Escribe Armando Fuentes Aguirre alías Catón (Reforma, 16 de abril de 2008):
"Había ingenio y gracia en los señores del porfiriato. Don Francisco Bulnes fue uno de ellos. En cierta ocasión un político quien había ridiculizado en alguno de sus artículos periodísticos se le encaró y le preguntó violentamente:
-¿Es usted el hijo de p... de Francisco Bulnes?
-No, señor -le contestó don Pancho con gran tranquilidad-.
El otro, lleno de confusión, balbuceó una torpe disculpa y se retiró.
-¿Le tuviste miedo? -le preguntó alguien a Bulnes-.
-De ninguna manera -replicó don Francisco-. Pero como me preguntó si yo era hijo de prostituta, y no lo soy, eso le respondí. Si me hubiera preguntado si era yo Francisco Bulnes el escritor, el profesor de Economía, el redactor de "El Imparcial", entonces le habría dicho que sí, que sí era yo".
Hacia 1904, Francisco Bulnes, un destacado intelectual y político del porfiriato, publicó su obra El verdadero Juárez, en la cual se propuso desmitificar la figura del gran estadista mexicano.
José Herrera Peña nos regala el siguiente texto sobre el antijuarista Francisco Bulnes y J. Trinidad Pérez.
EL CIENTÍFICO Y EL POETA/José Herrera Peña
Desde su juventud hasta su muerte, Francisco Bulnes, ingeniero civil y de minas, fue un liberal antijuarista. A los 22 años, en 1869, ya formaba parte de un grupo de jóvenes librepensadores, que dos años más tarde, con Ignacio Manuel Altamirano, Justo Sierra y otros aguerridos positivistas, se opuso rabiosamente a la última reelección de Benito Juárez. Durante los treinta años siguientes sería diputado o senador al Congreso de la Unión, siempre liberal, pero siempre antijuarista.
En 1874, a los 27 años de edad, viajó a Japón con la expedición dirigida por el sabio Francisco Díaz Covarrubias para observar el tránsito de Venus por el Sol, lo que permitiría calcular la distancia exacta entre el Sol y la Tierra así como las dimensiones reales del sistema solar. Diez años después, siendo diputado federal, sostuvo con Justo Sierra el reconocimiento de la deuda inglesa, frente a titanes de la palabra como Guillermo Prieto y Salvador Díaz Mirón, que defendieron los intereses de la nación. Aunque estos ganaron el debate en la asamblea parlamentaria, aquellos obtuvieron la mayoría de votos.
Desde su juventud hasta su muerte, Francisco Bulnes, ingeniero civil y de minas, fue un liberal antijuarista. A los 22 años, en 1869, ya formaba parte de un grupo de jóvenes librepensadores, que dos años más tarde, con Ignacio Manuel Altamirano, Justo Sierra y otros aguerridos positivistas, se opuso rabiosamente a la última reelección de Benito Juárez. Durante los treinta años siguientes sería diputado o senador al Congreso de la Unión, siempre liberal, pero siempre antijuarista.
En 1874, a los 27 años de edad, viajó a Japón con la expedición dirigida por el sabio Francisco Díaz Covarrubias para observar el tránsito de Venus por el Sol, lo que permitiría calcular la distancia exacta entre el Sol y la Tierra así como las dimensiones reales del sistema solar. Diez años después, siendo diputado federal, sostuvo con Justo Sierra el reconocimiento de la deuda inglesa, frente a titanes de la palabra como Guillermo Prieto y Salvador Díaz Mirón, que defendieron los intereses de la nación. Aunque estos ganaron el debate en la asamblea parlamentaria, aquellos obtuvieron la mayoría de votos.
En 1898 Estados Unidos hizo la guerra contra España y la ganó, lo que frustró la independencia de Cuba, a la que convirtió en protectorado. Este hecho, que estremeció al mundo y sacudió fuertemente la conciencia nacional de México, consolidó a Estados Unidos como potencia mundial. A partir de este instante y durante los próximos veinte años, Bulnes desarrollaría su obra en ocho títulos, en todos los cuales corren tres ideas fundamentales: su desconfianza en la capacidad y entereza del pueblo mexicano así como en las elecciones democráticas; su repudio, por una parte, a la dictadura personal, y por otra, al sistema parlamentario, y sus esperanzas en la dictadura de partido.
Su primer libro político, al año de que Cuba se convirtiera en protectorado, lo tituló El triste porvenir de las naciones latinoamericanas (1899) en el que plantea que el progreso depende de la raza y ésta de la dieta. Según él, la raza blanca es superior a la asiática y a la indígena, porque aquélla se basa en el trigo, y éstas, en el arroz y en el maíz, respectivamente. A partir de este momento, el indio aparecerá en todas sus obras como un ser degradado y una carga para el país, destinado a desaparecer; el mestizo, como un ser potencialmente dotado para grandes empresas, pero borracho, polígamo y desorganizado, y el blanco, condenado a ser reemplazado por el mestizo en la dirección de los asuntos nacionales.
Según él, el sistema político mexicano es muy dado al canibalismo burocrático; absorbe la mayor parte de los recursos públicos en su beneficio, y tiende a desvirtuar el modelo representativo. Si la clase política se deja seducir por el parlamentarismo, se incrementarán la corrupción y la anarquía. En cambio, si llega a descansar en un gobierno fuerte -dictatorial o autoritario-, garantizará el desarrollo del Estado; pero esa dictadura dura y benevolente a la vez, paternalista pero firme, no debe ser personal sino de partido; es decir, no asumida por Porfirio Díaz sino por el partido “científico”. Por eso David Brading dice irónicamente que Bulnes fue el profeta del PRI.
En 1903, en nombre de la segunda convención nacional liberal, propuso que Porfirio Díaz fuera nuevamente reelecto en la presidencia de la República de 1904 a 1910 -primer periodo sexenal de nuestra historia-, a condición de que estableciera la dictadura de partido; pero su héroe le falló y siguió ejerciendo su propia dictadura.
Su primer libro político, al año de que Cuba se convirtiera en protectorado, lo tituló El triste porvenir de las naciones latinoamericanas (1899) en el que plantea que el progreso depende de la raza y ésta de la dieta. Según él, la raza blanca es superior a la asiática y a la indígena, porque aquélla se basa en el trigo, y éstas, en el arroz y en el maíz, respectivamente. A partir de este momento, el indio aparecerá en todas sus obras como un ser degradado y una carga para el país, destinado a desaparecer; el mestizo, como un ser potencialmente dotado para grandes empresas, pero borracho, polígamo y desorganizado, y el blanco, condenado a ser reemplazado por el mestizo en la dirección de los asuntos nacionales.
Según él, el sistema político mexicano es muy dado al canibalismo burocrático; absorbe la mayor parte de los recursos públicos en su beneficio, y tiende a desvirtuar el modelo representativo. Si la clase política se deja seducir por el parlamentarismo, se incrementarán la corrupción y la anarquía. En cambio, si llega a descansar en un gobierno fuerte -dictatorial o autoritario-, garantizará el desarrollo del Estado; pero esa dictadura dura y benevolente a la vez, paternalista pero firme, no debe ser personal sino de partido; es decir, no asumida por Porfirio Díaz sino por el partido “científico”. Por eso David Brading dice irónicamente que Bulnes fue el profeta del PRI.
En 1903, en nombre de la segunda convención nacional liberal, propuso que Porfirio Díaz fuera nuevamente reelecto en la presidencia de la República de 1904 a 1910 -primer periodo sexenal de nuestra historia-, a condición de que estableciera la dictadura de partido; pero su héroe le falló y siguió ejerciendo su propia dictadura.
A partir de entonces, el ingeniero combatió la dictadura personal en todas sus formas y manifestaciones, fuese civil o militar, conservadora o liberal, porque lo irritaban las imbecilidades y una de ellas es “creer posible que la forma de gobierno de un país depende de la voluntad de un hombre”, cuando, según él, “la forma de gobierno depende exclusiva e indeclinablemente de la forma del pueblo”. Por consiguiente, si la inferioridad de la raza y la abyección del pueblo mexicano hacen imposible la democracia en el país, lo que éste necesita es, no un hombre fuerte, sino un gobierno fuerte “que contenga los excesos del peladaje y controle el canibalismo burocrático de las famélicas clases medias”.
En 1903 y 1904 publicó tres obras contra la dictadura personal. La primera es Las grandes mentiras de nuestra historia (la nación y el ejército en las guerras extranjeras), cuyo filo está dirigido contra Antonio López de Santa Anna; la segunda, El verdadero Juárez y la verdad sobre la intervención y el imperio, y la tercera, Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, obras críticas –la segunda y la tercera- contra el gran presidente liberal.
En El verdadero Juárez, Bulnes sostiene que éste no concibió la libertad de creencias sino hasta que estuvo en el exilio en Nueva Orleáns; que no quiso expedir las leyes de Reforma sino hasta que Melchor Ocampo, su verdadero inspirador, impuso su voluntad, y que no fue un caudillo impasible durante la guerra de Reforma, sino un hombre errado, injusto, intolerante e irresponsable; errado, porque al ordenar a Santos Degollado marchar a la ciudad de México, provocó la masacre de Tacubaya; injusto, porque al deponer del mando al mismo Degollado -por pedir la intermediación extranjera para dar fin a la guerra-, lo dejó deshonrado; intolerante, porque permaneció en el poder de 1861 a 1865 contra la voluntad de sus amigos, e irresponsable, porque firmó el tratado McLane-Ocampo, que hubiera convertido a México en un protectorado norteamericano. Además, durante la intervención francesa se dedicó a descansar en un poblado del desierto -al borde de la frontera-, mientras otros luchaban en los campos de batalla. Y así sucesivamente.
Los hechos son ciertos, por supuesto, pero están artificiosamente modelados por al criterio político de Bulnes e interpretados para demoler el mito de Juárez. El autor dice que su crítica nada tiene que ver con la de “la mayoría nacional, formada de católicos, inertes los más, que siempre detestaron a Juárez y jamás han creído en su grandeza moral y política como gobernante”; tampoco es la de un hombre del partido liberal, porque dicha agrupación, a su juicio, desapareció en 1867, para convertirse en “una religión de fanáticos dedicada al culto de la personalidad”; su crítica es la de un liberal positivista, es decir, un “científico” que quiere reconstruir el viejo partido liberal o, si se prefiere, fundar uno nuevo; pero en ambos casos, sobre bases “científicas”.
Habrá que aclarar que, en efecto, el liberalismo de la generación anterior a Bulnes –la de Juárez, Ocampo, Mata, Arriaga, Prieto, El Nigromante y otros- estaba fundado en conceptos como pueblo, democracia, derechos del hombre y del ciudadano, sistema federal, entidades federativas soberanas, congreso fuerte y ejecutivo supeditado a la ley. Había ganado el poder gracias a una revolución popular: la de Ayutla; despojado a la jerarquía eclesiástica de sus bienes con apoyo del pueblo, a pesar de que éste era católico, y resistido con éxito a la intervención extranjera.
La generación de Bulnes, en cambio, creía que si se respetaban las decisiones del pueblo, los conservadores y la jerarquía eclesiástica volverían a gobernar. Temía su retorno. Fue una generación que pensaba que la única forma de garantizar el orden y el progreso era retener el poder, aún contra la voluntad del pueblo. Por eso, esta generación abrazó decididamente la dictadura, vulneró los derechos humanos cada vez que estos afectaron la firmeza del régimen, fortaleció el gobierno central, debilitó a las entidades federativas, controló el congreso, limitó la representatividad -a través de la reelección- y fortaleció el poder ejecutivo; en una palabra, le dio la espalda a la Constitución de 1857.
Hay que reconocer que no sólo la generación de Bulnes sino también la siguiente, con inclinaciones socialistas inclusive, esto es, la que tomó las armas para hacer la revolución -salvo Francisco I. Madero y otros pocos-, compartió las mismas ideas del ingeniero, especialmente la de afianzar un gobierno central fuerte. Emilio Rabasa, por ejemplo, escribió La Constitución y la dictadura. Eran las ideas de la época. En muchos países ocurrió lo mismo: las masas reclamaban la dictadura como forma de gobierno, aunque la concibieran en forma distinta, y la establecieron después, a su modo, primero en la Rusia comunista, y luego en la Italia fascista, en la Alemania nazi y en la España franquista.
En México, los “científicos” como Bulnes, esto es, José Ives Limantour, Justo Sierra y otros, y muchos liberales de otros grupos, como el de Bernardo Reyes, apoyaban la dictadura; pero no precisamente la dictadura personal sino la de partido, e incluso hubo algunos, como Emilio Rabasa y Venustiano Carranza, que la concibieron como dictadura institucional, legitimada por la Ley Fundamental. Al final de cuentas, ésta es la que se impondría a partir de 1917, se mantendría vigente todo el siglo XX -con el benevolente nombre de autoritarismo- y todavía está de pie en nuestros días, ya muy deteriorada, por cierto.
En El verdadero Juárez, Bulnes sostiene que éste no concibió la libertad de creencias sino hasta que estuvo en el exilio en Nueva Orleáns; que no quiso expedir las leyes de Reforma sino hasta que Melchor Ocampo, su verdadero inspirador, impuso su voluntad, y que no fue un caudillo impasible durante la guerra de Reforma, sino un hombre errado, injusto, intolerante e irresponsable; errado, porque al ordenar a Santos Degollado marchar a la ciudad de México, provocó la masacre de Tacubaya; injusto, porque al deponer del mando al mismo Degollado -por pedir la intermediación extranjera para dar fin a la guerra-, lo dejó deshonrado; intolerante, porque permaneció en el poder de 1861 a 1865 contra la voluntad de sus amigos, e irresponsable, porque firmó el tratado McLane-Ocampo, que hubiera convertido a México en un protectorado norteamericano. Además, durante la intervención francesa se dedicó a descansar en un poblado del desierto -al borde de la frontera-, mientras otros luchaban en los campos de batalla. Y así sucesivamente.
Los hechos son ciertos, por supuesto, pero están artificiosamente modelados por al criterio político de Bulnes e interpretados para demoler el mito de Juárez. El autor dice que su crítica nada tiene que ver con la de “la mayoría nacional, formada de católicos, inertes los más, que siempre detestaron a Juárez y jamás han creído en su grandeza moral y política como gobernante”; tampoco es la de un hombre del partido liberal, porque dicha agrupación, a su juicio, desapareció en 1867, para convertirse en “una religión de fanáticos dedicada al culto de la personalidad”; su crítica es la de un liberal positivista, es decir, un “científico” que quiere reconstruir el viejo partido liberal o, si se prefiere, fundar uno nuevo; pero en ambos casos, sobre bases “científicas”.
Habrá que aclarar que, en efecto, el liberalismo de la generación anterior a Bulnes –la de Juárez, Ocampo, Mata, Arriaga, Prieto, El Nigromante y otros- estaba fundado en conceptos como pueblo, democracia, derechos del hombre y del ciudadano, sistema federal, entidades federativas soberanas, congreso fuerte y ejecutivo supeditado a la ley. Había ganado el poder gracias a una revolución popular: la de Ayutla; despojado a la jerarquía eclesiástica de sus bienes con apoyo del pueblo, a pesar de que éste era católico, y resistido con éxito a la intervención extranjera.
La generación de Bulnes, en cambio, creía que si se respetaban las decisiones del pueblo, los conservadores y la jerarquía eclesiástica volverían a gobernar. Temía su retorno. Fue una generación que pensaba que la única forma de garantizar el orden y el progreso era retener el poder, aún contra la voluntad del pueblo. Por eso, esta generación abrazó decididamente la dictadura, vulneró los derechos humanos cada vez que estos afectaron la firmeza del régimen, fortaleció el gobierno central, debilitó a las entidades federativas, controló el congreso, limitó la representatividad -a través de la reelección- y fortaleció el poder ejecutivo; en una palabra, le dio la espalda a la Constitución de 1857.
Hay que reconocer que no sólo la generación de Bulnes sino también la siguiente, con inclinaciones socialistas inclusive, esto es, la que tomó las armas para hacer la revolución -salvo Francisco I. Madero y otros pocos-, compartió las mismas ideas del ingeniero, especialmente la de afianzar un gobierno central fuerte. Emilio Rabasa, por ejemplo, escribió La Constitución y la dictadura. Eran las ideas de la época. En muchos países ocurrió lo mismo: las masas reclamaban la dictadura como forma de gobierno, aunque la concibieran en forma distinta, y la establecieron después, a su modo, primero en la Rusia comunista, y luego en la Italia fascista, en la Alemania nazi y en la España franquista.
En México, los “científicos” como Bulnes, esto es, José Ives Limantour, Justo Sierra y otros, y muchos liberales de otros grupos, como el de Bernardo Reyes, apoyaban la dictadura; pero no precisamente la dictadura personal sino la de partido, e incluso hubo algunos, como Emilio Rabasa y Venustiano Carranza, que la concibieron como dictadura institucional, legitimada por la Ley Fundamental. Al final de cuentas, ésta es la que se impondría a partir de 1917, se mantendría vigente todo el siglo XX -con el benevolente nombre de autoritarismo- y todavía está de pie en nuestros días, ya muy deteriorada, por cierto.
Por otra parte, Bulnes no se consideraba un historiador sino un crítico de la historia; pero la verdad es que no era ni una ni otra cosa. Era un político profesional, cuya fuerte personalidad, profunda erudición y fascinante lenguaje –no exento de brutalidad y sensacionalismo-, lo hacía valerse del argumento histórico -de su profundidad y su amplitud-, para criticar las ideas y los sistemas políticos con los que no estaba de acuerdo. Su mirada no estaba puesta en el pasado, como la del historiador o la del crítico de la historia, sino en el futuro, como la del político avisado. No quería esclarecer lo acontecido sino demoler todos los modelos de dictadura personal, los pasados y los presentes, los míticos y los reales.
En su libro Juárez en la revolución de Ayutla y en la Reforma, Bulnes recuerda que durante la guerra de reforma, el pueblo siempre apoyó a los conservadores, no a los liberales; que esto fue así porque dicho pueblo es una masa inmóvil, idiotizada por el alcohol y políticamente indiferente, y que todavía en 1860 Miramón gobernaba en la capital con apoyo de casi todo el país y tenía el reconocimiento diplomático de casi todas las naciones; lo cual, por otra parte, es cierto. Por eso el escritor desconfiaba del pueblo ignorante, indisciplinado y fanático. Era enemigo del voto universal, directo y secreto, porque estaba seguro de que éste le devolvería el poder a los grupos al servicio de la jerarquía eclesiástica. Decía: “Los liberales no debemos desear elecciones libres, mientras no tengamos otro pueblo”. Compartía las ideas de Porfirio Díaz, quien afirmaba que las leyes de reforma eran admirables, pero no propias para este país, y que el pueblo mexicano las odiaba por estar en contra de su religión.
Por lo que se refiere a la Constitución de 1857, fruto jurídico de la revolución de Ayutla, Bulnes pensaba que era el instrumento perfecto de la anarquía, porque se basaba en los derechos del hombre, el sufragio universal y un gobierno débil controlado por el congreso, y porque estaba supeditado además a entidades federativas soberanas. La habían elaborado 154 diputados, de los cuales 108 eran abogados y los demás burócratas y soldados. La prueba de su ineficacia era que al ponerse en vigor, el país había caído en el desorden.
En contraste, el “partido científico”, aunque no estaba en contra de las garantías individuales, consideraba que sólo debían permitirse las que otorgara el Estado, pero hasta el límite de lo conveniente, y postulaba, como se dijo antes, un gobierno central absorbente, entidades federativas subordinadas al gobierno central y un congreso dócil al presidente de la República. Además, no vacilaba en apoyar la práctica del fraude electoral para mantenerse en el poder. En este sentido, pues, Bulnes es el antecesor ideológico del “fraude patriótico”, practicado históricamente por el PRI en el siglo XX y proseguido hoy -a su modo- por sus émulos del PAN.
El caso es que el escritor consideraba que la dictadura de partido era un avance democrático respecto de la dictadura personal, en lo que no dejaba de tener razón, con lo es la partidocracia respecto de un partido hegemónico. Por eso en 1910, notoriamente enfadado porque Porfirio Díaz prolongaba su dictadura individual, publicó La guerra de independencia, Hidalgo-Iturbide, a través de la cual expresó indirectamente su protesta. En esos días, la nave ya estaba haciendo agua por todas partes, sin que el dictador se diera cuenta. Estaba tan viejo, sordo y ciego, que confundía el tronido de los balazos con los fuegos pirotécnicos del centenario. En esta obra, Bulnes cita a Carlos Marx y sus etapas económicas asiática, romana, feudal y burguesa, en donde la transición de una a otra está marcada por la violencia, la anarquía y la dictadura. Pero el rasgo más inquietante de su obra es su insistencia en predecir la inevitabilidad de una nueva revolución armada. Tan inevitable, que un pacífico y vegetariano tocador de la flauta como Francisco I. Madero -demócrata y partidario del sistema parlamentario- estaba en tratos con los anarquistas de Flores Magón para desatar la violencia armada, expropiar fábricas, minas y haciendas, y tomar el poder.
En su libro Juárez en la revolución de Ayutla y en la Reforma, Bulnes recuerda que durante la guerra de reforma, el pueblo siempre apoyó a los conservadores, no a los liberales; que esto fue así porque dicho pueblo es una masa inmóvil, idiotizada por el alcohol y políticamente indiferente, y que todavía en 1860 Miramón gobernaba en la capital con apoyo de casi todo el país y tenía el reconocimiento diplomático de casi todas las naciones; lo cual, por otra parte, es cierto. Por eso el escritor desconfiaba del pueblo ignorante, indisciplinado y fanático. Era enemigo del voto universal, directo y secreto, porque estaba seguro de que éste le devolvería el poder a los grupos al servicio de la jerarquía eclesiástica. Decía: “Los liberales no debemos desear elecciones libres, mientras no tengamos otro pueblo”. Compartía las ideas de Porfirio Díaz, quien afirmaba que las leyes de reforma eran admirables, pero no propias para este país, y que el pueblo mexicano las odiaba por estar en contra de su religión.
Por lo que se refiere a la Constitución de 1857, fruto jurídico de la revolución de Ayutla, Bulnes pensaba que era el instrumento perfecto de la anarquía, porque se basaba en los derechos del hombre, el sufragio universal y un gobierno débil controlado por el congreso, y porque estaba supeditado además a entidades federativas soberanas. La habían elaborado 154 diputados, de los cuales 108 eran abogados y los demás burócratas y soldados. La prueba de su ineficacia era que al ponerse en vigor, el país había caído en el desorden.
En contraste, el “partido científico”, aunque no estaba en contra de las garantías individuales, consideraba que sólo debían permitirse las que otorgara el Estado, pero hasta el límite de lo conveniente, y postulaba, como se dijo antes, un gobierno central absorbente, entidades federativas subordinadas al gobierno central y un congreso dócil al presidente de la República. Además, no vacilaba en apoyar la práctica del fraude electoral para mantenerse en el poder. En este sentido, pues, Bulnes es el antecesor ideológico del “fraude patriótico”, practicado históricamente por el PRI en el siglo XX y proseguido hoy -a su modo- por sus émulos del PAN.
El caso es que el escritor consideraba que la dictadura de partido era un avance democrático respecto de la dictadura personal, en lo que no dejaba de tener razón, con lo es la partidocracia respecto de un partido hegemónico. Por eso en 1910, notoriamente enfadado porque Porfirio Díaz prolongaba su dictadura individual, publicó La guerra de independencia, Hidalgo-Iturbide, a través de la cual expresó indirectamente su protesta. En esos días, la nave ya estaba haciendo agua por todas partes, sin que el dictador se diera cuenta. Estaba tan viejo, sordo y ciego, que confundía el tronido de los balazos con los fuegos pirotécnicos del centenario. En esta obra, Bulnes cita a Carlos Marx y sus etapas económicas asiática, romana, feudal y burguesa, en donde la transición de una a otra está marcada por la violencia, la anarquía y la dictadura. Pero el rasgo más inquietante de su obra es su insistencia en predecir la inevitabilidad de una nueva revolución armada. Tan inevitable, que un pacífico y vegetariano tocador de la flauta como Francisco I. Madero -demócrata y partidario del sistema parlamentario- estaba en tratos con los anarquistas de Flores Magón para desatar la violencia armada, expropiar fábricas, minas y haciendas, y tomar el poder.
Sin embargo, a juicio de Bulnes, el peligro no estaba en las masas inmóviles, porque éstas no se levantan por ideas, ni por nada; ni siquiera por hambre, ya que “cuando no tienen que comer, beben, y cuando no tienen que beber, mueren sin ruido y sin epitafio”. El peligro estaba en el canibalismo burocrático y en las famélicas clases medias, que se levantan “cuando la industria entra en crisis y el erario público cae en bancarrota”. Y hay que tener cuidado, porque son éstas las que arrastran a las demás.
Casi todos los libros que escribió el diputado federal causaron sensación. Habrá que reconocer que en aquella época había diputados que sabían no sólo leer sino también escribir. Pero su obra más audaz fue El verdadero Juárez, que escandalizó hasta a los que compartían sus ideas. Desde el momento de su publicación en 1904 surgieron los rechazos, las protestas y las reclamaciones de todo tipo, que se prolongaron por más de veinte años. Los primeros que se deslindaron de sus afirmaciones fueron sus amigos. A las pocas semanas de publicarse el libro, aparecieron quince resonantes refutaciones; tres al año siguiente, y así sucesivamente.
Uno de sus impugnadores más inesperados fue el periodista y poeta michoacano José Trinidad Pérez, que publicó inmediatamente el libro Bulnes a espaldas de Juárez, Talleres de la Escuela Técnica Militar Porfirio Díaz, Morelia, 1905, es decir, en los momentos mismos en que la tormentosa polémica estaba desatada.
El doctor Moisés Guzmán Pérez nos recuerda que Trinidad Pérez nació en Morelia; que estudió en el Colegio de San Nicolás y que fue poeta, dramaturgo y periodista. Siete años menor que Bulnes, no fue senador, ni diputado federal o local, sino un modesto regidor y un juez suplente de Morelia, secretario de la prefectura de Apatzingán y maestro de primaria en Zitácuaro; pero siempre prefirió el periodismo a la burocracia, oficio que desempeñó también en las ciudades de Guanajuato y Salamanca.
No era del partido “científico” sino masón. Tampoco era antijuarista ni porfirista crítico sino juarista, lerdista y porfirista declarado. Así, pues, era uno de los “fanáticos de la religión liberal -en términos de Bulnes- que rendía culto a la personalidad".
Al leer El Verdadero Juárez, el poeta se indignó y lo refutó con su propio libro. Si apasionado había sido Bulnes para ejercer su demoledora crítica contra el benemérito, no menos lo fue Trinidad Pérez para despojar a dicha crítica de su carga explosiva. Si aquél atacó al héroe sin piedad, éste criticó al crítico sin compasión. Si el primero sujetó sus argumentos históricos a sus intereses políticos -aunque torturara los hechos-, el segundo -con base en los hechos- analizó los argumentos con rigor lógico y puso en evidencia sus incongruencias, inexactitudes y contradicciones. El “científico” estaba obsesionado con el poder, aunque dijera que buscaba la verdad. El poeta, en cambio, alcanzó la verdad, aunque no le importara el poder. Tal es el valor de su obra.
Trinidad Pérez falleció en 1905, a los pocos días de ver publicado su libro, a los 51 años de edad. Bulnes lo sobreviviría veinte años y moriría en 1924, a los 77.
A pesar de que no suele ser citado por los investigadores, el libro de Trinidad Pérez es valioso y no menos raro; valioso, porque esclarece los hechos y los ubica adecuadamente en su contexto histórico, y raro, porque no se le encuentra ni en las librerías de viejo. Pasado un siglo, sólo se conserva un ejemplar de Bulnes a espaldas de Juárez en la biblioteca del Colegio de San Nicolás; uno en la de René Avilés, en México, y uno en la del doctor Gerardo Sánchez Díaz, en Morelia.
Conservan también un ejemplar la biblioteca del Congreso de Washington, la Pública de Nueva York y las de las universidades de Harvard, Illinois, Tulane, Texas en Austin, Arizona, Nuevo México, y Berkley en California; las de otras nueve universidades de Estados Unidos, y la Biblioteca Nacional de Australia.
Siendo una obra rara y valiosa, es un acierto que el Instituto de Investigaciones Históricas de la UMSNH la haya reeditado en facsímil en diciembre de 2006, enriquecida con la investigación biográfica y biblio-hemerográfica del doctor Moisés Guzmán Pérez; acierto que, por supuesto, ha sido altamente apreciado por los estudiosos de la materia. Felicitaciones a los realizadores del proyecto.
Morelia, Mich., septiembre de 2008.
El doctor Moisés Guzmán Pérez nos recuerda que Trinidad Pérez nació en Morelia; que estudió en el Colegio de San Nicolás y que fue poeta, dramaturgo y periodista. Siete años menor que Bulnes, no fue senador, ni diputado federal o local, sino un modesto regidor y un juez suplente de Morelia, secretario de la prefectura de Apatzingán y maestro de primaria en Zitácuaro; pero siempre prefirió el periodismo a la burocracia, oficio que desempeñó también en las ciudades de Guanajuato y Salamanca.
No era del partido “científico” sino masón. Tampoco era antijuarista ni porfirista crítico sino juarista, lerdista y porfirista declarado. Así, pues, era uno de los “fanáticos de la religión liberal -en términos de Bulnes- que rendía culto a la personalidad".
Al leer El Verdadero Juárez, el poeta se indignó y lo refutó con su propio libro. Si apasionado había sido Bulnes para ejercer su demoledora crítica contra el benemérito, no menos lo fue Trinidad Pérez para despojar a dicha crítica de su carga explosiva. Si aquél atacó al héroe sin piedad, éste criticó al crítico sin compasión. Si el primero sujetó sus argumentos históricos a sus intereses políticos -aunque torturara los hechos-, el segundo -con base en los hechos- analizó los argumentos con rigor lógico y puso en evidencia sus incongruencias, inexactitudes y contradicciones. El “científico” estaba obsesionado con el poder, aunque dijera que buscaba la verdad. El poeta, en cambio, alcanzó la verdad, aunque no le importara el poder. Tal es el valor de su obra.
Trinidad Pérez falleció en 1905, a los pocos días de ver publicado su libro, a los 51 años de edad. Bulnes lo sobreviviría veinte años y moriría en 1924, a los 77.
A pesar de que no suele ser citado por los investigadores, el libro de Trinidad Pérez es valioso y no menos raro; valioso, porque esclarece los hechos y los ubica adecuadamente en su contexto histórico, y raro, porque no se le encuentra ni en las librerías de viejo. Pasado un siglo, sólo se conserva un ejemplar de Bulnes a espaldas de Juárez en la biblioteca del Colegio de San Nicolás; uno en la de René Avilés, en México, y uno en la del doctor Gerardo Sánchez Díaz, en Morelia.
Conservan también un ejemplar la biblioteca del Congreso de Washington, la Pública de Nueva York y las de las universidades de Harvard, Illinois, Tulane, Texas en Austin, Arizona, Nuevo México, y Berkley en California; las de otras nueve universidades de Estados Unidos, y la Biblioteca Nacional de Australia.
Siendo una obra rara y valiosa, es un acierto que el Instituto de Investigaciones Históricas de la UMSNH la haya reeditado en facsímil en diciembre de 2006, enriquecida con la investigación biográfica y biblio-hemerográfica del doctor Moisés Guzmán Pérez; acierto que, por supuesto, ha sido altamente apreciado por los estudiosos de la materia. Felicitaciones a los realizadores del proyecto.
Morelia, Mich., septiembre de 2008.
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