El acuerdo, a prueba/Gilberto Rincón Gallardo
Como un homenaje a la memoria de don Gilberto Rincón Gallardo (1939-2008), Excélsior presenta, íntegra, su última colaboración, publicada el miércoles 27 de agosto de 2008.
El Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, firmado por los representantes de los tres niveles de gobierno, de los tres Poderes de la Unión, las fuerzas políticas y sociales y miembros de la sociedad civil el 21 de agosto no constituye en sí mismo una política de Estado en materia de seguridad y justicia. En efecto, no se trata aún de una estrategia coherente, integrada y funcional para establecer el Estado de derecho en México (decir restituir sería conceder demasiado a nuestro pasado en esta materia).
El acuerdo puede ser, sin embargo, la simiente necesaria para echar a andar tal política. Por primera vez encontramos un acuerdo sobre seguridad que establece no sólo los tiempos previstos para llevar a cabo los cambios propuestos, sino también los responsables y algunas vías de seguimiento y certificación. Así que es un acuerdo que se realiza sobre la base de la constatación de que muchas ceremonias de este tipo han terminado sólo en papel mojado y se han convertido en un engaño a los ciudadanos. La clase política nacional parece haberse percatado, al menos por el momento, de que la crisis estructural de seguridad y justicia del país no puede enfrentarse con las rutinas e inercias tradicionales, aunque a partir de este momento podremos constatar qué tan capaz será esta clase de llevar a la práctica su buena disposición y capacidad de acuerdo.
Por ello, acaso la cláusula del acuerdo que más trascendencia ha tenido y que de hecho exhibe el momento crítico en que éste se firma, no es una de las 75 que aparecen en el texto consensuado, sino la que fue agregada por el señor Alejandro Martí, padre del secuestrado y asesinado niño Fernando, y que exige la renuncia de los funcionarios que no puedan o no quieran cumplir con sus obligaciones legales.
Y este es probablemente el punto de mayor importancia en el debate, porque el acuerdo no consiste en una oferta innovadora o que plantee algo distinto de lo que los especialistas y la ciudadanía habían venido exigiendo desde hace mucho tiempo, sino que sólo acentúa la obligación de los funcionarios públicos de hacerse cargo en serio de lo que la ley les impone como norma de conducta.
No hay en el acuerdo ninguna medida que no pudiera haberse propuesto e incluso aplicado desde hace mucho tiempo, por lo que puede decirse que aquello que se haga a partir de ahora no será sino el resarcimiento o la cobertura de una omisión imperdonable. Tan larga ha sido la renuencia estatal a cumplir con su obligación, que nadie debería exigir reconocimiento especial por lo que haga al respecto.
Desde luego, es previsible que si los funcionarios ahora públicamente comprometidos a resolver esta crisis y a, tal vez, instituir un genuino Estado de derecho en México, lo hacen de manera adecuada, tendrán el reconocimiento político de los ciudadanos; pero sería insultante para los que padecen la delincuencia (es decir, todos) que este tema se convierta en lemas para las próximas campañas electorales o en arma arrojadiza contra los adversarios políticos. Tal vez un nuevo compromiso a este respecto debería ser el origen de un nuevo pacto, es decir, que los partidos se comprometan con la seguridad y la justicia y no a hacer demagogia en ese sentido. Si hacen lo primero, los ciudadanos lo agradecerán con sus votos; si hacen lo segundo, crecerá el desprestigio de quien habrá vuelto a incomprender las necesidades de su propia sociedad.
El Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, firmado por los representantes de los tres niveles de gobierno, de los tres Poderes de la Unión, las fuerzas políticas y sociales y miembros de la sociedad civil el 21 de agosto no constituye en sí mismo una política de Estado en materia de seguridad y justicia. En efecto, no se trata aún de una estrategia coherente, integrada y funcional para establecer el Estado de derecho en México (decir restituir sería conceder demasiado a nuestro pasado en esta materia).
El acuerdo puede ser, sin embargo, la simiente necesaria para echar a andar tal política. Por primera vez encontramos un acuerdo sobre seguridad que establece no sólo los tiempos previstos para llevar a cabo los cambios propuestos, sino también los responsables y algunas vías de seguimiento y certificación. Así que es un acuerdo que se realiza sobre la base de la constatación de que muchas ceremonias de este tipo han terminado sólo en papel mojado y se han convertido en un engaño a los ciudadanos. La clase política nacional parece haberse percatado, al menos por el momento, de que la crisis estructural de seguridad y justicia del país no puede enfrentarse con las rutinas e inercias tradicionales, aunque a partir de este momento podremos constatar qué tan capaz será esta clase de llevar a la práctica su buena disposición y capacidad de acuerdo.
Por ello, acaso la cláusula del acuerdo que más trascendencia ha tenido y que de hecho exhibe el momento crítico en que éste se firma, no es una de las 75 que aparecen en el texto consensuado, sino la que fue agregada por el señor Alejandro Martí, padre del secuestrado y asesinado niño Fernando, y que exige la renuncia de los funcionarios que no puedan o no quieran cumplir con sus obligaciones legales.
Y este es probablemente el punto de mayor importancia en el debate, porque el acuerdo no consiste en una oferta innovadora o que plantee algo distinto de lo que los especialistas y la ciudadanía habían venido exigiendo desde hace mucho tiempo, sino que sólo acentúa la obligación de los funcionarios públicos de hacerse cargo en serio de lo que la ley les impone como norma de conducta.
No hay en el acuerdo ninguna medida que no pudiera haberse propuesto e incluso aplicado desde hace mucho tiempo, por lo que puede decirse que aquello que se haga a partir de ahora no será sino el resarcimiento o la cobertura de una omisión imperdonable. Tan larga ha sido la renuencia estatal a cumplir con su obligación, que nadie debería exigir reconocimiento especial por lo que haga al respecto.
Desde luego, es previsible que si los funcionarios ahora públicamente comprometidos a resolver esta crisis y a, tal vez, instituir un genuino Estado de derecho en México, lo hacen de manera adecuada, tendrán el reconocimiento político de los ciudadanos; pero sería insultante para los que padecen la delincuencia (es decir, todos) que este tema se convierta en lemas para las próximas campañas electorales o en arma arrojadiza contra los adversarios políticos. Tal vez un nuevo compromiso a este respecto debería ser el origen de un nuevo pacto, es decir, que los partidos se comprometan con la seguridad y la justicia y no a hacer demagogia en ese sentido. Si hacen lo primero, los ciudadanos lo agradecerán con sus votos; si hacen lo segundo, crecerá el desprestigio de quien habrá vuelto a incomprender las necesidades de su propia sociedad.
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