JOSÉ MIGUEL INSULZA PRESENTA EN MÉXICO INFORME SOBRE LA SITUACIÓN DE SEGURIDAD PÚBLICA EN LAS AMÉRICAS
7 de octubre de 2008
En el marco de la Primera Reunión de Ministros en Materia de Seguridad Pública de las Américas, celebrada en Ciudad de México, México.
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Los estándares habitualmente aceptados para reconocer la existencia de una epidemia hablan de 10 casos por cada 100 mil habitantes. Según el Informe Mundial de Violencia elaborado por la Organización Mundial de la Salud, en América Latina y el Caribe el homicidio mataba ya, en promedio, a 22.9 personas por cada 100 mil habitantes en 2002. Esa sola evidencia convierte a nuestra región en el escenario de una verdadera epidemia que acaba con más vidas que cualquier enfermedad que hoy día esté afectándonos.
Se trata de una situación que es aún mucho más grave en un número importante de grandes ciudades, en donde las tasas de homicidios oscilan entre 40 y 120 cada 100 mil habitantes. En Centroamérica la tasa asciende, en promedio, a 36 casos cada 100 mil habitantes. En El Salvador, según datos oficiales, las denuncias por homicidio alcanzaron en 2006 a 55,3 cada cien mil habitantes; en Jamaica a 49,1; en Guatemala a 45,2, en Venezuela a 45, en Honduras a 42,9 y en Colombia a 37,3. Otro tanto ocurre en el Caribe en donde si bien las tasas son algo menores a las de América del Sur, también superan holgadamente el promedio mundial.
Esta situación es aún más grave entre nuestros jóvenes. Ellos tienden a ser víctimas principales de la violencia al grado que es la primera causa de muerte en promedio en toda la región para jóvenes de entre 15 y 29 años, con una tasa que alcanza a 83,2, y es aún más alta entre los jóvenes de los estratos medios y bajos entre los cuales se eleva a más de 100 casos cada 100 mil habitantes.
La región, además, no sólo sufre la extrema violencia debida a los homicidios, provocados en su gran mayoría por otras actividades criminales y principalmente por el tráfico de drogas, sino también muchos otros hechos delictivos cotidianos y comunes tales como los robos con violencia, los secuestros, los abusos sexuales, el pandillaje juvenil criminal o la violencia en el hogar.
Es verdad que existen grandes diferencias entre nuestros países en cuanto a la magnitud y gravedad del fenómeno. A pesar de esas diferencias, sin embargo, existen fuertes conexiones de violencia y criminalidad entre subregiones y países. El mejor ejemplo de ello es el tráfico de drogas ilícitas y delitos conexos. Y otro ejemplo fueron los sucesos del 11 de septiembre de 2001, que mostraron la necesidad de actualizar las estructuras de seguridad vinculadas con el tránsito de personas y bienes.
Nuestra realidad, en definitiva, es una que no puede negar las diferencias entre subregiones, países y aún ciudades dentro de un mismo país, pero en la que la globalización de los procesos criminales y violentos es la característica dominante. Una globalización que, por otra parte, permite a la actividad criminal incrementar el uso de la tecnología, su capacidad de organización y su nivel de violencia. Esa es la característica principal de actividades como el tráfico de drogas y de armas, la trata de personas y las redes transnacionales de criminales que organizan ese comercio ilícito.
Esa actividad es conocida como crimen organizado y las posibles explicaciones del incremento de su importancia en la región son diversas. Entre ellas destacan el aumento en el consumo de drogas, la fácil adquisición de armas de fuego, sistemas modernos de comunicación y bancarios, la presencia de fronteras porosas, la debilidad de instituciones vinculadas al sistema de justicia criminal, la corrupción policial, y un poder judicial que, según encuestas de opinión, es considerado ineficiente, lento y poco justo en casi la totalidad de los países de la región.
El desafío que la delincuencia organizada representa para los gobiernos puede ser mejor comprendido cuando se conocen las ganancias que genera. La subregión andina es responsable de aproximadamente el 90% de la producción mundial total de hoja de coca y cocaína. Cada año se producen cerca de 900 toneladas de esta droga, las cuales tienen un valor de mercado de 60 mil millones de dólares según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En términos generales, el tráfico de drogas genera ingresos por aproximadamente 320 mil millones de dólares al año, una cifra superior al PIB de la mayoría de nuestros países.
La producción y la comercialización de la droga degeneran en problemas de consumo local, que involucra narcomenudeo o micro tráfico, y quienes llevan a cabo esta actividad con frecuencia reciben pagos en especie para la venta a nivel local. El resultado es una importante y trágica secuela de efectos derivados, como el vínculo con las pandillas delictivas, la prostitución, el tráfico ilegal de armas y otros tipos de actividades criminales.
Y el tráfico de drogas no es la única actividad del crimen organizado que ha prosperado. De acuerdo con la Oficina Federal de Investigaciones de los Estados Unidos, la trata de personas genera ingresos anuales por 9.500 millones de dólares en todo el mundo. En la misma categoría de actividades criminales que han aumentado su incidencia y efectos, se debe considerar el tránsito de armas de fuego y municiones y los secuestros de personas y sus diversas modalidades asociadas.
En virtud de los grandes ingresos que genera, la delincuencia organizada desempeña un papel importante en la corrupción de personas e instituciones. El Índice de Percepción de la Corrupción 2008 de Transparencia Internacional indica que 20 de 28 países del Hemisferio tienen una puntuación inferior a 5, lo cual refleja un serio nivel de corrupción percibida en el ámbito nacional. Además, 11 países tienen una puntuación igual o inferior a 3, lo que refleja una percepción de corrupción endémica.
Un número importante de países de nuestra región, por otra parte, está siendo afectada por la existencia y actividades de pandillas delictivas y criminales originalmente de carácter juvenil. A lo largo de los años estas pandillas han variado en sus características y formas de operar y en la actualidad no obstante que se pueden encontrar en ellas integrantes de edades tan tempranas como los 8 años, su sector más “duro” está constituido por adultos de más de 21 años de edad y hasta de 40 y 50 años. Su manera de operar las asemeja al crimen organizado y cometen delitos que van desde el narcomenudeo hasta el secuestro.
Desgraciadamente debemos admitir que la violencia se ha instalado en la región como una manera de resolver todo tipo de conflictos cotidianos y se presenta de formas múltiples, no solo en el espacio público sino también en los hogares de parte importante de la población. No cabe duda que uno de los principales flagelos que enfrentamos es la magnitud de la violencia intrafamiliar o doméstica, principalmente contra mujeres y niños, pero también contra adultos mayores. Dependiendo de la forma como se la defina, en América Latina la violencia doméstica afecta entre el 25 y el 50 por ciento de todas las mujeres. Y debemos recordar que en no pocos casos se trata de brutales asesinatos de mujeres, cometidos por familiares cercanos, esposos y parejas.
Los hechos violentos tienen lugar no sólo en el hogar de forma cotidiana, sino también en el espacio de la escuela. Estudios realizados en diferentes países de la región revelan altos niveles de violencia, agresión y castigo físico en los colegios, llegando a afectar severamente la capacidad misma de concentración de los jóvenes estudiantes.
La pérdida de bienes es también una de las principales preocupaciones de la ciudadanía. Más allá de la violencia de la que suelen ser víctimas en estos casos, las pérdidas simbólicas y materiales asociadas a estos delitos dejan una profunda huella que redefine la cotidianeidad y aumenta el sentimiento de inseguridad. En la mayoría de los países de la región la denuncia por este tipo de delito se ha incrementado durante los últimos años.
La gravedad de la situación hasta aquí descrita ha terminado por reflejarse inevitablemente en la opinión pública, en donde según muestran diversas encuestas nacionales y regionales, la inseguridad se encuentra entre los primeros dos o tres problemas de mayor preocupación, superado, cuando lo es, sólo por la pobreza o el desempleo.
Información proporcionada por la encuesta regional “Latinobarómetro” ha mostrado que esta percepción se ha duplicado entre 2003 y 2007. Ese último año el 63 por ciento de las personas encuestadas manifestó que su país era muy inseguro y el 73 por ciento declaró sentir constantemente temor a ser víctima de un delito.
La situación anterior se encuentra directamente vinculada con una creciente desconfianza ciudadana hacia las instituciones encargadas del control y la prevención de la criminalidad. ¿Merecen nuestras instituciones esta desconfianza creciente?
Observemos primero los Ministerios responsables de la seguridad pública. Estos, en la mayoría de nuestros países, tienen por lo general otras responsabilidades además de las vinculadas estrictamente al tema y esa es una de las razones por las que les es difícil consolidar un liderazgo efectivo en la materia. A ello contribuye también el limitado desarrollo de sus capacidades técnicas, la precariedad institucional, los permanentes procesos de cambio y redefinición, la limitada estabilidad del personal a cargo y el escaso o nulo seguimiento y evaluación de los programas e iniciativas que se implementan.
Una constante en la realidad ministerial regional ha sido la variación de la dependencia institucional de los temas de seguridad pública. Otro elemento que no se puede ignorar es la carencia de políticas de Estado que establezcan metas y objetivos claros con relación al tema. En algunos países se han elaborado Planes Nacionales, pero éstos no se han traducido en procesos efectivos de seguimiento de metas o han sido modificados sustantivamente en poco tiempo. La mayoría de los países carece completamente de planes o políticas de seguridad.
Superar la carencia de información de calidad y asegurar cierta uniformidad en los datos que permita la comparabilidad de la información disponible es otro serio desafío que enfrentan los Ministerios. Se puede observar que, a diferencia de otras áreas, en seguridad pública existe una ausencia de parámetros que establezcan estándares internacionales a seguir y garanticen uniformidad y continuidad en la toma de decisiones. Este es el rol que, en sus respectivos ámbitos, han cumplido la Organización Panamericana de la Salud, el Fondo Monetario Internacional o la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Una situación equivalente, sin embargo, no ha alcanzado a la información policial ni a la de administración de justicia. La consecuencia es que en muchos países la información varíe según la fuente consultada y en no pocos casos los propios gobiernos eludan entregar información por razones de política interna.
Sin información confiable que permita hacer seguimiento, monitoreo y diagnósticos sistemáticos de la realidad delictual es difícil abordar el problema y tomar decisiones adecuadas, ya sea en el diseño e implementación de políticas públicas como en la generación de herramientas jurídicas que permitan aumentar la efectividad de la justicia.
Las dos herramientas básicas para relevar información acerca del delito y otros aspectos vinculados son, actualmente, los registros de denuncias y las encuestas de victimización. Diversos países de América Latina han comenzado a desarrollar sistemas de registro de denuncias que permitan generar información de manera integrada. En Chile existe desde 1999 el Sistema Nacional de Información Delictual y en México se ha impulsado la “Plataforma México”. En Ecuador, el Ministerio de Gobierno desarrolló la Unidad Técnica Ejecutora del Plan Nacional de Seguridad Ciudadana, dentro de la cual se construyó el Observatorio Nacional de Seguridad Ciudadana. Estos no son los únicos casos pero sirven para mostrar los múltiples esfuerzos hacia la consolidación de sistemas más efectivos de información criminal.
Los estudios sobre victimización tienen como objetivo proporcionar información sobre la victimización de manera complementaria a los datos policiales, con la finalidad de caracterizar los hechos delictivos que las denuncias no pueden abordar. El Departamento de Justicia de los Estados Unidos produce desde 1972 el National Crime Victimization Survey (NCVS) y en Canadá existen encuestas completas de victimización desde 1988. En América Latina y el Caribe sólo un pequeño grupo de países ha establecido mecanismos de recolección de información sobre victimización de manera complementaria al sistema de registro delictual. Uno de estos países es Argentina, por intermedio de la Dirección Nacional de Política Criminal, que entre 1997 y 2003 aplicó dicho instrumento en las ciudades más importantes del país. Colombia, por su parte, mantiene desde 1996 una encuesta de victimización realizada conjuntamente por la Cámara de Comercio de Bogotá y la Alcaldía Mayor de la Ciudad. El Distrito Metropolitano de Quito también ha realizado encuestas sobre victimización en los años 2003, 2004 y 2008. La Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana desarrollada por el Ministerio del Interior de Chile y el Instituto Nacional de Estadísticas de ese país ofrece un adelanto significativo al proporcionar información anual de carácter nacional con énfasis en áreas urbanas.
Debo insistir en que la relevancia de la información sobre criminalidad es determinante de la capacidad de enfrentar el problema. Y debo insistir también en la pobreza que enfrentamos en esa área. En la actualidad es fácil detectar discrepancias en las cifras proporcionadas por diversas instituciones dentro de un mismo país, así como debilidades técnicas y tecnológicas en su captura y presentación, a lo que hay que agregar sus dificultades de acceso al público en general. Esta situación no hace más que fomentar el descrédito de las cifras oficiales y afecta severamente la calidad y pertinencia de las políticas públicas en la materia.
Unas palabras ahora sobre nuestras instituciones policiales. Estas han experimentado, en buena parte de nuestros países, importantes procesos de reformas durante los últimos años y aumentos significativos en sus dotaciones. Los incrementos presupuestarios también han sido importantes y si bien los principales componentes de ese gasto han estado destinados al pago de salarios, son varios los países donde se está poniendo especial énfasis en el desarrollo de infraestructura y tecnología. Finalmente se debe destacar que los procesos de democratización, y en especial las reformas de la justicia realizadas en los últimos años, han llevado a la creación de instituciones civiles dedicadas a la investigación en muchos de nuestros países.
Debo señalar también, sin embargo, aquellas importantes áreas en que la estructura y funcionamiento de nuestras policías presentan severos rasgos de insuficiencia, ineficiencia e ineficacia. Debo comenzar por decir que un rasgo común entre la mayoría de las policías de la región es la precariedad de salarios y beneficios de protección social. En muchos países la gran mayoría de los policías tienen salarios muy bajos y además carecen de coberturas adecuadas de salud, educación y vivienda.
Esta precariedad del trabajo policial es coincidente con mínimos requerimientos para el ingreso a las instituciones, especialmente de los suboficiales o tropa que se dedica al patrullaje, que en algunos casos no llega a los estudios secundarios o medios completos. De igual forma los procesos de capacitación del personal policial no son los óptimos. En muchos países la urgencia por aumentar la dotación policial que brinde vigilancia y seguridad ha generado una reducción de las horas de capacitación y entrenamiento exigidas a estos funcionarios.
Otros problemas comunes a las policías de la región, y que deberán ser solucionados en el corto plazo si se quiere alcanzar una gestión eficaz y eficiente de la seguridad pública, son la extremada concentración de poder en un reducido numero de altos funcionarios; la participación de personal policial en la vigilancia de los centros penitenciario y el limitado desarrollo de sistemas de carrera policial. También se presentan en muchas de las policías de la región doctrinas, visiones y misiones inadecuadas para los nuevos tiempos; falta de focalización de sus labores hacia lo esencial y poca precisión de sus roles y atribuciones. Asimismo falta de coordinación con otras instituciones, una acusada deficiencia de mecanismos de control interno, la ausencia de controles externos desde el gobierno y la sociedad civil y, de manera particularmente acuciante, graves problemas de corrupción.
Señores y señoras ministros, queridos amigos:
Debemos admitir que la amplitud e intensidad de los fenómenos criminales y las carencias o debilidades de nuestras instituciones para combatirlos afectan drásticamente la calidad de vida de la población y generan un clima de temor generalizado, que amenaza directamente la solidez de la democracia y las posibilidades reales de desarrollo económico y social.
Las causas del fenómeno tienen que ver, en primer lugar, con la delincuencia organizada, principalmente el tráfico de drogas y delitos conexos, y la corrupción que genera. Muchos hechos violentos que ocurren en las calles y que afectan a los ciudadanos están relacionados con este flagelo y se puede afirmar que ningún país de la región escapa por completo a él.
Junto con ello están los factores socioeconómicos. Si bien la pobreza por sí sola no es un factor explicativo, sí existe una correlación muy clara cuando ésta interactúa con otros factores como la desigualdad, la marginación y la exclusión en las que vive una parte importante de la población.
También encontramos causas vinculadas a los procesos de urbanización. Las ciudades latinoamericanas y caribeñas en su gran mayoría han crecido sin orden y con servicios básicos insuficientes o en ciertos casos inexistentes. En esas grandes ciudades se generan, además, ambientes en los que el Estado está ausente y que dan lugar a la llamada “informalidad”. Se trata de ambientes económicos, sociales y culturales ajenos y hasta impenetrables para las leyes y las instituciones. En casos extremos, esta situación está llegando a significar la existencia de barrios enteros controlados por el crimen organizado.
Es necesario mencionar igualmente aspectos relacionados con actitudes, valores y cultura. El éxito individual, asociado a lo material, tiende a ser visto hoy como un referente importante de aceptación social. En ese marco la gran ciudad pone en evidencia de manera más intensa el contraste entre las opciones y beneficios de la vida moderna y la imposibilidad de muchos para acceder a ellos de forma legal.
Otro aspecto importante que incide sobre la situación general de inseguridad en nuestra región está relacionado con la situación familiar de muchos ciudadanos. Un porcentaje muy alto de familias enfrentan los problemas de hogares monoparentales, maternidad y paternidad adolescentes, descendencia numerosa, carencia de sistemas de protección social y viviendas hacinadas que inducen o intensifican las situaciones de conflicto, abuso y violencia, especialmente en los sectores más necesitados de la sociedad.
También es fundamental considerar la situación concreta de los jóvenes. En América Latina y el Caribe el 21 por ciento de los jóvenes no estudia ni trabaja. Para ellos protagonizar o ser víctima de la violencia es una posibilidad cotidiana debido a la falta de oportunidades laborales, la imposibilidad de una educación de calidad y el nulo acceso a espacios de recreación o al desarrollo de una vida comunitaria sana. En ese contexto no debe extrañar tampoco que el impacto de las drogas y el alcohol entre los jóvenes de nuestra región, incluso entre menores de edad, vaya en aumento.
Otro importante factor es la cultura de falta de respeto a las leyes que impera en general en nuestras sociedades, así como la práctica de la resolución de conflictos por cuenta propia, generalmente por medio de la violencia. Una cultura que se ve intensificada por el hecho que los Estados, que muchas veces enfrentan graves problemas de legitimidad ante los ciudadanos, no tienen la capacidad de canalizar problemas y conflictos por vías institucionales.
La impunidad es otro aspecto de la cultura de falta de respeto a las leyes, pues en nuestros países generalmente la inmensa mayoría de las faltas menores y muchos de los crímenes más graves quedan sin sanción, agravando la percepción de indefensión y la humillación de las víctimas. La carencia de sanción a los hechos criminales es un estímulo para que éstos se extiendan y repitan.
Mención especial merecen las ya mencionadas dificultades que enfrenta la Policía. Ellas llevan a que, con demasiada frecuencia, ésta tienda a ser asociada a ineficacia y carezca de credibilidad y confianza.
Finalmente, aunque en ningún modo menos importante, es necesario mencionar el problema carcelario. En nuestras cárceles, debemos aceptarlo, todo es un problema y un problema grave: desde la elemental o ninguna clasificación y separación de los internos hasta el deterioro de la infraestructura y el hacinamiento. Uno de los mayores problemas es la incapacidad misma de control interno en las prisiones, lo que ha llevado a que múltiples actividades delictivas se repitan en el interior de las mismas y, lo que es más grave, que algunos fenómenos delictivos mayores se continúen manejando desde estos recintos. Las prisiones constituyen el punto más débil de nuestro sistema penal y el lugar en donde se concentran las mayores violaciones a los derechos humanos. Es lo que permite entender que tengamos una población penitenciaria con tanta propensión a la violencia, con altos índices de adicción a las drogas, con verdaderas epidemias de sida o tuberculosis y altas tasas de suicidios, entre otros graves problemas.
Debo decir que los factores explicativos que he procurado describir sólo pueden ayudar a entender el fenómeno de la inseguridad ciudadana si se examinan de manera interrelacionada. Es esencial comprender que el problema de la inseguridad no puede interpretarse únicamente como la suma de los hechos delictivos que sufren nuestras sociedades sino que se trata de un fenómeno de mayor alcance y profundidad, que se origina en esos hechos pero que los trasciende hasta crear un verdadero clima social.
Debe entenderse que la inseguridad ciudadana es, básicamente, un clima de temor e incertidumbre que impide a la gente ejercer plenamente sus derechos y libertades. Un clima causado por la generalización de conductas violentas y prácticas delictivas que afectan real o potencialmente la vida, la integridad física y el patrimonio de la mayoría de los miembros de una comunidad y que en muchos casos quedan impunes.
Esta inseguridad ciudadana genera grandes perjuicios a todos los países de la región. Se trata de costos humanos, sociales, políticos y económicos que paga la sociedad entera, pero especialmente la población más pobre y vulnerable.
Como consecuencia del crimen y la violencia, en el continente se pierden absurdamente cada año más de cien mil vidas humanas. Son parte de este costo humano, también, los millones de víctimas directas de los actos delictivos no-letales, que por esa causa sufren perjuicios serios y duraderos. También es parte del costo humano la existencia de casi 4 millones de personas privadas de libertad, muchas de ellas condenadas por la justicia, otras atrapadas en interminables procesos judiciales y no pocas con condena cumplida pero que por ineficiencia del sistema continúan en prisión.
En el terreno político, la grave preocupación por la delincuencia y la percepción generalizada de que el Estado es incapaz de enfrentar el problema de manera eficaz, intensifican la crisis de legitimidad y confianza en la aún reciente institucionalidad democrática hemisférica. La delincuencia, igualmente, tiende a poner en riesgo la cultura de derechos y libertades y a generar nuevas amenazas a los derechos humanos. El temor e indignación que los ciudadanos tienen frente a los hechos delictivos puede llevarlos a pensar que las libertades y los derechos son más bien armas a favor de los delincuentes. Puede ocurrir también que las regulaciones a la actuación de los cuerpos de seguridad se perciban como frenos a su efectividad. Incluso se puede dar la situación que se reclame contra derechos fundamentales, como la presunción de inocencia o las garantías en los procesos judiciales, porque se piense que favorecen a los criminales.
La inseguridad ciudadana acarrea también importantes costos en la forma en que las personas se relacionan entre sí y se organizan como sociedad. La segregación social y espacial de la población se acentúa y es común que, por temor, barrios enteros se cierren al acceso y tránsito del resto de los ciudadanos. Otro efecto social importante está vinculado a los prejuicios e incluso la estigmatización de amplios sectores de la población, lo que puede llegar a ser muy grave cuando se trata de minorías, como inmigrantes o grupos étnicos.
El crimen y la violencia, finalmente, tienen un alto costo económico para nuestras sociedades. Enfrentar la delincuencia tiene un impacto importante en el gasto fiscal. Adicionalmente y bajo distintas modalidades, en todos los estratos sociales la población vive la necesidad de gastar parte del presupuesto familiar en proveerse de medidas propias adicionales de seguridad. Existen también claros indicios de que el clima general de inseguridad afecta negativamente a decisiones financieras y a oportunidades de inversión, lo que tiene efectos directos sobre el desarrollo de la región. Se debe tener presente también que la forma más grave de crimen y violencia, el homicidio, contribuye directamente a desorganizar la vida económica. Según estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo, la suma de los costos económicos del fenómeno de la violencia podría llegar a significar hasta 14 puntos del PIB en América Latina y el Caribe.
No se puede analizar la realidad de la inseguridad pública en las Américas sin poner en un lugar central la necesidad de llevar a cabo un cambio de paradigma y promover la prevención como uno de los ejes centrales de las políticas públicas que la enfrenten. Ninguna actividad de exclusivo control podrá alcanzar el máximo de eficiencia social que el problema del crimen y la violencia tiene en nuestras sociedades si no es complementado por una adecuada estrategia de prevención.
Los gobiernos locales deberían ser los actores naturales de las acciones de prevención y control de la violencia. El gobierno local es el más cercano al problema y es también el espacio donde el ciudadano transmite sus quejas y preocupaciones, así como explicita y demanda soluciones. El gobierno local, por otra parte, está en mejores condiciones de trabajar junto con la comunidad en las tareas de prevención. El éxito del combate contra el crimen y la violencia exige, por todo ello, de una colaboración fluida y flexible entre el gobierno central y los gobiernos locales.
Ya existen en América Latina y el Caribe experiencias de políticas y programas de prevención que han tenido éxito en reducir y prevenir el delito a nivel local. Entre estos casos es posible destacar los de las ciudades de Bogotá, Cali y Medellín, que consiguieron revertir significativamente los niveles de crimen violento, desarrollando políticas multisectoriales y coordinadas. A nivel hemisférico es importante destacar el trabajo llevado a cabo por Canadá en el desarrollo de políticas y programas de prevención, que se ha convertido en un modelo a seguir en todo el mundo y los programas de problem-oriented policing desarrollados en Estados Unidos.
Señoras y señores ministros:
Debemos aceptar que la enorme demanda por acciones eficaces frente a la inseguridad ciudadana está plenamente justificada. La seguridad es parte fundamental de los derechos de los individuos y, cuando es vulnerada, otros derechos fundamentales pierden la capacidad de realizarse en su plenitud.
Es necesario, por lo tanto, desarrollar políticas de seguridad que en el marco del estado de derecho y contribuyendo a su fortalecimiento, sepan entender las más complejas causas del fenómeno de la inseguridad, den cuenta efectiva de sus manifestaciones inmediatas y reduzcan significativamente sus posibilidades de incidencia futura.
Es mi absoluta convicción que esas políticas nacionales de seguridad pública deben ajustarse por lo menos a las siguientes características generales.
Deben ser democráticas, encuadrándose estrictamente en el marco Constitucional de los países y en el de los tratados internacionales.
Deben estar a cargo de cuerpos de policía debidamente formados y capacitados para cumplir unos fines esenciales y específicos dentro de las políticas de seguridad.
Las políticas públicas de seguridad deben estar estrictamente bajo el mando y responsabilidad de la autoridad democrática, que asume sus contenidos, dirige sus acciones y es responsable ante el resto de las instituciones y de la ciudadanía, tanto por lo que hace como por los resultados obtenidos.
La seguridad es un bien público y responsabilidad principal del Estado y no de empresas o agrupaciones privadas destinadas a ese fin. (¡BIEN!)
Deben ser diseñadas y ejecutadas de manera profesional, por expertos que aprovechen todo el conocimiento disponible y utilicen herramientas tecnológicas de última generación para enfrentar las diversas modalidades delictuales.
Deben también ser informadas, esto es contar con información cuantitativa amplia, verificable, contrastada, confiable y comparable. Esa información debe ser pública y estar al alcance de la población.
Las políticas públicas, por otra parte, deben ser adecuadamente financiadas. Es imprescindible que exista una adecuada correlación entre la magnitud del problema de la inseguridad ciudadana y la asignación presupuestal que se otorga a las políticas que le hacen frente.
Deben ser equitativas, esto es deben garantizar la igualdad ante la ley y contribuir a generar iguales oportunidades para todos. Por ello deben prestar una atención especial a las poblaciones en riesgo y grupos vulnerables e incluir en particular una perspectiva de género que considere la forma cómo las mujeres son afectadas por la inseguridad.
Las políticas de seguridad deben contemplar sanciones apropiadas y buscar eliminar la impunidad en la que terminan la mayoría de los hechos delictivos.
Las políticas públicas de seguridad deben, también, ser integrales. En el plano más estratégico deben combinar políticas de control y sanción con políticas de prevención y rehabilitación y en el terreno operativo involucrar transversalmente la acción de las diversas instancias del Estado y una adecuada participación de la sociedad.
La prevención debe ser un componente esencial de toda política pública de seguridad.
Las políticas de seguridad deben también ser inhibidoras, esto es deben buscar ejercer una coerción legítima que apunte a la inhibición del potencial delincuente o, de ser necesario, a garantizar la sanción de hechos delictivos. El funcionamiento adecuado del conjunto del sistema penal es la garantía de que esta función del Estado sea cumplida.
Deben, además, ser rehabilitadoras, esto es deben considerar procedimientos destinados a lograr la rehabilitación de infractores y la atención a las víctimas.
Las políticas de seguridad pública deben estimular la participación de las autoridades civiles locales, especialmente en las dimensiones preventivas de la seguridad, pero también en su relación con los cuerpos de policía.
Las políticas de seguridad son responsabilidad del Estado y éste no puede abdicar de ella trasladándola a la población. La participación ciudadana, sin embargo, es un derecho que los ciudadanos pueden ejercer también en el ámbito de la seguridad, en donde pueden llegar a convertirse en grandes aliados de la acción del Estado.
Las políticas públicas de seguridad deben también ser transparentes, tanto en la información que las sustenta como en sus resultados. Sus diferentes aspectos y etapas deben estar sujetos a fiscalización con las mismas características, garantías y restricciones que tienen las demás funciones que el Estado ejecuta y deben contar con mecanismos formales y regulares de rendición de cuentas a la comunidad. Las excepciones y áreas en que la información es reservada deben estar limitadas a lo estrictamente necesario y claramente definidas en cada circunstancia.
Todo lo anterior carecería de sentido si las políticas públicas no dieran resultados y si la población no percibiera un mayor compromiso del Estado y una paulatina mejora de su situación. Por ello es imprescindible que estas políticas sean eficaces. Para ello deben mantener un balance bien definido entre resultados inmediatos y políticas de mediano y largo plazo.
Las políticas públicas deben, finalmente, ser sostenibles. Las experiencias exitosas muestran que la continuidad de los conductores de las políticas, o al menos de las orientaciones que las animan por un período significativo de tiempo, son fundamentales. Es muy importante por ello lograr que las políticas de seguridad pública se conviertan en políticas de Estado y trasciendan el ejercicio de un gobierno.
Señoras ministras, señores ministros, distinguidos invitados, queridos amigos:
La envergadura que ha adquirido el problema del crimen y la violencia en nuestra región obliga a actuar con presteza y decisión. Con esa convicción, la Secretaría General de la OEA se ha propuesto impulsar un plan basado en 6 líneas de trabajo que se articulan a partir de 3 mecanismos de acción:
La primera de estas líneas de trabajo busca ofrecer orientaciones y asesoría para el desarrollo de propuestas legislativas, de políticas públicas y de reformas institucionales.
La segunda busca apoyar técnicamente la construcción de indicadores periódicos, confiables y comparables.
La tercera línea de trabajo busca fortalecer la rehabilitación y la reinserción como políticas urgentes.
Una cuarta línea de trabajo busca mejorar la capacitación policial. La Secretaría General ha promovido desde hace ya varios años cursos para capacitar a policías y recientemente ha desarrollado el Programa Interamericano de Capacitación Policial con el objeto de intercambiar experiencias exitosas y lograr que sean adaptadas e incorporadas por otras instituciones policiales. Estas actividades deben expandirse y potenciarse y, para ello, la Secretaría General propone la colaboración con instituciones policiales que tengan experiencias para compartir y se compromete a seguir impulsando la idea de crear una Académica Interamericana de Policía.
La quinta línea de trabajo busca definir medidas para involucrar al sector privado en acciones de prevención de la violencia, rehabilitación y reinserción social.
La sexta de estas líneas, finalmente, busca fortalecer la colaboración con los medios de comunicación masiva.
La Secretaría General promoverá estas líneas de trabajo utilizando tres mecanismos.
El primero serán las reuniones y consultas permanentes con los gobiernos de la región en temas de seguridad. La realización de esta Primera Reunión de Ministros en Materia de Seguridad Pública de las Américas es una muestra de ese compromiso y esperamos poder acompañar y facilitar todos los espacios de colaboración que se deriven de ella.
El segundo mecanismo será el fortalecimiento de espacios de coordinación entre instituciones internacionales. La experiencia de la Coalición Interamericana de Prevención de la Violencia, conformada por el Banco Interamericano de Desarrollo, la Organización Panamericana de la Salud, el Banco Mundial, la Agencia Internacional para el Desarrollo y el Centro para la Prevención y el Control de las Enfermedades de los Estados Unidos de Norteamérica y la OEA, debe ser considerada como un primer paso en esa dirección.
Finalmente mantendremos mecanismos de consulta permanente con la sociedad civil y la academia. La participación de organizaciones de la sociedad civil en las cuestiones relativas a la seguridad pública constituirá un paso importante para lograr políticas que tengan respaldo ciudadano y por ende sustentabilidad en el largo plazo. La participación de la academia, por otra parte, puede brindar un significativo apoyo en el proceso de sustentación empírica de las opciones de política pública que se propongan.
Señoras y señores ministros:
Vencer el desafío que nos presentan el crimen y la violencia no es una utopía ni un sueño inalcanzable, sino el resultado de un trabajo arduo y cotidiano que muchos ya empezaron y que propongo intensificar de modo colectivo a partir de hoy.
Apelo a la solidaridad y al reconocido compromiso de nuestros Estados y de sus representantes para que las complejidades propias de una tarea de esta magnitud sean superadas y podamos generar el espíritu de cooperación y los instrumentos prácticos que nos permitan iniciar la obra en esta Reunión.
Es nuestra responsabilidad lograrlo, por la seguridad, tranquilidad y bienestar que todos los ciudadanos de las Américas necesitan y merecen.
Muchas gracias.
7 de octubre de 2008
En el marco de la Primera Reunión de Ministros en Materia de Seguridad Pública de las Américas, celebrada en Ciudad de México, México.
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Los estándares habitualmente aceptados para reconocer la existencia de una epidemia hablan de 10 casos por cada 100 mil habitantes. Según el Informe Mundial de Violencia elaborado por la Organización Mundial de la Salud, en América Latina y el Caribe el homicidio mataba ya, en promedio, a 22.9 personas por cada 100 mil habitantes en 2002. Esa sola evidencia convierte a nuestra región en el escenario de una verdadera epidemia que acaba con más vidas que cualquier enfermedad que hoy día esté afectándonos.
Se trata de una situación que es aún mucho más grave en un número importante de grandes ciudades, en donde las tasas de homicidios oscilan entre 40 y 120 cada 100 mil habitantes. En Centroamérica la tasa asciende, en promedio, a 36 casos cada 100 mil habitantes. En El Salvador, según datos oficiales, las denuncias por homicidio alcanzaron en 2006 a 55,3 cada cien mil habitantes; en Jamaica a 49,1; en Guatemala a 45,2, en Venezuela a 45, en Honduras a 42,9 y en Colombia a 37,3. Otro tanto ocurre en el Caribe en donde si bien las tasas son algo menores a las de América del Sur, también superan holgadamente el promedio mundial.
Esta situación es aún más grave entre nuestros jóvenes. Ellos tienden a ser víctimas principales de la violencia al grado que es la primera causa de muerte en promedio en toda la región para jóvenes de entre 15 y 29 años, con una tasa que alcanza a 83,2, y es aún más alta entre los jóvenes de los estratos medios y bajos entre los cuales se eleva a más de 100 casos cada 100 mil habitantes.
La región, además, no sólo sufre la extrema violencia debida a los homicidios, provocados en su gran mayoría por otras actividades criminales y principalmente por el tráfico de drogas, sino también muchos otros hechos delictivos cotidianos y comunes tales como los robos con violencia, los secuestros, los abusos sexuales, el pandillaje juvenil criminal o la violencia en el hogar.
Es verdad que existen grandes diferencias entre nuestros países en cuanto a la magnitud y gravedad del fenómeno. A pesar de esas diferencias, sin embargo, existen fuertes conexiones de violencia y criminalidad entre subregiones y países. El mejor ejemplo de ello es el tráfico de drogas ilícitas y delitos conexos. Y otro ejemplo fueron los sucesos del 11 de septiembre de 2001, que mostraron la necesidad de actualizar las estructuras de seguridad vinculadas con el tránsito de personas y bienes.
Nuestra realidad, en definitiva, es una que no puede negar las diferencias entre subregiones, países y aún ciudades dentro de un mismo país, pero en la que la globalización de los procesos criminales y violentos es la característica dominante. Una globalización que, por otra parte, permite a la actividad criminal incrementar el uso de la tecnología, su capacidad de organización y su nivel de violencia. Esa es la característica principal de actividades como el tráfico de drogas y de armas, la trata de personas y las redes transnacionales de criminales que organizan ese comercio ilícito.
Esa actividad es conocida como crimen organizado y las posibles explicaciones del incremento de su importancia en la región son diversas. Entre ellas destacan el aumento en el consumo de drogas, la fácil adquisición de armas de fuego, sistemas modernos de comunicación y bancarios, la presencia de fronteras porosas, la debilidad de instituciones vinculadas al sistema de justicia criminal, la corrupción policial, y un poder judicial que, según encuestas de opinión, es considerado ineficiente, lento y poco justo en casi la totalidad de los países de la región.
El desafío que la delincuencia organizada representa para los gobiernos puede ser mejor comprendido cuando se conocen las ganancias que genera. La subregión andina es responsable de aproximadamente el 90% de la producción mundial total de hoja de coca y cocaína. Cada año se producen cerca de 900 toneladas de esta droga, las cuales tienen un valor de mercado de 60 mil millones de dólares según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En términos generales, el tráfico de drogas genera ingresos por aproximadamente 320 mil millones de dólares al año, una cifra superior al PIB de la mayoría de nuestros países.
La producción y la comercialización de la droga degeneran en problemas de consumo local, que involucra narcomenudeo o micro tráfico, y quienes llevan a cabo esta actividad con frecuencia reciben pagos en especie para la venta a nivel local. El resultado es una importante y trágica secuela de efectos derivados, como el vínculo con las pandillas delictivas, la prostitución, el tráfico ilegal de armas y otros tipos de actividades criminales.
Y el tráfico de drogas no es la única actividad del crimen organizado que ha prosperado. De acuerdo con la Oficina Federal de Investigaciones de los Estados Unidos, la trata de personas genera ingresos anuales por 9.500 millones de dólares en todo el mundo. En la misma categoría de actividades criminales que han aumentado su incidencia y efectos, se debe considerar el tránsito de armas de fuego y municiones y los secuestros de personas y sus diversas modalidades asociadas.
En virtud de los grandes ingresos que genera, la delincuencia organizada desempeña un papel importante en la corrupción de personas e instituciones. El Índice de Percepción de la Corrupción 2008 de Transparencia Internacional indica que 20 de 28 países del Hemisferio tienen una puntuación inferior a 5, lo cual refleja un serio nivel de corrupción percibida en el ámbito nacional. Además, 11 países tienen una puntuación igual o inferior a 3, lo que refleja una percepción de corrupción endémica.
Un número importante de países de nuestra región, por otra parte, está siendo afectada por la existencia y actividades de pandillas delictivas y criminales originalmente de carácter juvenil. A lo largo de los años estas pandillas han variado en sus características y formas de operar y en la actualidad no obstante que se pueden encontrar en ellas integrantes de edades tan tempranas como los 8 años, su sector más “duro” está constituido por adultos de más de 21 años de edad y hasta de 40 y 50 años. Su manera de operar las asemeja al crimen organizado y cometen delitos que van desde el narcomenudeo hasta el secuestro.
Desgraciadamente debemos admitir que la violencia se ha instalado en la región como una manera de resolver todo tipo de conflictos cotidianos y se presenta de formas múltiples, no solo en el espacio público sino también en los hogares de parte importante de la población. No cabe duda que uno de los principales flagelos que enfrentamos es la magnitud de la violencia intrafamiliar o doméstica, principalmente contra mujeres y niños, pero también contra adultos mayores. Dependiendo de la forma como se la defina, en América Latina la violencia doméstica afecta entre el 25 y el 50 por ciento de todas las mujeres. Y debemos recordar que en no pocos casos se trata de brutales asesinatos de mujeres, cometidos por familiares cercanos, esposos y parejas.
Los hechos violentos tienen lugar no sólo en el hogar de forma cotidiana, sino también en el espacio de la escuela. Estudios realizados en diferentes países de la región revelan altos niveles de violencia, agresión y castigo físico en los colegios, llegando a afectar severamente la capacidad misma de concentración de los jóvenes estudiantes.
La pérdida de bienes es también una de las principales preocupaciones de la ciudadanía. Más allá de la violencia de la que suelen ser víctimas en estos casos, las pérdidas simbólicas y materiales asociadas a estos delitos dejan una profunda huella que redefine la cotidianeidad y aumenta el sentimiento de inseguridad. En la mayoría de los países de la región la denuncia por este tipo de delito se ha incrementado durante los últimos años.
La gravedad de la situación hasta aquí descrita ha terminado por reflejarse inevitablemente en la opinión pública, en donde según muestran diversas encuestas nacionales y regionales, la inseguridad se encuentra entre los primeros dos o tres problemas de mayor preocupación, superado, cuando lo es, sólo por la pobreza o el desempleo.
Información proporcionada por la encuesta regional “Latinobarómetro” ha mostrado que esta percepción se ha duplicado entre 2003 y 2007. Ese último año el 63 por ciento de las personas encuestadas manifestó que su país era muy inseguro y el 73 por ciento declaró sentir constantemente temor a ser víctima de un delito.
La situación anterior se encuentra directamente vinculada con una creciente desconfianza ciudadana hacia las instituciones encargadas del control y la prevención de la criminalidad. ¿Merecen nuestras instituciones esta desconfianza creciente?
Observemos primero los Ministerios responsables de la seguridad pública. Estos, en la mayoría de nuestros países, tienen por lo general otras responsabilidades además de las vinculadas estrictamente al tema y esa es una de las razones por las que les es difícil consolidar un liderazgo efectivo en la materia. A ello contribuye también el limitado desarrollo de sus capacidades técnicas, la precariedad institucional, los permanentes procesos de cambio y redefinición, la limitada estabilidad del personal a cargo y el escaso o nulo seguimiento y evaluación de los programas e iniciativas que se implementan.
Una constante en la realidad ministerial regional ha sido la variación de la dependencia institucional de los temas de seguridad pública. Otro elemento que no se puede ignorar es la carencia de políticas de Estado que establezcan metas y objetivos claros con relación al tema. En algunos países se han elaborado Planes Nacionales, pero éstos no se han traducido en procesos efectivos de seguimiento de metas o han sido modificados sustantivamente en poco tiempo. La mayoría de los países carece completamente de planes o políticas de seguridad.
Superar la carencia de información de calidad y asegurar cierta uniformidad en los datos que permita la comparabilidad de la información disponible es otro serio desafío que enfrentan los Ministerios. Se puede observar que, a diferencia de otras áreas, en seguridad pública existe una ausencia de parámetros que establezcan estándares internacionales a seguir y garanticen uniformidad y continuidad en la toma de decisiones. Este es el rol que, en sus respectivos ámbitos, han cumplido la Organización Panamericana de la Salud, el Fondo Monetario Internacional o la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Una situación equivalente, sin embargo, no ha alcanzado a la información policial ni a la de administración de justicia. La consecuencia es que en muchos países la información varíe según la fuente consultada y en no pocos casos los propios gobiernos eludan entregar información por razones de política interna.
Sin información confiable que permita hacer seguimiento, monitoreo y diagnósticos sistemáticos de la realidad delictual es difícil abordar el problema y tomar decisiones adecuadas, ya sea en el diseño e implementación de políticas públicas como en la generación de herramientas jurídicas que permitan aumentar la efectividad de la justicia.
Las dos herramientas básicas para relevar información acerca del delito y otros aspectos vinculados son, actualmente, los registros de denuncias y las encuestas de victimización. Diversos países de América Latina han comenzado a desarrollar sistemas de registro de denuncias que permitan generar información de manera integrada. En Chile existe desde 1999 el Sistema Nacional de Información Delictual y en México se ha impulsado la “Plataforma México”. En Ecuador, el Ministerio de Gobierno desarrolló la Unidad Técnica Ejecutora del Plan Nacional de Seguridad Ciudadana, dentro de la cual se construyó el Observatorio Nacional de Seguridad Ciudadana. Estos no son los únicos casos pero sirven para mostrar los múltiples esfuerzos hacia la consolidación de sistemas más efectivos de información criminal.
Los estudios sobre victimización tienen como objetivo proporcionar información sobre la victimización de manera complementaria a los datos policiales, con la finalidad de caracterizar los hechos delictivos que las denuncias no pueden abordar. El Departamento de Justicia de los Estados Unidos produce desde 1972 el National Crime Victimization Survey (NCVS) y en Canadá existen encuestas completas de victimización desde 1988. En América Latina y el Caribe sólo un pequeño grupo de países ha establecido mecanismos de recolección de información sobre victimización de manera complementaria al sistema de registro delictual. Uno de estos países es Argentina, por intermedio de la Dirección Nacional de Política Criminal, que entre 1997 y 2003 aplicó dicho instrumento en las ciudades más importantes del país. Colombia, por su parte, mantiene desde 1996 una encuesta de victimización realizada conjuntamente por la Cámara de Comercio de Bogotá y la Alcaldía Mayor de la Ciudad. El Distrito Metropolitano de Quito también ha realizado encuestas sobre victimización en los años 2003, 2004 y 2008. La Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana desarrollada por el Ministerio del Interior de Chile y el Instituto Nacional de Estadísticas de ese país ofrece un adelanto significativo al proporcionar información anual de carácter nacional con énfasis en áreas urbanas.
Debo insistir en que la relevancia de la información sobre criminalidad es determinante de la capacidad de enfrentar el problema. Y debo insistir también en la pobreza que enfrentamos en esa área. En la actualidad es fácil detectar discrepancias en las cifras proporcionadas por diversas instituciones dentro de un mismo país, así como debilidades técnicas y tecnológicas en su captura y presentación, a lo que hay que agregar sus dificultades de acceso al público en general. Esta situación no hace más que fomentar el descrédito de las cifras oficiales y afecta severamente la calidad y pertinencia de las políticas públicas en la materia.
Unas palabras ahora sobre nuestras instituciones policiales. Estas han experimentado, en buena parte de nuestros países, importantes procesos de reformas durante los últimos años y aumentos significativos en sus dotaciones. Los incrementos presupuestarios también han sido importantes y si bien los principales componentes de ese gasto han estado destinados al pago de salarios, son varios los países donde se está poniendo especial énfasis en el desarrollo de infraestructura y tecnología. Finalmente se debe destacar que los procesos de democratización, y en especial las reformas de la justicia realizadas en los últimos años, han llevado a la creación de instituciones civiles dedicadas a la investigación en muchos de nuestros países.
Debo señalar también, sin embargo, aquellas importantes áreas en que la estructura y funcionamiento de nuestras policías presentan severos rasgos de insuficiencia, ineficiencia e ineficacia. Debo comenzar por decir que un rasgo común entre la mayoría de las policías de la región es la precariedad de salarios y beneficios de protección social. En muchos países la gran mayoría de los policías tienen salarios muy bajos y además carecen de coberturas adecuadas de salud, educación y vivienda.
Esta precariedad del trabajo policial es coincidente con mínimos requerimientos para el ingreso a las instituciones, especialmente de los suboficiales o tropa que se dedica al patrullaje, que en algunos casos no llega a los estudios secundarios o medios completos. De igual forma los procesos de capacitación del personal policial no son los óptimos. En muchos países la urgencia por aumentar la dotación policial que brinde vigilancia y seguridad ha generado una reducción de las horas de capacitación y entrenamiento exigidas a estos funcionarios.
Otros problemas comunes a las policías de la región, y que deberán ser solucionados en el corto plazo si se quiere alcanzar una gestión eficaz y eficiente de la seguridad pública, son la extremada concentración de poder en un reducido numero de altos funcionarios; la participación de personal policial en la vigilancia de los centros penitenciario y el limitado desarrollo de sistemas de carrera policial. También se presentan en muchas de las policías de la región doctrinas, visiones y misiones inadecuadas para los nuevos tiempos; falta de focalización de sus labores hacia lo esencial y poca precisión de sus roles y atribuciones. Asimismo falta de coordinación con otras instituciones, una acusada deficiencia de mecanismos de control interno, la ausencia de controles externos desde el gobierno y la sociedad civil y, de manera particularmente acuciante, graves problemas de corrupción.
Señores y señoras ministros, queridos amigos:
Debemos admitir que la amplitud e intensidad de los fenómenos criminales y las carencias o debilidades de nuestras instituciones para combatirlos afectan drásticamente la calidad de vida de la población y generan un clima de temor generalizado, que amenaza directamente la solidez de la democracia y las posibilidades reales de desarrollo económico y social.
Las causas del fenómeno tienen que ver, en primer lugar, con la delincuencia organizada, principalmente el tráfico de drogas y delitos conexos, y la corrupción que genera. Muchos hechos violentos que ocurren en las calles y que afectan a los ciudadanos están relacionados con este flagelo y se puede afirmar que ningún país de la región escapa por completo a él.
Junto con ello están los factores socioeconómicos. Si bien la pobreza por sí sola no es un factor explicativo, sí existe una correlación muy clara cuando ésta interactúa con otros factores como la desigualdad, la marginación y la exclusión en las que vive una parte importante de la población.
También encontramos causas vinculadas a los procesos de urbanización. Las ciudades latinoamericanas y caribeñas en su gran mayoría han crecido sin orden y con servicios básicos insuficientes o en ciertos casos inexistentes. En esas grandes ciudades se generan, además, ambientes en los que el Estado está ausente y que dan lugar a la llamada “informalidad”. Se trata de ambientes económicos, sociales y culturales ajenos y hasta impenetrables para las leyes y las instituciones. En casos extremos, esta situación está llegando a significar la existencia de barrios enteros controlados por el crimen organizado.
Es necesario mencionar igualmente aspectos relacionados con actitudes, valores y cultura. El éxito individual, asociado a lo material, tiende a ser visto hoy como un referente importante de aceptación social. En ese marco la gran ciudad pone en evidencia de manera más intensa el contraste entre las opciones y beneficios de la vida moderna y la imposibilidad de muchos para acceder a ellos de forma legal.
Otro aspecto importante que incide sobre la situación general de inseguridad en nuestra región está relacionado con la situación familiar de muchos ciudadanos. Un porcentaje muy alto de familias enfrentan los problemas de hogares monoparentales, maternidad y paternidad adolescentes, descendencia numerosa, carencia de sistemas de protección social y viviendas hacinadas que inducen o intensifican las situaciones de conflicto, abuso y violencia, especialmente en los sectores más necesitados de la sociedad.
También es fundamental considerar la situación concreta de los jóvenes. En América Latina y el Caribe el 21 por ciento de los jóvenes no estudia ni trabaja. Para ellos protagonizar o ser víctima de la violencia es una posibilidad cotidiana debido a la falta de oportunidades laborales, la imposibilidad de una educación de calidad y el nulo acceso a espacios de recreación o al desarrollo de una vida comunitaria sana. En ese contexto no debe extrañar tampoco que el impacto de las drogas y el alcohol entre los jóvenes de nuestra región, incluso entre menores de edad, vaya en aumento.
Otro importante factor es la cultura de falta de respeto a las leyes que impera en general en nuestras sociedades, así como la práctica de la resolución de conflictos por cuenta propia, generalmente por medio de la violencia. Una cultura que se ve intensificada por el hecho que los Estados, que muchas veces enfrentan graves problemas de legitimidad ante los ciudadanos, no tienen la capacidad de canalizar problemas y conflictos por vías institucionales.
La impunidad es otro aspecto de la cultura de falta de respeto a las leyes, pues en nuestros países generalmente la inmensa mayoría de las faltas menores y muchos de los crímenes más graves quedan sin sanción, agravando la percepción de indefensión y la humillación de las víctimas. La carencia de sanción a los hechos criminales es un estímulo para que éstos se extiendan y repitan.
Mención especial merecen las ya mencionadas dificultades que enfrenta la Policía. Ellas llevan a que, con demasiada frecuencia, ésta tienda a ser asociada a ineficacia y carezca de credibilidad y confianza.
Finalmente, aunque en ningún modo menos importante, es necesario mencionar el problema carcelario. En nuestras cárceles, debemos aceptarlo, todo es un problema y un problema grave: desde la elemental o ninguna clasificación y separación de los internos hasta el deterioro de la infraestructura y el hacinamiento. Uno de los mayores problemas es la incapacidad misma de control interno en las prisiones, lo que ha llevado a que múltiples actividades delictivas se repitan en el interior de las mismas y, lo que es más grave, que algunos fenómenos delictivos mayores se continúen manejando desde estos recintos. Las prisiones constituyen el punto más débil de nuestro sistema penal y el lugar en donde se concentran las mayores violaciones a los derechos humanos. Es lo que permite entender que tengamos una población penitenciaria con tanta propensión a la violencia, con altos índices de adicción a las drogas, con verdaderas epidemias de sida o tuberculosis y altas tasas de suicidios, entre otros graves problemas.
Debo decir que los factores explicativos que he procurado describir sólo pueden ayudar a entender el fenómeno de la inseguridad ciudadana si se examinan de manera interrelacionada. Es esencial comprender que el problema de la inseguridad no puede interpretarse únicamente como la suma de los hechos delictivos que sufren nuestras sociedades sino que se trata de un fenómeno de mayor alcance y profundidad, que se origina en esos hechos pero que los trasciende hasta crear un verdadero clima social.
Debe entenderse que la inseguridad ciudadana es, básicamente, un clima de temor e incertidumbre que impide a la gente ejercer plenamente sus derechos y libertades. Un clima causado por la generalización de conductas violentas y prácticas delictivas que afectan real o potencialmente la vida, la integridad física y el patrimonio de la mayoría de los miembros de una comunidad y que en muchos casos quedan impunes.
Esta inseguridad ciudadana genera grandes perjuicios a todos los países de la región. Se trata de costos humanos, sociales, políticos y económicos que paga la sociedad entera, pero especialmente la población más pobre y vulnerable.
Como consecuencia del crimen y la violencia, en el continente se pierden absurdamente cada año más de cien mil vidas humanas. Son parte de este costo humano, también, los millones de víctimas directas de los actos delictivos no-letales, que por esa causa sufren perjuicios serios y duraderos. También es parte del costo humano la existencia de casi 4 millones de personas privadas de libertad, muchas de ellas condenadas por la justicia, otras atrapadas en interminables procesos judiciales y no pocas con condena cumplida pero que por ineficiencia del sistema continúan en prisión.
En el terreno político, la grave preocupación por la delincuencia y la percepción generalizada de que el Estado es incapaz de enfrentar el problema de manera eficaz, intensifican la crisis de legitimidad y confianza en la aún reciente institucionalidad democrática hemisférica. La delincuencia, igualmente, tiende a poner en riesgo la cultura de derechos y libertades y a generar nuevas amenazas a los derechos humanos. El temor e indignación que los ciudadanos tienen frente a los hechos delictivos puede llevarlos a pensar que las libertades y los derechos son más bien armas a favor de los delincuentes. Puede ocurrir también que las regulaciones a la actuación de los cuerpos de seguridad se perciban como frenos a su efectividad. Incluso se puede dar la situación que se reclame contra derechos fundamentales, como la presunción de inocencia o las garantías en los procesos judiciales, porque se piense que favorecen a los criminales.
La inseguridad ciudadana acarrea también importantes costos en la forma en que las personas se relacionan entre sí y se organizan como sociedad. La segregación social y espacial de la población se acentúa y es común que, por temor, barrios enteros se cierren al acceso y tránsito del resto de los ciudadanos. Otro efecto social importante está vinculado a los prejuicios e incluso la estigmatización de amplios sectores de la población, lo que puede llegar a ser muy grave cuando se trata de minorías, como inmigrantes o grupos étnicos.
El crimen y la violencia, finalmente, tienen un alto costo económico para nuestras sociedades. Enfrentar la delincuencia tiene un impacto importante en el gasto fiscal. Adicionalmente y bajo distintas modalidades, en todos los estratos sociales la población vive la necesidad de gastar parte del presupuesto familiar en proveerse de medidas propias adicionales de seguridad. Existen también claros indicios de que el clima general de inseguridad afecta negativamente a decisiones financieras y a oportunidades de inversión, lo que tiene efectos directos sobre el desarrollo de la región. Se debe tener presente también que la forma más grave de crimen y violencia, el homicidio, contribuye directamente a desorganizar la vida económica. Según estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo, la suma de los costos económicos del fenómeno de la violencia podría llegar a significar hasta 14 puntos del PIB en América Latina y el Caribe.
No se puede analizar la realidad de la inseguridad pública en las Américas sin poner en un lugar central la necesidad de llevar a cabo un cambio de paradigma y promover la prevención como uno de los ejes centrales de las políticas públicas que la enfrenten. Ninguna actividad de exclusivo control podrá alcanzar el máximo de eficiencia social que el problema del crimen y la violencia tiene en nuestras sociedades si no es complementado por una adecuada estrategia de prevención.
Los gobiernos locales deberían ser los actores naturales de las acciones de prevención y control de la violencia. El gobierno local es el más cercano al problema y es también el espacio donde el ciudadano transmite sus quejas y preocupaciones, así como explicita y demanda soluciones. El gobierno local, por otra parte, está en mejores condiciones de trabajar junto con la comunidad en las tareas de prevención. El éxito del combate contra el crimen y la violencia exige, por todo ello, de una colaboración fluida y flexible entre el gobierno central y los gobiernos locales.
Ya existen en América Latina y el Caribe experiencias de políticas y programas de prevención que han tenido éxito en reducir y prevenir el delito a nivel local. Entre estos casos es posible destacar los de las ciudades de Bogotá, Cali y Medellín, que consiguieron revertir significativamente los niveles de crimen violento, desarrollando políticas multisectoriales y coordinadas. A nivel hemisférico es importante destacar el trabajo llevado a cabo por Canadá en el desarrollo de políticas y programas de prevención, que se ha convertido en un modelo a seguir en todo el mundo y los programas de problem-oriented policing desarrollados en Estados Unidos.
Señoras y señores ministros:
Debemos aceptar que la enorme demanda por acciones eficaces frente a la inseguridad ciudadana está plenamente justificada. La seguridad es parte fundamental de los derechos de los individuos y, cuando es vulnerada, otros derechos fundamentales pierden la capacidad de realizarse en su plenitud.
Es necesario, por lo tanto, desarrollar políticas de seguridad que en el marco del estado de derecho y contribuyendo a su fortalecimiento, sepan entender las más complejas causas del fenómeno de la inseguridad, den cuenta efectiva de sus manifestaciones inmediatas y reduzcan significativamente sus posibilidades de incidencia futura.
Es mi absoluta convicción que esas políticas nacionales de seguridad pública deben ajustarse por lo menos a las siguientes características generales.
Deben ser democráticas, encuadrándose estrictamente en el marco Constitucional de los países y en el de los tratados internacionales.
Deben estar a cargo de cuerpos de policía debidamente formados y capacitados para cumplir unos fines esenciales y específicos dentro de las políticas de seguridad.
Las políticas públicas de seguridad deben estar estrictamente bajo el mando y responsabilidad de la autoridad democrática, que asume sus contenidos, dirige sus acciones y es responsable ante el resto de las instituciones y de la ciudadanía, tanto por lo que hace como por los resultados obtenidos.
La seguridad es un bien público y responsabilidad principal del Estado y no de empresas o agrupaciones privadas destinadas a ese fin. (¡BIEN!)
Deben ser diseñadas y ejecutadas de manera profesional, por expertos que aprovechen todo el conocimiento disponible y utilicen herramientas tecnológicas de última generación para enfrentar las diversas modalidades delictuales.
Deben también ser informadas, esto es contar con información cuantitativa amplia, verificable, contrastada, confiable y comparable. Esa información debe ser pública y estar al alcance de la población.
Las políticas públicas, por otra parte, deben ser adecuadamente financiadas. Es imprescindible que exista una adecuada correlación entre la magnitud del problema de la inseguridad ciudadana y la asignación presupuestal que se otorga a las políticas que le hacen frente.
Deben ser equitativas, esto es deben garantizar la igualdad ante la ley y contribuir a generar iguales oportunidades para todos. Por ello deben prestar una atención especial a las poblaciones en riesgo y grupos vulnerables e incluir en particular una perspectiva de género que considere la forma cómo las mujeres son afectadas por la inseguridad.
Las políticas de seguridad deben contemplar sanciones apropiadas y buscar eliminar la impunidad en la que terminan la mayoría de los hechos delictivos.
Las políticas públicas de seguridad deben, también, ser integrales. En el plano más estratégico deben combinar políticas de control y sanción con políticas de prevención y rehabilitación y en el terreno operativo involucrar transversalmente la acción de las diversas instancias del Estado y una adecuada participación de la sociedad.
La prevención debe ser un componente esencial de toda política pública de seguridad.
Las políticas de seguridad deben también ser inhibidoras, esto es deben buscar ejercer una coerción legítima que apunte a la inhibición del potencial delincuente o, de ser necesario, a garantizar la sanción de hechos delictivos. El funcionamiento adecuado del conjunto del sistema penal es la garantía de que esta función del Estado sea cumplida.
Deben, además, ser rehabilitadoras, esto es deben considerar procedimientos destinados a lograr la rehabilitación de infractores y la atención a las víctimas.
Las políticas de seguridad pública deben estimular la participación de las autoridades civiles locales, especialmente en las dimensiones preventivas de la seguridad, pero también en su relación con los cuerpos de policía.
Las políticas de seguridad son responsabilidad del Estado y éste no puede abdicar de ella trasladándola a la población. La participación ciudadana, sin embargo, es un derecho que los ciudadanos pueden ejercer también en el ámbito de la seguridad, en donde pueden llegar a convertirse en grandes aliados de la acción del Estado.
Las políticas públicas de seguridad deben también ser transparentes, tanto en la información que las sustenta como en sus resultados. Sus diferentes aspectos y etapas deben estar sujetos a fiscalización con las mismas características, garantías y restricciones que tienen las demás funciones que el Estado ejecuta y deben contar con mecanismos formales y regulares de rendición de cuentas a la comunidad. Las excepciones y áreas en que la información es reservada deben estar limitadas a lo estrictamente necesario y claramente definidas en cada circunstancia.
Todo lo anterior carecería de sentido si las políticas públicas no dieran resultados y si la población no percibiera un mayor compromiso del Estado y una paulatina mejora de su situación. Por ello es imprescindible que estas políticas sean eficaces. Para ello deben mantener un balance bien definido entre resultados inmediatos y políticas de mediano y largo plazo.
Las políticas públicas deben, finalmente, ser sostenibles. Las experiencias exitosas muestran que la continuidad de los conductores de las políticas, o al menos de las orientaciones que las animan por un período significativo de tiempo, son fundamentales. Es muy importante por ello lograr que las políticas de seguridad pública se conviertan en políticas de Estado y trasciendan el ejercicio de un gobierno.
Señoras ministras, señores ministros, distinguidos invitados, queridos amigos:
La envergadura que ha adquirido el problema del crimen y la violencia en nuestra región obliga a actuar con presteza y decisión. Con esa convicción, la Secretaría General de la OEA se ha propuesto impulsar un plan basado en 6 líneas de trabajo que se articulan a partir de 3 mecanismos de acción:
La primera de estas líneas de trabajo busca ofrecer orientaciones y asesoría para el desarrollo de propuestas legislativas, de políticas públicas y de reformas institucionales.
La segunda busca apoyar técnicamente la construcción de indicadores periódicos, confiables y comparables.
La tercera línea de trabajo busca fortalecer la rehabilitación y la reinserción como políticas urgentes.
Una cuarta línea de trabajo busca mejorar la capacitación policial. La Secretaría General ha promovido desde hace ya varios años cursos para capacitar a policías y recientemente ha desarrollado el Programa Interamericano de Capacitación Policial con el objeto de intercambiar experiencias exitosas y lograr que sean adaptadas e incorporadas por otras instituciones policiales. Estas actividades deben expandirse y potenciarse y, para ello, la Secretaría General propone la colaboración con instituciones policiales que tengan experiencias para compartir y se compromete a seguir impulsando la idea de crear una Académica Interamericana de Policía.
La quinta línea de trabajo busca definir medidas para involucrar al sector privado en acciones de prevención de la violencia, rehabilitación y reinserción social.
La sexta de estas líneas, finalmente, busca fortalecer la colaboración con los medios de comunicación masiva.
La Secretaría General promoverá estas líneas de trabajo utilizando tres mecanismos.
El primero serán las reuniones y consultas permanentes con los gobiernos de la región en temas de seguridad. La realización de esta Primera Reunión de Ministros en Materia de Seguridad Pública de las Américas es una muestra de ese compromiso y esperamos poder acompañar y facilitar todos los espacios de colaboración que se deriven de ella.
El segundo mecanismo será el fortalecimiento de espacios de coordinación entre instituciones internacionales. La experiencia de la Coalición Interamericana de Prevención de la Violencia, conformada por el Banco Interamericano de Desarrollo, la Organización Panamericana de la Salud, el Banco Mundial, la Agencia Internacional para el Desarrollo y el Centro para la Prevención y el Control de las Enfermedades de los Estados Unidos de Norteamérica y la OEA, debe ser considerada como un primer paso en esa dirección.
Finalmente mantendremos mecanismos de consulta permanente con la sociedad civil y la academia. La participación de organizaciones de la sociedad civil en las cuestiones relativas a la seguridad pública constituirá un paso importante para lograr políticas que tengan respaldo ciudadano y por ende sustentabilidad en el largo plazo. La participación de la academia, por otra parte, puede brindar un significativo apoyo en el proceso de sustentación empírica de las opciones de política pública que se propongan.
Señoras y señores ministros:
Vencer el desafío que nos presentan el crimen y la violencia no es una utopía ni un sueño inalcanzable, sino el resultado de un trabajo arduo y cotidiano que muchos ya empezaron y que propongo intensificar de modo colectivo a partir de hoy.
Apelo a la solidaridad y al reconocido compromiso de nuestros Estados y de sus representantes para que las complejidades propias de una tarea de esta magnitud sean superadas y podamos generar el espíritu de cooperación y los instrumentos prácticos que nos permitan iniciar la obra en esta Reunión.
Es nuestra responsabilidad lograrlo, por la seguridad, tranquilidad y bienestar que todos los ciudadanos de las Américas necesitan y merecen.
Muchas gracias.
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