen analítico de las realidades políticas contemporáneas.
Por convicción y adhesión políticas en algunos casos, pero en la mayoría de las ocasiones por pachorra intelectual, los universitarios no han sabido propiciar —salvo en unas cuantas y excepcionales ocasiones— la discusión concienzuda de esas y otras expresiones de la lucha política. La inercia y la aprensión se han combinado para inhibir el escrutinio puntual de esos temas. De tal manera, en ausencia de discusión crítica suficiente el aventurerismo político ha encontrado campo fértil en el espacio universitario, siempre hospitalario pero también incauto con las expresiones políticas más disímbolas.
Ése, y no la presencia de pancartas o grafitis de apoyo a intereses tan cuestionables como los que promueven las FARC, es el problema central en la presencia de tales grupos en el campus. La Universidad ha sido congruente con sus mejores tradiciones de apertura y solidaridad al recibir expresiones de esa índole. Pero ha sido inconsecuente respecto del ejercicio crítico, que siempre forma parte del auténtico quehacer académico, al eludir el examen riguroso de tales manifestaciones.
Por otra parte, el hecho de que en algunos espacios universitarios se encomie al aventurerismo político no significa que así ocurra en todas las aulas o en todas las escuelas de la UNAM. Sin embargo, algunos malquerientes de la Universidad han preferido ver, en este caso, a una institución postrada ante tales expresiones. Y esa no es la situación de la Universidad en nuestros días. Un columnista de asuntos financieros, Carlos Mota, escribió en Milenio que la Filosofía, tal y como se enseña en esa institución, resulta inútil porque cuando fue a ofrecer una conferencia los estudiantes de esa disciplina no comprendieron su insistencia en que la Universidad debe formar cuadros para las grandes empresas. Desde luego que puede y debe hacerlo, pero eso no implica que todos los egresados de la universidad pública tengan como único horizonte un cargo en Nokia o Cemex como quisiera ese columnista.
A su vez, en su colaboración de antier en El Universal el presidente nacional del PAN, Germán Martínez, con motivo de las vicisitudes de Lucía Morett y sus compañeros se refirió a “la UNAM, campus Ecuador”. Las correrías sudamericanas de esos alumnos y egresados de la Universidad Nacional fueron de una irresponsabilidad trágica que nos obliga a formularnos muchas preguntas e, insistimos, a refrendar la necesidad de la crítica dentro y fuera de los espacios académicos. Pero una comparación como la que hace el principal dirigente del partido en el gobierno, solamente puede ser tomada como expresión de pésimo gusto para no considerarla signo de patética ignorancia sobre la situación de las universidades públicas en este país.
Las FARC son un grupo indefendible que ha secuestrado a centenares de personas, que mantiene en vilo a Colombia y otras naciones en esa región y cuya equidistancia de cualquier causa social se demuestra en el papel que desempeña en la distribución regional de estupefacientes. Con toda razón, hace un par de días la experimentada periodista española Maite Rico escribía en El País: “Por su componente mafioso y el poder del narcotráfico, las FARC no son una guerrilla convencional. Consciente de ello, el objetivo del Gobierno no es tanto liquidar a las FARC, tarea harto improbable, como forzarla a negociar sin condiciones. Pero el apoyo logístico y político prestado a la guerrilla por Ecuador y Venezuela (que ha enviado armas y dinero) puede dificultar el empeño de Colombia de poner fin a casi cuatro décadas de horror”.
Los documentos localizados en la computadora portátil de “Raúl Reyes”, el dirigente de las FARC a quien buscaban y mataron los militares colombianos que asaltaron el campamento en donde además estaban los jóvenes mexicanos, están contribuyendo a evidenciar esa relación perversa entre guerrilla y narcotráfico. El bombardeo y luego el asalto militar al campamento, instalado más allá de la frontera de Colombia, constituyó sin lugar a dudas una transgresión a la soberanía de Ecuador. Pero el gobierno ecuatoriano tampoco puede ofrecer cuentas claras en este episodio porque resultó claro que alojaba en su territorio a un grupo armado de otro país.
Está probado que las FARC son una pandilla de traficantes y secuestradores. Con tales individuos se comprometieron los jóvenes mexicanos que, como Lucía Morett, acudieron a ofrecer in situ el respaldo que le dispensaban a ese grupo dentro de nuestro país. La agresión que sufrieron en Ecuador es condenable, pero no resultó sorprendente. Fueron víctimas de un engaño expresamente consentido, de un tergiversado voluntarismo, de un exasperado —y a la postre provocador— aventurerismo.
trejoraul@gmail.com
Blog:http://sociedad.wordpress.com
Ni heroína ni engañada, y tampoco ingenua: Lucía Andrea Morett Álvarez fue víctima, si acaso, de su propio ofuscamiento. Sólo con una apreciación intensamente distorsionada de la realidad política latinoamericana, alguien puede considerar que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia luchan por la justicia. Sólo con un insensato fundamentalismo, alguien puede internarse en la selva en busca de un campamento guerrillero sin entender los riesgos que corre.
Ahora, esa ex estudiante de literatura dramática y teatro, junto con sus padres y algunos de sus profesores, sostiene que se encontraba en el reducto de las FARC en Ecuador, como parte de una investigación académica. Ni siquiera ellos se lo creen. Es natural que sus allegados quieran proteger a la joven mexicana, sobre todo mientras se resuelve su situación jurídica después de la violenta incursión del Ejército de Colombia, el 1 de marzo pasado, al campamento en donde dormían ella y los miembros de las FARC, con quienes se encontraba. Pero tanto su biografía política como la decisión misma de acudir a ese reducto, sugieren que Lucía Morett y el resto de sus acompañantes mexicanos hacían algo más que turismo revolucionario.
Ella se llevó un susto terrible y algunas heridas. Pero al menos varios de sus compañeros están muertos. Uno se puede preguntar, siempre sin entender plenamente su contexto, qué rabias e insatisfacciones convencieron a esos muchachos para secundar una causa tan sombría como la que representan las FARC. La indigencia de opciones para involucrarse en la vida política en nuestro país, la hostilidad que suelen encontrar los jóvenes cuando incursionan en asuntos públicos, el descrédito de partidos e instituciones, forman parte de ese panorama calamitoso y pesimista.
Pero también habrán influido la complacencia política y la charlatanería intelectual que han campeado en México respecto del aventurerismo político. Cuando Lucía Morett tenía 12 años estalló la revuelta neozapatista, a la cual se rindieron acríticamente todas las izquierdas. Cuando tenía 16 y estaba en la Preparatoria le gritó consignas en respaldo al EZLN al entonces presidente Ernesto Zedillo, durante un acto público en Texcoco. Cuando cumplía 18, había ocurrido la extensa cuan absurda huelga en la UNAM.
No sabemos qué impronta dejaron acontecimientos de tal corte en la formación política de esa estudiante de Literatura Dramática que a los 26, estaba en un campamento clandestino de la guerrilla colombiana. Pero varios de sus acompañantes a Ecuador se habían enredado con el zapatismo y más tarde, en el apoyo a grupos latinoamericanos como el que constituyen las FARC.
En ese compromiso personal y político se puede apreciar una actitud solidaria, generosa quizá, que llevó a tales jóvenes a respaldar la lucha armada mucho más allá de las actitudes testimoniales y en un país distinto del suyo. Pero junto con ello, hay una lamentable y en este caso, costosa miopía política cultivada en el estruendo que define todos los días a la vida pública mexicana y muy especialmente en la atonía deliberativa que —en contraste con el rebumbio mediático— impera en el campus universitario.
El hecho de que se familiarizaran con esas luchas y encontrasen cauces para respaldarlas dentro de la Universidad Nacional, ha suscitado opiniones apresuradas y prejuiciadas. Desde hace muchos años distintos movimientos políticos y sociales, de las más variadas latitudes, encuentran eco en la heterogénea comunidad universitaria.
La Universidad no sería eso —universal, abierta, plural— si no acogiera la diversidad e incluso la intensidad de esas expresiones políticas. El problema, entre otros, no es que estén presentes y obtengan adeptos sino que en algunas ocasiones el proselitismo alrededor de ellas ha ocurrido en contra del interés e incluso del patrimonio de la mayoría de los estudiantes y profesores.
Algunos medios de comunicación han difundido, escandalizados ante un hecho en absoluto nuevo, la existencia de cubículos, en algunas facultades del campus universitario, en donde se reúnen los simpatizantes de grupos política y militarmente beligerantes como las FARC. Que se manifiesten, no es inadecuado. Pero que los adherentes de esos grupos se apropien de espacios de reunión y salones de clase no es tanto indicio de pluralidad y tolerancia sino de temor o negligencia por parte de los universitarios.
Es grave que en la Universidad haya espacios académicos embargados por motivos políticos, pero lo es más el desinterés para recuperarlos. Desde hace una década el auditorio “Che Guevara” dejó de constituir el escenario privilegiado para la deliberación académica, la difusión cultural y también, claro, la discusión política, que había sido durante casi medio siglo. Desde la huelga de hace una década se encuentra ocupado por grupos aislados de la mayoría de los estudiantes y profesores.
Pero es más delicada y onerosa la abstinencia crítica que se ha mantenido respecto de esas acciones y, en general, del aventurerismo político independientemente de que tenga siglas zapatistas, colombianas, cegehachistas u obradoristas entre otras vertientes. Allí es donde la Universidad ha fallado como espacio de examen analítico de las realidades políticas contemporáneas.
Por convicción y adhesión políticas en algunos casos, pero en la mayoría de las ocasiones por pachorra intelectual, los universitarios no han sabido propiciar —salvo en unas cuantas y excepcionales ocasiones— la discusión concienzuda de esas y otras expresiones de la lucha política. La inercia y la aprensión se han combinado para inhibir el escrutinio puntual de esos temas. De tal manera, en ausencia de discusión crítica suficiente el aventurerismo político ha encontrado campo fértil en el espacio universitario, siempre hospitalario pero también incauto con las expresiones políticas más disímbolas.
Ése, y no la presencia de pancartas o grafitis de apoyo a intereses tan cuestionables como los que promueven las FARC, es el problema central en la presencia de tales grupos en el campus. La Universidad ha sido congruente con sus mejores tradiciones de apertura y solidaridad al recibir expresiones de esa índole. Pero ha sido inconsecuente respecto del ejercicio crítico, que siempre forma parte del auténtico quehacer académico, al eludir el examen riguroso de tales manifestaciones.
Por otra parte, el hecho de que en algunos espacios universitarios se encomie al aventurerismo político no significa que así ocurra en todas las aulas o en todas las escuelas de la UNAM. Sin embargo, algunos malquerientes de la Universidad han preferido ver, en este caso, a una institución postrada ante tales expresiones. Y esa no es la situación de la Universidad en nuestros días. Un columnista de asuntos financieros, Carlos Mota, escribió en Milenio que la Filosofía, tal y como se enseña en esa institución, resulta inútil porque cuando fue a ofrecer una conferencia los estudiantes de esa disciplina no comprendieron su insistencia en que la Universidad debe formar cuadros para las grandes empresas. Desde luego que puede y debe hacerlo, pero eso no implica que todos los egresados de la universidad pública tengan como único horizonte un cargo en Nokia o Cemex como quisiera ese columnista.
A su vez, en su colaboración de antier en El Universal el presidente nacional del PAN, Germán Martínez, con motivo de las vicisitudes de Lucía Morett y sus compañeros se refirió a “la UNAM, campus Ecuador”. Las correrías sudamericanas de esos alumnos y egresados de la Universidad Nacional fueron de una irresponsabilidad trágica que nos obliga a formularnos muchas preguntas e, insistimos, a refrendar la necesidad de la crítica dentro y fuera de los espacios académicos. Pero una comparación como la que hace el principal dirigente del partido en el gobierno, solamente puede ser tomada como expresión de pésimo gusto para no considerarla signo de patética ignorancia sobre la situación de las universidades públicas en este país.
Las FARC son un grupo indefendible que ha secuestrado a centenares de personas, que mantiene en vilo a Colombia y otras naciones en esa región y cuya equidistancia de cualquier causa social se demuestra en el papel que desempeña en la distribución regional de estupefacientes. Con toda razón, hace un par de días la experimentada periodista española Maite Rico escribía en El País: “Por su componente mafioso y el poder del narcotráfico, las FARC no son una guerrilla convencional. Consciente de ello, el objetivo del Gobierno no es tanto liquidar a las FARC, tarea harto improbable, como forzarla a negociar sin condiciones. Pero el apoyo logístico y político prestado a la guerrilla por Ecuador y Venezuela (que ha enviado armas y dinero) puede dificultar el empeño de Colombia de poner fin a casi cuatro décadas de horror”.
Los documentos localizados en la computadora portátil de “Raúl Reyes”, el dirigente de las FARC a quien buscaban y mataron los militares colombianos que asaltaron el campamento en donde además estaban los jóvenes mexicanos, están contribuyendo a evidenciar esa relación perversa entre guerrilla y narcotráfico. El bombardeo y luego el asalto militar al campamento, instalado más allá de la frontera de Colombia, constituyó sin lugar a dudas una transgresión a la soberanía de Ecuador. Pero el gobierno ecuatoriano tampoco puede ofrecer cuentas claras en este episodio porque resultó claro que alojaba en su territorio a un grupo armado de otro país.
Está probado que las FARC son una pandilla de traficantes y secuestradores. Con tales individuos se comprometieron los jóvenes mexicanos que, como Lucía Morett, acudieron a ofrecer in situ el respaldo que le dispensaban a ese grupo dentro de nuestro país. La agresión que sufrieron en Ecuador es condenable, pero no resultó sorprendente. Fueron víctimas de un engaño expresamente consentido, de un tergiversado voluntarismo, de un exasperado —y a la postre provocador— aventurerismo.
trejoraul@gmail.com
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